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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 102
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bonitas siempre me traen complicaciones»—. ¿Os han quedado ganas de dormir después de esto?

—Con la imperturbabilidad de un inocente bebé. Pero si quieres cabalgar, cabalgaré.

El rostro de una hermosa mujer flotaba en la mente de Mat, con una daga clavada en la garganta. «No habéis tenido suerte, bella mujer.»

—¡Entonces en marcha! —dijo con furia.

CAPÍTULO 45 Caemlyn

Pese a los vagos recuerdos que guardaba de Caemlyn, cuando llegaron a sus afueras poco después del amanecer, Mat tuvo la impresión de no haber estado nunca allí. Desde las primeras luces del día, el camino había estado frecuentado, y ahora se hallaban rodeados de jinetes, caravanas de carros de mercancías y de transeúntes que se dirigían en fila a la gran ciudad. Construida sobre colinas, era sin lugar a dudas tan grande como Tar Valon, y fuera de sus imponentes murallas —unos muros de quince metros de altura de piedra grisácea veteada de blanco y plata que resplandecían bajo el sol, salpicados de altas torres redondas en las que ondeaba, en blanco sobre fondo rojo, el estandarte del León de Andor—, fuera de aquellas murallas era como si hubiera crecido una gran ciudad circundante, con paredes de ladrillo rojo, piedra gris y yeso blanco, posadas intercaladas con casas de tres o cuatro plantas tan lujosas que seguramente pertenecían a ricos comerciantes, tiendas con artículos expuestos en mesas debajo de toldos apiñados al lado de grandes almacenes sin ventanas. A ambos lados del camino, bajo tejadillos de tejas rojas y púrpura, tenía lugar un animado mercadeo; los hombres y mujeres pregonaban ya sus mercancías y regateaban a voz en grito, y a la algarabía se sumaban las voces de los terneros, corderos, cabras y cerdos encerrados en corrales y las ocas, pollos y patos enjaulados. Le parecía recordar que había encontrado demasiado ruidosa a Caemlyn durante su estancia anterior; ahora sus sonidos eran como el latido de un corazón que bombeaba riqueza.

El camino conducía a unas puertas arqueadas de seis metros de altura que vigilaban los guardias de la reina, vestidos con sus habituales chaquetas rojas y sus resplandecientes petos, los cuales no repararon especialmente en Thom ni en él, ni siquiera en la barra que llevaba inclinada en la silla frente a él; al parecer, lo único que les interesaba era que no se interrumpiera el tráfico. Así entraron en Caemlyn. En su interior se alzaban esbeltas torres aun más elevadas que las que bordeaban las murallas y las cúpulas; blancas y doradas, brillaban por encima de las calles rebosantes de gente. Justo después de las puertas el camino se bifurcaba en dos calles paralelas, separadas por un ancho parterre con hierba y árboles. Los cerros de la ciudad incrementaban escalonadamente su altura en dirección a un pico, rodeado por otra muralla, de color blanco tan rutilante como la de Tar Valon, sobre la que despuntaban más cúpulas y torres. Aquélla era la Ciudad Interior, recordó Mat, y encima de aquellas colinas más elevadas se hallaba el palacio real.

—No tiene sentido esperar —dijo a Thom—. Llevaré directamente la carta. — Observó las sillas de manos y los carruajes que se abrían paso entre el gentío, las tiendas que exhibían mercancías—. Un hombre podría ganar una buena cantidad de oro en esta ciudad, Thom, si encuentra compañeros de juego, con dados o con cartas.

No era tan hábil con las cartas como con los dados, pero de todas formas éstas sólo eran de uso frecuente entre los nobles y los ricos. «Ahora bien, ése es el tipo de personas con las que me conviene jugar.»

Thom bostezó y se embozó con su capa de juglar como si fuera una manta.

—Hemos cabalgado toda la noche, chico. Vayamos a comer primero al menos. En La Bendición de la Reina cocinan bien. —Volvió a bostezar—. Y también tienen buenas camas.

—La recuerdo —afirmó tras un instante Mat. En cierto sentido, era verdad. El posadero, maese Gill, era un hombre gordo de pelo gris. Moraine se había reunido con Rand y con él allí, cuando creía que se habían librado finalmente de ella. «Ahora está en otra parte, jugando con Rand. Ya no tengo nada que ver con ella»—. Nos encontraremos allí, Thom. He dicho que me quitaría esta carta de las manos una hora después de llegar y pienso cumplirlo. Id vos delante.

Thom asintió y volvió grupas.

—No vayas a perderte, muchacho —le gritó entre un nuevo bostezo—. Es una ciudad muy grande, Caemlyn.

«Y también rica.» Mat espoleó su montura y se alejó por la abarrotada calle. «¡Perderme! Sé cómo encontrar el camino.» La enfermedad parecía haber borrado parcialmente los recuerdos. Podía mirar, por ejemplo, una posada cuyo piso superior sobresalía en todo su perímetro sobre la planta baja y su letrero crujiendo balanceado por la brisa, y recordar haberlo visto antes y, sin embargo, no reconocer ningún otro edificio visible desde el mismo lugar. Un centenar de metros de calle podían aflorar inopinadamente a su memoria, mientras que los trechos anteriores y posteriores seguían siendo tan misteriosos como los dados que aún estaban dentro del cubilete.

Aun con tales lagunas en la memoria tenía la certeza de no haber estado nunca en la Ciudad Interior ni en el palacio real —«¡No habría podido olvidarlo!»—, lo cual no suponía ningún problema, pues no tenía necesidad de recordar el camino. Las calles de la Ciudad Nueva —recordó de repente aquel nombre que designaba la parte de Caemlyn que contaba con menos de dos mil años de antigüedad— estaban caprichosamente distribuidas, pero las avenidas principales desembocaban todas en la Ciudad Interior. Los guardias de las puertas no se molestaban en parar a nadie.

En el interior de aquellos muros blancos había edificios que apenas habrían desentonado en Tar Valon. Remontando colinas, en los recodos de las curvadas calles se advertían de improviso delgadas torres, cuyas paredes embaldosadas refulgían con cientos de colores distintos bajo la luz del sol, o vistas panorámicas de toda la ciudad que abarcaban, asimismo, las ondulantes llanuras y bosques aledaños a ella. En realidad no importaba qué calle tomara allí, puesto que todas ascendían en espiral hacia el lugar que buscaba: el palacio real de Andor.

Al cabo de poco ya estaba cruzando la inmensa plaza ovalada que se extendía ante el palacio, cabalgando en dirección a sus altas puertas doradas. El palacio de purísima piedra blanca de Andor se hallaba ciertamente en condiciones de rivalizar con las maravillas de Tar Valon, respaldado por sus esbeltas agujas y doradas cúpulas resplandecientes, sus elevados balcones y sus fachadas profusamente trabajadas. La hoja de oro de una de aquellas cúpulas habría bastado para mantenerlo con un lujoso tren de vida durante un año.

La explanada estaba casi solitaria, como si estuviera reservada para las grandes ocasiones. Delante de la puerta había una docena de guardias, todos con los arcos inclinados exactamente en el mismo ángulo sobre los relucientes petos y las caras ocultas bajo los barrotes de acero de sus bruñidos yelmos. Un rechoncho oficial, con la roja capa echada hacia atrás para dejar al descubierto el nudo de trenza dorada que llevaba prendido al hombro, se paseaba frente a la hilera de hombres, observándolos

uno por uno como si pretendiera descubrir en ellos alguna mota de polvo o de óxido.

—Buenos días tengáis, capitán —saludó sonriente Mat, tirando de las riendas. El oficial se volvió y lo miró por las rendijas de la visera con hundidos ojos saltones, como un gordo ratón enjaulado. Era mayor de lo que había pensado —en todo caso lo bastante como para tener un rango superior al que ostentaba— y obeso, más bien que corpulento.

—¿Qué quieres, granjero? —preguntó sin contemplaciones.

Mat respiró hondo. «No te precipites. Impresiona a este idiota para que no te tenga esperando todo el día. No quiero tener que sacar precipitadamente el documento de la Amyrlin para impedir que me eche de un puntapié.»

—Vengo de Tar Valon, de la Torre Blanca, y traigo una carta de…

—¿Que vienes de Tar Valon, granjero? —La voluminosa panza del oficial se agitó con la risa, pero después sus carcajadas se interrumpieron bruscamente al tiempo que le asestaba una furibunda mirada—. ¡No queremos cartas de Tar Valon, granuja, suponiendo que traigas una! Nuestra buena reina, la Luz la ilumine, no recibirá mensajes de la Torre Blanca hasta que le hayan restituido a la heredera del trono. Que yo sepa, los mensajeros de la Torre no llevan chaqueta y calzones de campesino. Está claro que eres un pilluelo que piensa ganar unas cuantas monedas viniendo aquí con la pretensión de entregar una carta, ¡pero tendrás suerte de no acabar dando con los huesos en una celda de la cárcel! ¡Si vienes de Tar Valon, vuelve a decirle a la Torre que devuelvan a la heredera del trono antes de que vayamos a buscarla nosotros! ¡Si eres un tramposo que va en busca de dinero, quítate de mi vista antes de que ordene que te azoten hasta dejarte medio muerto! ¡En todo caso, largo de aquí, patán!

—La carta es de ella —se apresuró a declarar Mat, que había tratado de filtrar una palabra desde el inicio de la perorata del oficial—. Es de…

—¿No te he dicho que te vayas, rufián? —bramó el gordo, cuyo rostro estaba poniéndose casi tan rojo como su chaqueta—. ¡Largo de mi vista, rata de alcantarilla! ¡Si no te has marchado cuando acabe de contar diez, te arrestaré por ensuciar la plaza con tu presencia! ¡Uno! ¡Dos!

—¿Sabéis contar hasta diez, gordo inmundo? —espetó Mat—. Os digo que Elayne envía…

—¡Guardias! —El oficial tenía la cara púrpura ahora—. ¡Prended a este hombre con cargo de Amigo Siniestro!

Mat titubeó un momento, con la confianza de que nadie podía tomar en serio tal acusación, pero los guardias, una docena de hombres acorazados con petos y yelmos, se abalanzaron hacia él y optó por espolear el caballo y partir al galope seguido por los gritos de su obeso superior. Aunque no era un ejemplar de carrera, el caballo castrado no tuvo dificultad en tomar distancia frente a los hombres a pie. La gente se apartaba de su camino por las sinuosas calles, amenazándolo con el puño y gritándole tantos insultos como había proferido contra él el oficial.

«Estúpido —pensó, refiriéndose al gordo oficial. Y luego agregó otra imprecación dirigida a sí mismo—. Lo que tenía que hacer era pronunciar su condenado nombre en primer lugar. “Elayne, la heredera del trono de Andor, envía esta carta a su madre, la reina Morgase.” Luz, ¿quién iba a pensar que habrían adoptado esta actitud respecto a Tar Valon?» Por lo que recordaba de su última estancia allí, los guardias dispensaban a las Aes Sedai y la Torre Blanca un respeto casi igual al que profesaban por Morgase. «Elayne podría haberme prevenido, maldita sea —pensó con furia y, a regañadientes, reconoció—: Yo también podría haberle preguntado a ella.»

Antes de llegar a las arqueadas puertas que daban paso a la Ciudad Nueva, redujo el paso. Era improbable que los guardias del palacio lo persiguieran todavía y no era conveniente atraer la atención de los de la puerta pasando al galope ante ellos, pero lo cierto fue que no se fijaron en ningún momento en él.

Mientras pasaba bajo el amplio arco, esbozó una sonrisa y a punto estuvo de volver sobre sus pasos. De improviso había recordado algo y había concebido una idea que lo atraía mucho más que la perspectiva de atravesar las puertas de palacio, una opción que le hubiera parecido preferible incluso si el rechoncho oficial no hubiera estado vigilándolas.

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