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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 109
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la manta de rayas negras sobre el lomo, previa a la colocación de la silla. Ni siquiera dirigió una mirada a sus dos compañeras.

Egwene preveía que para su estómago el movimiento del caballo se asemejaría demasiado al del Rayo, pero la visión de las fangosas calles acabó de convencerla de la necesidad de cabalgar. Aunque llevaba unos zapatos resistentes, no le apetecía tener que limpiarles el barro después, ni tampoco caminar levantándose la falda. Ensilló rápidamente a Niebla y, montando de inmediato, se arregló la falda sin concederse tiempo para considerar con menos pesimismo los posibles inconvenientes del fango. En aquella ocasión había recaído en Elayne la tarea de cortar y coser todos sus vestidos, dividiendo las faldas para cabalgar cómodamente a horcajadas.

Nynaeve palideció por un momento cuando, al montar, el semental se puso a retozar. Con semblante tenso, mantuvo férreamente el control de sí y de las riendas y a los pocos minutos ya lo había dominado. Cuando hubieron pasado la zona de los almacenes, se hallaba de nuevo en condiciones de hablar.

—Hemos de localizar a Liandrin y a las demás sin que se enteren de que estamos buscándolas. Seguro que prevén nuestra llegada, la nuestra o la de alguien más, pero preferiría que no supieran que estamos aquí hasta que sea demasiado tarde para ellas. — Aspiró profundamente—. Confieso que todavía no he trazado ningún plan de acción para conseguirlo. ¿Tenéis alguna propuesta vosotras?

—Un husmeador —dijo Elayne sin vacilar. Nynaeve la miró frunciendo el entrecejo.

—¿Te refieres a alguien como Hurin? —inquirió Egwene—. Pero Hurin trabajaba para su rey. ¿No estarán los husmeadores de aquí al servicio de los Grandes Señores?

Elayne asintió y por unos instantes Egwene envidió la fortaleza del estómago de la heredera de la corona de Andor.

—Sí, seguramente. De todos modos, los husmeadores no son como la guardia de la reina o los Defensores de la Ciudadela de Tear. Están al servicio de los gobernantes, pero la gente que ha sufrido un robo les paga a veces para que recuperen sus pertenencias. Y en ocasiones también aceptan dinero por localizar a alguien. Al menos, así funciona en Caemlyn, y no creo que Tear sea diferente en eso.

—Entonces nos instalaremos en una posada —decidió Egwene— y pediremos al posadero que nos busque un husmeador.

—En una posada no —declinó Nynaeve con la misma firmeza con que guiaba el semental negro sin perder en ningún momento el control de sus pasos. Después moderó ligeramente el tono—. Liandrin, cuando menos, nos conoce y hemos de suponer que las otras también. Estarán vigilando las posadas, esperando a quien quiera que haya seguido la pista que ellas dejaron a propósito. Quiero hacerles saltar su trampa en la cara, pero no estando nosotras dentro. No nos alojaremos en una posada.

Egwene rehusó darle la satisfacción de preguntar.

—¿Dónde dormiremos si no? —inquirió en su lugar Elayne—. Si diera a conocer mi identidad, y lograra convencer a alguien de ella, vestida de esta forma y sin escolta, seríamos bien recibidas en la mayoría de las casas nobles y probablemente también en la Ciudadela, dadas las buenas relaciones reinantes entre Caemlyn y Tear, pero no habría forma de mantenerlo en secreto. Toda la ciudad sabría de mi presencia antes de que se haga de noche. No se me ocurre otro sitio aparte de una posada, Nynaeve. A no ser que quieras hospedarte en una granja, pero desde el campo será imposible encontrarlas.

—Lo sabré cuando lo vea —declaró Nynaeve, lanzando una mirada a Egwene—. Dejadme observar.

Elayne miró con estupor a Nynaeve y luego a Egwene.

—No es preciso cortarse las orejas porque te disgusten los pendientes que llevas —murmuró.

Egwene centró obstinadamente la atención en la calle por la que pasaban. «¡Que me aspen si le dejo entrever que estoy intrigada!»

Las calles no estaban tan transitadas como las de Tar Valon, posiblemente a causa del barro. Los carros y carretas circulaban balanceándose, por lo general tirados por bueyes de gran cornamenta, junto a los cuales caminaban los carreteros con una larga aguijada de blanca madera segmentada. No se veía ningún carruaje ni silla de manos en esa zona. El olor a pescado impregnaba el aire también allí, y eran muchos los hombres que cargaban grandes cestos de pescado a la espalda. Las tiendas no parecían prósperas; ninguna exhibía mercancías afuera, y Egwene no veía entrar a casi nadie en ellas. Tenían letreros colgados —con la aguja y la pieza de tela los sastres, el cuchillo y las tijeras los cuchilleros, el telar los tejedores…— pero en la mayoría de ellos la pintura estaba desconchada. Las escasas posadas se anunciaban con rótulos que presentaban un estado igualmente ruinoso, y no daban la impresión de albergar muchos huéspedes. Muchas de las casitas apiñadas entre las posadas y comercios tenían boquetes en los tejados. Aquel barrio de Tear era pobre. Y, a juzgar por sus caras, no abundaba en él la gente que se afanaba por seguir luchando contra la adversidad. Se movían, trabajaban, pero casi todos habían sucumbido al desaliento. Fueron muy pocas las personas que dedicaron siquiera una mirada a las tres mujeres que iban a caballo en un lugar donde todo el mundo se trasladaba a pie.

Los hombres vestían calzones abombachados, por lo común atados en los tobillos, y sólo unos cuantos llevaban chaquetas, unas largas prendas oscuras ceñidas en los brazos y pechos y acampanadas debajo de la cintura. Había más hombres calzados con zapatos que con botas, pero la mayor parte andaban descalzos sobre el fango. Una buena cantidad de ellos iban con el torso desnudo y se sujetaban los calzones con una ancha faja, a veces coloreada y las más de las veces simplemente sucia. Algunos iban tocados con grandes sombreros cónicos de paja y, los menos, con gorras de paño ladeadas a un costado de la cara. Los vestidos de las mujeres eran de cuello alto que acababa justo debajo de la barbilla, con dobladillos que les rozaban el tobillo. Eran muchas las que llevaban cortos mandiles de colores pálidos, dos o tres superpuestos en algunos casos, más pequeños los de arriba, y la gran mayoría lucía el mismo sombrero de paja que los hombres, pero teñido a juego con los delantales.

Fue observando a una mujer como descubrió el método que tenían para resguardarse del barro los que iban calzados con zapatos. La mujer llevaba unas pequeñas plataformas de madera atadas a las suelas, que la levantaban un palmo del fango, y caminaba como si tuviera los pies firmemente plantados en el suelo. Después de ello, Egwene vio a otras personas que usaban las plataformas, varones y mujeres indistintamente. Algunas mujeres iban descalzas, pero no tantas como los hombres.

Estaba preguntándose en qué tienda venderían aquellas plataformas cuando de repente Nynaeve se desvió por un callejón que se abría entre una larga y estrecha casa de dos pisos y el establecimiento de un alfarero. Egwene cambió una mirada de extrañeza con Elayne, y las dos fueron tras ella. Aunque ignoraba adónde se dirigía y por qué motivo, por lo cual pensaba pedirle explicaciones más tarde, Egwene tampoco quería que se separaran.

El callejón desembocó de improviso en un pequeño patio trasero de una casa, limitado por los edificios contiguos. Nynaeve ya había desmontado y atado las riendas en una higuera, en un punto donde el semental no pudiera llegar hasta las verduras que crecían en un pequeño huerto que ocupaba la mitad del patio. Una hilera de losas formaba un camino que conducía a la puerta de atrás. Nynaeve se encaminó a ella y llamó.

—¿Qué sucede? —preguntó Egwene pese a sus propósitos—. ¿Por qué nos paramos aquí?

—¿No has visto las hierbas en las ventanas de delante? —Nynaeve volvió a llamar.

—¿Hierbas? —se extrañó Elayne.

—Una Zahorí —le explicó Egwene al tiempo que bajaba de lomos de Niebla y la ataba al lado del negro semental. «Gaidin no es un nombre apropiado para un caballo. ¿Acaso cree que no sé en referencia a quién se lo ha puesto?»—. Nynaeve ha encontrado una Zahorí, o una Buscadora, o como sea que las llamen aquí.

Una mujer abrió la puerta, sólo una rendija, para mirar recelosamente. Al principio Egwene pensó que era gorda, pero, cuando acabó de abrir la puerta, advirtió que, aunque sin duda era robusta, su manera de moverse delataba una buena musculatura. Parecía tan fuerte como la señora Luhhan, y algunos de los habitantes del Campo de Emond aseguraban que Alsbet Luhhan era casi tan forzuda como su marido. Ello no era cierto, pero tampoco se alejaba de la verdad.

—¿En qué puedo serviros? —preguntó la mujer con un acento como el de la Amyrlin. Tenía el pelo gris dispuesto en tupidos rizos que le caían a ambos lados de la cabeza y sus tres delantales, cada uno de ellos ligeramente más oscuro que el de abajo, eran de una tonalidad verde que incluso en el de arriba conservaba un matiz pálido—. ¿Cuál de vosotras me necesita?

—Yo —respondió Nynaeve—. Necesito algo para las náuseas. Y posiblemente también una de mis compañeras. Suponiendo, claro está, que hayamos llamado a la puerta adecuada.

—No sois tearianas —observó la mujer—. Debí suponerlo por vuestra ropa antes de que hablarais. Soy la madre Guenna. También me llaman Sabia, pero soy lo bastante vieja como para no considerarme capaz de curar todos los males. Entrad y os daré un remedio para el estómago.

Era una pulcra cocina, no muy grande, con cazuelas de cobre colgadas de la pared y hierbas secas y embutidos del techo. Varios elevados armarios de madera clara tenían las puertas esculpidas en forma de largos y esbeltos tallos. La mesa estaba casi blanca de tanto fregarla y los respaldos de las sillas estaban adornados con grabados de flores. Encima de la estufa hervía una olla de sopa, de pescado, a juzgar por su olor, y una hervidora con pitorro comenzaba a desprender vapor. No había fuego en la chimenea, detalle del cual se felicitó Egwene, pues ya la estufa mantenía más que caldeado el ambiente, pese a que la madre Guenna no diera señales de tener el más mínimo calor.

En la repisa se alineaban los platos, y había más apilados en estantes a ambos lados. El suelo parecía recién barrido.

La madre Guenna cerró la puerta tras ellas. —¿De qué me haréis la tisana? —preguntó Nynaeve mientras aquélla atravesaba la cocina en dirección al armario—. ¿De achicoria, o de serpol?

—De cualquiera de las dos si las tuviera. —La madre Guenna tomó una jarra de barro de los estantes—. Como no he tenido tiempo de recolectar últimamente, os administraré una infusión de raíz de imperatoria.

—No la conozco bien —admitió Nynaeve.

—Da los mismos resultados que la achicoria, pero tiene un gusto amargo que no agrada a todo el mundo. —La corpulenta mujer puso las hojas secas en una tetera azul y la llevó junto al fuego para añadirle el agua caliente—. ¿Sois del oficio? Sentaos. — Señaló la mesa con una mano con la que asía dos tazas glaseadas de azul que había cogido de la repisa—. Sentaos y charlaremos. ¿Cuál de vosotras tiene también desarreglado el estómago?

—Yo estoy bien —declaró despreocupadamente Egwene, tomando asiento—. ¿Estás tú mareada, Caryla? —La heredera del trono sacudió la cabeza con un pequeño indicio de exasperación.

—Da igual. —La teariana de pelo gris sirvió una copa del oscuro líquido a Nynaeve y luego se sentó frente a ella—. He preparado para dos, pero la tisana de imperatoria se conserva aún más que el pescado salado. También surte más efecto cuanto más reposada está,

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