a ningún guardia.
«Bien pensado, prefiero no saber qué embustes ha propagado sobre mí ese tipo.» Los dos hombres se quedaron mirándolo como si se hubiera vuelto loco.
—¿Cómo demonios —dijo Gill— vas a entrar en el palacio real sin que te den entrada los guardias? —Se le desorbitaron los ojos como si se acordara de algo—. Luz, no pretenderás… ¡Chico, necesitarías la propia suerte del Oscuro para salir con vida!
—¿De qué estás hablando ahora, Basel? Mat, ¿qué locura te propones hacer?
—La suerte está conmigo, maese Gill —lo tranquilizó Mat—. Vos tenedme la cena preparada para cuando vuelva.
Al levantarse, cogió el cubilete y arrojó los dados al lado del tablero para comprobar su buena fortuna. El gato bajó de un salto y se puso a bufar con el lomo arqueado. Los cinco dados quedaron inmóviles, todos con la cara con un punto boca arriba. «Los Ojos del Oscuro.»
—Ésa es la mejor tirada o la peor —señaló Gill—. Depende del juego en el que se obtenga. Chico, me parece que quieres participar en un juego peligroso. ¿Por qué no te llevas ese cubilete a la sala y pierdes unas cuantas monedas de cobre? Tienes pinta de ser aficionado al juego. Yo me ocuparé de que la carta llegue a palacio.
—Coline quiere que limpiéis los desagües —le informó Mat, y se volvió hacia Thom mientras el posadero aún pestañeaba y murmuraba para sí—. No parece que haya gran diferencia entre que me claven una flecha tratando de hacer llegar la carta a Morgase o un cuchillo en la espalda mientras espero. Son seis contra seis. Tenedme la comida a punto, Thom. —Arrojó un marco de oro en la mesa delante de Gill—. Haced que lleven mis cosas a una habitación, posadero. Si se precisa más dinero, ya os lo daré. Tened cuidado con ese rollo; asusta sobremanera a Thom.
—Siempre me había parecido que ese chico era un tunante —oyó al salir que decía Gill a Thom—. ¿De dónde ha sacado ese oro?
«Siempre gano, de ahí sale el oro —pensó lúgubremente—. Sólo tengo que ganar otra vez, y habré cumplido de una vez por todas con Elayne, y se acabó para mí toda conexión con la Torre Blanca. Sólo una vez más.»
CAPÍTULO 46 Un mensaje de la Sombra
Mientras enfilaba sus pasos de regreso a la Ciudad Interior, Mat ya no estaba tan seguro de que su plan fuera a dar resultado. Si lo que le habían dicho era cierto, funcionaría, pero sus dudas se centraban en la veracidad de aquella información. Evitando cruzar la plaza ovalada, fue rodeando los muros exteriores del gran conjunto arquitectónico pasando por calles que seguían las curvas de los contornos de las colinas. Las doradas cúpulas del palacio relucían, burlonamente fuera de alcance. Casi había dado la vuelta completa y se hallaba de nuevo cerca de la plaza, cuando la vio: una escarpada pendiente cubierta de flores, que mediaba desde la calle hasta una blanca pared de tosca piedra. Sobre el remate asomaban varias frondosas ramas de árboles, y a corta distancia se advertían las copas de otros que crecían, sin duda, en un jardín del palacio real. «Una pared que imita un acantilado —pensó—, y un jardín al otro lado. Puede que Rand dijera la verdad.»
Miró con disimulo a ambos lados, cerciorándose de que no había nadie. Debería apresurarse, pues las curvas le impedían ver a lo lejos; en cualquier momento podía llegar alguien. Trepó a gatas la cuesta, sin tomar precauciones para no aplastar las flores blancas y rosa. La rugosa piedra de la pared proporcionaba gran cantidad de asideros, salientes y agujeros donde apoyar las botas.
«Una negligencia por su parte facilitar así la escalada», se dijo. Por un momento el ascenso lo devolvió a Dos Ríos y se sumió en la evocación de la excursión que habían realizado con Rand y Perrin hasta más allá de las Colinas de Arena, en las estribaciones de las Montañas de la Niebla. De vuelta al Campo de Emond, habían sido objeto de las iras de todo el pueblo —particularmente él, ya que todos daban por supuesto que él había sido el instigador de la escapada—. El castigo no había enturbiado, empero, el placentero recuerdo de aquellos tres días que habían pasado escalando paredes y riscos, durmiendo a la intemperie, comiendo huevos robados en los nidos, urogallos de alas grises cazados con una flecha o una piedra disparada con una honda y conejos atrapados con trampas, sin parar de reír y bromear acerca de los tontos que creían que aquellas montañas eran de mal agüero y sobre la posibilidad de encontrar un tesoro. De aquella expedición había llevado a casa una extraña piedra que tenía impreso el esqueleto de un pez de considerable tamaño, una larga pluma blanca de la cola de un águila ratera y un trozo de piedra blanca tan grande como su mano que daba la impresión de ser una oreja esculpida. Él pensaba que parecía una oreja, aun cuando Rand y Perrin fueran de opinión contraria, y Tam al’Thor había dicho que podía serlo.
Los dedos le resbalaron en una profunda estría, perdió el equilibrio y se le fueron los pies. Desesperadamente, logró asirse a la parte superior de la pared y subió a pulso a ella. Permaneció tendido allí un momento, recobrando aliento. Aunque no estaba a una altura excesiva, podría haberse roto el cráneo de haber caído. «Estúpido, distraerme de ese modo. A punto estuve de romperme la crisma en esos acantilados por la misma razón. Eso pasó hace mucho tiempo.» De todas formas, su madre habría tirado seguramente aquellos objetos. Dirigiendo una última mirada a uno y otro lado para comprobar que nadie lo había visto, saltó adentro del recinto de palacio.
Era un gran jardín, con avenidas enlosadas cubiertas con cenadores de parras entre macizos de césped y árboles. Había flores por doquier, blancos botones orlando los perales y salpicaduras blancas y rosa en las copas de los manzanos. Rosas de todos los colores, brillantes narcisos amarillos, glorias de Emond púrpuras, y muchas otras que no conocía. Había algunas plantas de las que dudó si no eran artificiales. Una tenía unas estrafalarias flores escarlata y dorado que casi parecían pájaros y otra sólo se diferenciaba de un girasol por el desmesurado diámetro, de más de medio metro, de sus flores y la impresionante altura de sus tallos, altos como un Ogier.
Oyó un crujido de botas en las losas y se agachó detrás de un arbusto situado junto a la pared al tiempo que pasaban dos guardias con largas chorreras blancas sobre los petos. No habían lanzado ni una mirada en la dirección donde se encontraba, de lo cual se felicitó sonriente. «Suerte. Con un poco de suerte, no me verán hasta que entregue la maldita carta a Morgase.»
Se deslizó por el jardín igual que una sombra, como si acechara conejos, quedando petrificado al lado de un matorral o pegado al tronco de un árbol cuando oía pasos. Otras dos parejas de soldados recorrieron las avenidas, la segunda de ellas tan cerca de él que hubiera podido tocarlos con sólo dar dos pasos. Mientras se alejaban entre los setos y los árboles, cogió una flor de frágiles pétalos rojos y se la puso sonriendo en el pelo. Aquello era más divertido que robar pasteles de manzana los días anteriores a la fiesta solar, y más fácil. Las mujeres siempre mantenían una férrea vigilancia sobre sus pasteles, mientras que aquellos estúpidos militares no despegaban los ojos de las losas del suelo.
No tardó en llegar junto a la blanca pared del palacio propiamente dicho, y se deslizó a lo largo de ella oculto tras una hilera de rosales trepadores agarrados a una celosía. Había un gran número de ventanas arqueadas justo encima de su cabeza, pero previó que sería más complicado explicar su intromisión por una ventana que por una puerta. Aparecieron dos soldados más y se quedó inmóvil, calculando que pasarían a tres pasos de distancia de él. Por la ventana que había arriba llegaban las voces de dos hombres, emitidas en el volumen justo que le permitía distinguir las palabras.
—… de camino a Tear, Gran Amo —decía uno con tono asustado y obsequioso.
—Que desbaraten sus planes, si pueden. —Aquella voz era más fuerte y profunda, propia de un hombre acostumbrado a mandar—. Le estará bien merecido si tres chicas inexpertas son capaces de hacer fracasar sus propósitos. Siempre fue un necio, y continúa siéndolo. ¿Se sabe algo del muchacho? Él es quien puede destruirnos a todos.
—No, Gran Amo. Ha desaparecido. Pero, Gran Amo, una de las muchachas es la hija de Morgase.
Mat estuvo a punto de girarse antes de volver a hacerse cargo de la situación. Los soldados, cada vez más cerca de él, no parecían haber percibido su súbito movimiento entre la espesura de los tallos de los rosales. «¡Moveos, idiotas! ¡Idos y dejadme ver quién es este individuo!» Se había perdido parte de la conversación.
—… se ha mostrado demasiado impaciente desde que recobró la libertad — criticaba la profunda voz—. Aún no ha aprendido que los mejores planes tardan en madurar. Quiere comerse el mundo en un día, y apoderarse de Callandor además. ¡El Gran Señor lo condene! Cabe la posibilidad de que haga prisionera a la muchacha e intente utilizarla, cosa que podría ser perjudicial para mis propios planes.
—Como vos digáis, Gran Amo. ¿Debo ordenar que se la lleven de Tear?
—No. Si se enterara, ese necio lo interpretaría como un acto de enemistad contra él. ¿Y quién puede saber lo que ha decidido vigilar aparte de la espada? Encargaos de que muera discretamente, Comar. Que su muerte no atraiga la menor atención. —Su risa cavernosa sonó rica en matices—. Esas ignorantes mujeres de la Torre tendrán serias dificultades para hacer que vuelva a la vida después de esta desaparición. Bien mirado, eso jugará también a nuestro favor. Cumplid con presteza esta orden. Rápidamente, sin dar tiempo a que la atrape él.
Los dos soldados estaban casi a su lado; Mat maldijo la lentitud de su paso.
—Gran Amo —observó con incertidumbre el otro desconocido—, tal vez no sea tan sencillo. Sabemos que se dirige a Tear, pero el barco en el que viajaba fue localizado en Aringill, y para entonces las tres lo habían abandonado ya. Ignoramos si ha tomado otra embarcación o si prosigue a caballo. Y tal vez cueste encontrarla una vez que se halle en Tear, Gran Amo. Puede que si vos…
—¿Es que ahora no hay más que ineptos en el mundo? —exclamó ásperamente la autoritaria voz—. ¿Creéis que podría trasladarme a Tear sin que él se enterara? Por el momento, no quiero enfrentarme a él. Traedme la cabeza de la muchacha, Comar. ¡Traedme las tres cabezas, o de lo contrario rogaréis para que yo os arranque la vuestra!
—Sí, Gran Amo. Se hará como decís. Sí. Sí.
Los guardias pasaron junto a él, sin desviar la vista del frente, y Mat sólo aguardó a verles las espaldas para saltar y agarrarse a la gruesa piedra del alféizar y auparse a una altura que le permitiera mirar por la ventana.
Apenas si reparó en la alfombra tarabonesa de flecos del suelo, por la que alguien habría pagado una abultada bolsa de plata. Una de las grandes puertas esculpidas estaba cerrándose. Un hombre alto, ancho de hombros y con una amplia caja torácica que tensaba la verde seda de su chaqueta bordada con hebras de plata miraba fijamente la puerta con oscuros ojos azules. Su negra