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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 105
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barba casi rasurada tenía una franja blanca en la barbilla. Considerado en su totalidad, ofrecía el aspecto de un hombre duro, habituado al mando.

—Sí, Gran Amo —dijo de repente, y Mat casi se soltó del alféizar. Pensaba que aquél era el individuo de voz profunda, pero la que acababa de oír era la que sonaba acobardada. Ahora no tenía ese matiz de humildad, pero era la misma—. Se hará como vos decís, Gran Amo —repitió con amargura—. Yo mismo decapitaré a esas tres jovencitas, ¡En cuanto las encuentre! —Salió con paso firme por la puerta, y Mat volvió al suelo.

Permaneció un momento acurrucado detrás de la rosaleda. Había alguien en palacio que quería ver muerta a Elayne y que, de paso, había sentenciado también a Egwene y Nynaeve. «¿Qué diablos estarán haciendo, de camino a Tear?» Tenían que ser ellas.

Sacó la carta de la heredera del trono del forro de la chaqueta y la miró con entrecejo fruncido. Tal vez, con ella en la mano, Morgase lo creería. Describiría a uno de los hombres. En todo caso, ya no le quedaba tiempo para seguir escondiéndose. Aquel corpulento individuo podría partir hacia Tear antes incluso de que él encontrara a Morgase e, hiciera lo que hiciera ésta, no habría entonces garantía de poder detenerlo.

Haciendo acopio de aire, Mat se coló entre dos de las celosías a las que se encaramaban los rosales, a costa de algunos pinchazos y enganchadas, y se puso a caminar por la avenida de losas tras los soldados. Sosteniendo la carta de Elayne ante él de modo que el sello con el lirio dorado fuera visible, repasó mentalmente lo que se proponía decir. Cuando pretendía ocultarse, los guardias surgían por todas partes como setas después de la lluvia, pero ahora recorrió una buena parte del jardín sin ver siquiera uno. Pasó frente a varias puertas. Pese a ser consciente del riesgo en que incurriría penetrando en el palacio sin permiso, estaba planteándose seriamente entrar por una de ellas cuando ésta se abrió y de ella salió un joven oficial sin yelmo que llevaba un nudo dorado en el hombro.

El hombre llevó de inmediato la mano a la empuñadura de la espada y, para cuando Mat le hubo mostrado la carta, ya había desenfundado parte de su hoja.

—Elayne, la heredera del trono, envía esta carta a su madre, la reina Morgase, capitán. —Asía el sobre de forma que el sello con el lirio quedara en lugar prominente.

El oficial miró rápidamente a uno y otro lado con sus oscuros ojos, como para comprobar si había más gente.

—¿Cómo has entrado en este jardín? —No desenvainó más la espada, pero tampoco la enfundó—. Elber está en las puertas de afuera. Aunque es un idiota, no habría permitido que nadie se paseara a su antojo por el palacio.

—¿Un gordo con ojos de ratón? —Mat maldijo su precipitación al hablar, pero el oficial asintió con la cabeza; esbozó también una sonrisa, aun cuando ello no afectó a su actitud vigilante y recelosa—. Se ha enfadado al enterarse de que venía de Tar Valon y no me ha dado siquiera ocasión de enseñar la carta ni de mencionar el nombre de la heredera del trono. Como me ha amenazado con arrestarme si no me iba, he escalado la pared. Prometí que entregaría esto a Morgase en persona, capitán. Lo prometí, y yo siempre cumplo mis promesas. ¿Veis el sello?

—Otra vez ese maldito muro del jardín —murmuró el oficial—. Deberían triplicar su altura. —Fijó la mirada en Mat—. Teniente de la guardia, no capitán. Soy el teniente de guardia Tallanvor. Reconozco el sello de la heredera del trono. —La hoja de su espada volvió a quedar finalmente cubierta por la vaina. Tendió una mano, la izquierda—. Dame la carta y yo se la llevaré a la reina. Después de acompañarte afuera. No todo el mundo te trataría tan bien si te encontrara vagando por aquí.

—Prometí ponerla yo mismo en sus manos —adujo Mat. «Luz, nunca pensé que podrían impedirme que se la diera»—. Se lo prometí a la heredera del trono.

Mat apenas había advertido que Tallanvor había movido la mano cuando ya la espada del oficial le tocaba el cuello.

—Te llevaré a presencia de la reina, campesino —acordó quedamente Tallanvor—. Pero has de saber que te cortaré la cabeza sin darte tiempo a pestañear si se te ocurriera tan sólo hacerle daño.

Mat esbozó la mejor de sus sonrisas, sintiendo la afilada hoja en la piel del cuello.

—Soy un buen andoriano —aseveró— y un fiel súbdito de la reina, que la Luz ilumine. Hombre, si hubiera estado aquí en invierno, habría seguido seguramente a lord Gaebril.

Tallanvor lo miró con expresión tensa y por fin retiró la espada. Mat tragó saliva y contuvo el impulso de tocarse la garganta para ver si tenía algún corte.

—Quítate la flor del pelo —indicó Tallanvor mientras enfundaba el arma—. ¿Crees que has venido aquí a cortejar a alguien?

Mat siguió su consejo y se puso a caminar tras el oficial. «¡Mira que ponerme una flor en el pelo! Ahora debo dejar de cometer estupideces.»

No era exactamente que siguiera a Tallanvor, pues éste no le quitaba ojo de encima aun cuando fuera delante. En realidad formaban una extraña procesión, con el oficial a la cabeza y a la vez a un lado, medio girado por si acaso Mat intentaba algo. Mat por su parte trataba de adoptar una apariencia tan inocente como un bebé chapoteando en una bañera.

Los coloridos tapices de las paredes habrían supuesto una buena cantidad de plata a sus tejedores, y también las alfombras que cubrían las blancas baldosas del suelo, incluso allí en los pasillos. Había oro y plata por doquier, platos, tazones y tazas, sobre arcones y en vitrinas de madera pulida, tan delicados como las piezas que había visto en la Torre. Había un continuo trasiego de criados vestidos con libreas rojas con el León Blanco de Andor bordado en el pecho y blanco encaje en el cuello y los puños. Se descubrió preguntándose si Morgase jugaría a los dados. «Vaya idea. Las reinas no se juegan nada a los dados. Pero apuesto a que cuando le entregue esta carta y le diga que alguien de palacio pretende matar a Elayne, me dará una pesada bolsa de dinero.» Fantaseó un momento acerca de la posibilidad de obtener un título nobiliario, diciéndose que no era descabellado que el hombre que descubriera una conspiración de asesinato contra la heredera del trono recibiera una recompensa de ese tipo.

Tallanvor lo condujo por tantos corredores y a través de tantos patios que empezaba a dudar si sería capaz de encontrar la salida por sí solo cuando de improviso entraron en un patio en el que no sólo había criados; estaba rodeado de una columnata, y en el centro había un estanque redondo con peces blancos y amarillos que nadaban bajo las carnosas hojas y las blancas flores flotantes de los lirios de agua. Varios hombres con abigarradas chaquetas bordadas en oro y plata y mujeres con amplios vestidos aún más profusamente adornados hacían deferente compañía a una mujer de pelo dorado rojizo que, sentada en el borde del estanque, tocaba con la punta de los dedos el agua, mirando tristemente a los peces que se acercaban a ellos con la esperanza de recibir comida. En el tercer dedo de la mano izquierda llevaba un anillo con la forma de la Gran Serpiente. A su lado había un hombre moreno de elevada estatura vestido con una chaqueta cuya seda roja casi ocultaban por completo las hojas y volutas incrustadas en ella, pero fue la mujer quien retuvo la atención de Mat.

No tuvo necesidad de reparar en la guirnalda de delicadas rosas de oro que la coronaba, ni en la roja estola que pendía sobre su vestido blanco con rayas rojas longitudinales en las que se repetían, bordados, los Leones de Andor, para saber que se hallaba ante Morgase, por la gracia de la Luz, reina de Andor, Defensora del Reino, Protectora del Pueblo, Cabeza Insigne de la casa Trakand. Tenía el rostro y la belleza de Elayne, pero era lo que Elayne sería en la plenitud de su madurez. Las otras mujeres quedaban en segundo plano, difuminadas por su sola presencia.

«Bailaría una giga con ella, y también le daría un beso a la luz de la luna, tenga los años que tenga.» Volvió a tomar conciencia de la realidad. «¡Recuerda bien quién es!»

Tallanvor flexionó una rodilla y apoyó un puño en las blancas losas del suelo. — Mi reina, he acompañado hasta aquí a un mensajero que trae una carta de lady Elayne.

Mat observó la postura del oficial y después se contentó con realizar una profunda reverencia.

—De la heredera del trono… eh… mi reina.

Tendió la carta hacia adelante, de modo que quedara visible la dorada cera del sello. «En cuanto la haya leído y sepa que Elayne está bien, se lo diré.» Morgase clavó sus oscuros ojos azules en él. «¡Luz! En cuanto se le haya pasado el mal humor.»

—¿Traéis una carta de la granuja de mi hija? —Aunque su tono era frío, presagiaba un arrebato de cólera—. ¡Eso debe de representar que sigue viva al menos! ¿Dónde está?

—En Tar Valon, mi reina —consiguió articular. «Luz, cómo me gustaría ver un duelo de miradas entre ella y la Amyrlin.» Bien pensado decidió que preferiría no presenciarlo—. Al menos estaba allí cuando yo me fui.

Morgase efectuó un impaciente gesto, y Tallanvor se levantó para tomar la misiva de manos de Mat y entregársela a ella. Miró, ceñuda, un instante el precinto en relieve de lirio y luego lo rompió con un seco movimiento de muñecas. Mientras leía, murmuraba para sí, sacudiendo la cabeza a cada línea.

—Veremos si mantiene su palabra… —Su expresión se animó de repente—. Gaebril, la han ascendido a Aceptada. Lleva menos de un año en la Torre y ya la han promovido. —La sonrisa se esfumó tan de improviso como había aparecido y sus labios se fruncieron—. Cuando le ponga las manos encima a esa descarriada muchacha, deseará volver a ser una novicia.

«Luz —se alarmó Mat—, ¿no habrá nada que la ponga de buen humor?» Aunque estaba resuelto a revelar lo que había escuchado, lo angustiaba tener que hacerlo cuando ella parecía tan airada como para mandar a alguien al patíbulo.

—Mi reina, por azar he oído…

—Silencio, muchacho —indicó tranquilamente el individuo moreno de la chaqueta con incrustaciones de oro. Era un hombre de buen ver, casi tan atractivo como Galad y con una apariencia casi igual de juvenil, a pesar de las canas que entreveraban sus sienes, pero en mayor escala, de una estatura superior a la de Rand y un torso tan desarrollado como el de Perrin—. Escucharemos lo que tienes que decirnos dentro de un momento. —Alargó la mano y le quitó a Morgase la carta de la mano. Ella clavó una airada mirada en él, y Mat percibió un inminente empeoramiento de su genio, pero el hombre posó una fuerte mano en su hombro, sin apartar los ojos de lo que leía, disipando la furia de Morgase—. Al parecer ha vuelto a abandonar la Torre —dijo—. Al servicio de la Sede Amyrlin. Esa mujer ha vuelto a propasarse, Morgase.

A Mat no le costó esfuerzo mantener la boca cerrada. «Suerte.» Tenía la lengua pegada al paladar. «A veces no sé si es bueno o malo.» Aquel hombre era el de la voz profunda que había oído antes, el «Gran

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