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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 101
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quien hizo sonar el Cuerno de Valere.

Zarina sofocó un grito.

—¿Que lo hizo sonar? ¿Alguien lo ha encontrado ya?

Sin hacerle el menor caso, la Aes Sedai clavó fijamente la mirada en los ojos de Perrin, que brillaban como oro bruñido en la oscuridad.

—Una vez más los acontecimientos se me adelantan. No me gusta esto. Y a ti tampoco debería gustarte. Si los acontecimientos me superan, podrían muy bien dejarte en el camino a ti, y al resto del mundo contigo.

—Nos quedan muchas leguas hasta Tear —señaló Lan, ya a caballo—. La sugerencia del Ogier es acertada.

Al cabo de un momento Moraine irguió la espalda y tocó las costillas de la yegua con los talones. Para cuando Perrin hubo soltado la cuerda del arco y tomado las riendas de Brioso, que sostenía Loial, ya se encontraba en mitad de la ladera del montículo. «¡Condenada Moraine! ¡Encontraré las respuestas en algún sitio!»

Recostado sobre un tronco caído, aún con la humedad calada en los huesos pese a que las lluvias habían cesado tres días antes, Mat disfrutaba del calor de la fogata, aunque en ese preciso momento apenas si reparaba en sus ondulantes llamas. Examinó con aire pensativo el pequeño cilindro encerado que tenía en la mano. Thom, concentrado en afinar su arpa, refunfuñaba entre dientes acerca de la lluvia y la humedad, sin mirar para nada a Mat. Los grillos cantaban en el oscuro bosquecillo que los rodeaba. Sorprendidos por el crepúsculo entre dos poblaciones, habían elegido aquel soto alejado del camino. Las dos noches anteriores habían tratado de ofrecer una suma de dinero a cambio de una habitación, y en ambas ocasiones un granjero les había azuzado los perros.

Mat desenfundó su cuchillo y vaciló un momento. «Es cuestión de suerte. Dijo que sólo explotaba a veces. Suerte.» Con todo el cuidado posible, rajó longitudinalmente el tubo. Era un tubo y, tal como había previsto, de papel —allá en el pueblo había encontrado pedazos de papel en el suelo después de los espectáculos de fuegos artificiales—, de varias capas de papel, pero en su interior no había más que algo parecido a tierra, o quizás a pequeños guijarros de color gris oscuro mezclados con polvo. Lo removió sobre la palma de la mano con un dedo. «¿Cómo demonios pueden explotar los guijarros?»

—¡La Luz me consuma! —tronó Thom, introduciendo el arpa en su funda como si quisiera protegerla contra lo que Mat tenía en la mano—. ¿Es que pretendes matarnos a los dos? ¿No has oído nunca que esas sustancias hacen explosión con una violencia diez veces superior en contacto con el aire que con el fuego? Los fuegos de artificio son lo más parecido a los portentos producidos por una Aes Sedai, chico.

—Puede que sí —admitió Mat—, pero Aludra no tenía aspecto de Aes Sedai. Yo también pensaba eso del reloj de maese al’Vere, que era una prodigiosa obra de Aes Sedai, pero, cuando abrí la caja por detrás, vi que estaba lleno de piezas metálicas. —Se removió inquieto al evocar el recuerdo. La señora al’Vere fue la primera en atraparlo esa vez, y tras ella llegaron la Zahorí, su padre y el alcalde, y ninguno de ellos creyó que sólo pretendiera mirar. «Podría haber retrasado la hora y todo el mundo la habría seguido»—. Creo que Perrin podría fabricar uno si viera todas esa ruedecillas y muelles y no sé qué más.

—Te sorprendería saber, chico —observó secamente Thom— que incluso un mal fabricante de relojes es un hombre considerablemente rico, y se lo tienen bien ganado. ¡Pero un reloj no le estalla a nadie en la cara!

—Esto tampoco ha estallado. Bueno, ahora ya no sirve.

Arrojó el puñado de papel y diminutos guijarros al fuego al tiempo que Thom exhalaba un chillido; se produjeron chispas y pequeños fogonazos, y el aire se impregnó de un olor a humo acre.

—Estás tratando de matarnos. —La temblorosa voz de Thom iba cobrando intensidad y agudeza a medida que hablaba—. ¡Si decido que tengo ganas de morir, iré al palacio real al llegar a Caemlyn y le daré un pellizco a Morgase! —Sus largos bigotes se agitaban—. ¡No vuelvas a hacerlo!

—¡Si no ha explotado! —dijo Mat, observando el fuego. Tomó el rollo de hule que tenía al otro lado del tronco y extrajo un cohete del tamaño superior contiguo—. ¿Por qué no habrá habido detonación?

—¡Me tiene sin cuidado por qué no ha habido detonación! ¡No vuelvas a hacerlo!

Mat lo miró y se echó a reír.

—Parad de temblar, Thom. No hay de qué temer. Ahora ya sé qué hay adentro. Cuando menos sé qué aspecto tiene, pero… No lo digáis. No voy a abrir ninguno más. De todas formas, es más divertido lanzarlos.

—Yo no tengo miedo, mugriento porquero —manifestó Thom con artificiosa dignidad—. Tiemblo de rabia porque estoy viajando con un patán descerebrado que podría acabar matándonos a los dos porque es incapaz de pensar más allá de su propia…

—¡Eh, los del fuego!

Mat cruzó miradas de sorpresa con Thom mientras se acercaban los caballos. Era demasiado tarde para que las personas honradas cabalgaran por los caminos. Sin embargo, los guardias de la reina mantenían libres de maleantes las rutas a esa distancia de Caemlyn, y los cuatro jinetes que se aproximaron al fuego no tenían aspecto de rufianes. Uno de ellos era una hermosa mujer de ojos azules aderezada con un collar de oro y ataviada con un vestido de seda gris y una capa de terciopelo de holgada capucha. Los hombres, vestidos todos con largas capas, parecían sus criados. Los hombres desmontaron. Uno de ellos le sostuvo las riendas y otro el estribo y luego se dirigió al fuego, sonriendo a Mat mientras se quitaba los guantes.

—Lamentablemente nos ha sorprendido la noche en pleno campo —dijo—, y por ello me veo obligada a importunaros preguntándoos las señas de alguna posada, si es que conocéis alguna.

Mat sonrió y se dispuso a levantarse. Aún estaba encorvado cuando oyó que uno de los hombres murmuraba algo y advirtió que otro sacaba una ballesta de debajo de la capa, cargada con una saeta.

—¡Mátalo, idiota! —gritó la dama.

Mat arrojó el cohete a las llamas y se abalanzó hacia su barra. Se originó una explosión y un fogonazo de luz.

—¡Aes Sedai! —exclamó uno de los individuos.

—¡Fuegos de artificio, tonto! —lo disuadió la mujer.

Cuando se puso en pie con el bastón en la mano, Mat vio la saeta de ballesta clavada en el tronco, casi en el punto exacto donde había estado sentado, y al sujeto que la había disparado cayendo con la empuñadura de uno de los cuchillos de Thom en medio del pecho.

Fue todo cuanto tuvo tiempo de ver, pues los otros dos desconocidos se abalanzaron contra él, desenvainando espadas. Uno de ellos cayó de repente de rodillas y, soltando la espada, se desmoronó de bruces agarrándose el cuchillo hundido en su espalda. Su compañero no vio cómo caía; evidentemente esperaba actuar en conjunto con él, dividiendo la atención de su adversario, cuando asestó una estocada hacia el tronco de Mat. Casi con desdén, Mat le golpeó la muñeca con el extremo de la barra y envió la espada por los aires, y luego le descargó la otra punta en la frente. El individuo puso los ojos en blanco y se vino abajo.

Mat vio de soslayo que la mujer caminaba hacia él y le apuntó con un dedo a guisa de cuchillo.

—¡Lleváis lujosas ropas para ser una ladrona, señora! Sentaos hasta que haya decidido qué haré con vos o si no…

La mujer miró con igual sorpresa que Mat el cuchillo que de improviso brotó de su garganta, el pistilo de una flor roja de sangre. Dio un paso adelante como para sostenerla en su caída, sabiendo que era inútil. La larga capa se desplegó sobre ella, cubriéndola por completo, a excepción de la cara y la empuñadura del cuchillo de Thom.

—Demonios —murmuró Mat—. ¡Sois un bellaco, Thom Merrilin! ¡Una mujer! Luz, podríamos haberla atado y entregado mañana a los guardias de la reina en Caemlyn. Luz, podría haberla dejado marcharse incluso. No robaría a nadie sin esos tres, y el único que queda vivo tardará días en tenerse en pie y meses en poder empuñar una espada. ¡Demonios, Thom, no había necesidad de matarla!

El juglar se acercó cojeando a la mujer y apartó la capa con el pie. La daga, de hoja tan ancha como el pulgar de Mat y una longitud de dos manos, le había caído de la mano.

—¿Preferirías que hubiera esperado a que te la clavara en las costillas, chico? — Recuperó su propio cuchillo y lo limpió con la capa de la muerta.

Mat advirtió que estaba canturreando Llevaba una máscara que le ocultaba la cara y paró en seco. Se inclinó y tapó el rostro de la desconocida con la capucha de su capa.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —propuso—. No quiero tener que dar explicaciones si por azar pasara una patrulla de guardias por aquí.

—¿Yendo vestida así? —dijo Thom—. ¡Seguro que no haría falta! Deben de haber asaltado el carruaje de la esposa de un mercader o de alguna aristócrata. — Suavizó el tono—. Si vamos a irnos, chico, debes ensillar tu caballo.

Mat dio un respingo y apartó los ojos del cadáver de la mujer.

—Sí, ¿verdad? —No volvió a mirarla.

En lo referente a los hombres no experimentaba tales remordimientos. En su opinión, cualquier varón que decidiera robar y matar tenía bien merecido lo que le sucediera cuando perdía la partida. No fijó la mirada en ellos, pero tampoco la desvió si topaba con uno de los maleantes. Fue después de haber ensillado su montura y atado su equipaje en la grupa, mientras cubría con tierra el fuego, cuando sus ojos se posaron en el hombre que había disparado la ballesta. Había algo familiar en sus rasgos, en la manera como el humeante fuego proyectaba sombras en ellos. «La suerte —se dijo—. Siempre la suerte.»

—El ballestero era un buen nadador, Thom —señaló al montar a caballo.

—¿Qué tonterías estás diciendo? —El juglar ya estaba a caballo también y su atención se concentraba más en la buena instalación de las fundas de sus instrumentos detrás de la silla que en los muertos—. ¿Cómo ibas a saber tú si sabía nadar siquiera?

—Llegó a tierra desde una pequeña barca situada en mitad del cauce del Erinin en plena noche. Supongo que eso agotó toda su buena fortuna.

Volvió a comprobar las ataduras del rollo de fuegos artificiales. «Si ese idiota creyó que uno de ésos era un prodigio de Aes Sedai, ¿qué habría pensado si hubieran estallado todos?»

—¿Estás seguro, chico? Las posibilidades de que sea el mismo hombre… Caramba, ni siquiera tú apostarías por ello.

—Estoy seguro, Thom. —«Elayne, cuando te ponga las manos encima, te retorceré el pescuezo. Y a Egwene y a Nynaeve, también»—. Igual de seguro de que pienso quitarme esta maldita carta de las manos una hora después de llegar a Caemlyn.

—Te digo que no hay nada en esa carta, chico. Yo jugaba al Da’es Daemar cuando era aún más joven que tú y soy capaz de reconocer un código o una cifra aunque ignore su significado.

—Bueno, yo nunca he participado en ese Gran Juego vuestro, Thom, vuestro condenado Juego de las Casas, pero sé cuándo me persigue alguien, y no me seguirían con tanto ahínco ni tan lejos por el dinero que llevo en los bolsillos, porque no valdría la pena a menos que tuviera un baúl lleno de oro. Tiene que ser la carta. —«Diablos, las chicas

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