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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 100
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antes de que yo os encontrara. —La dureza de su tono no dejaba dudas respecto a la naturaleza del encuentro, y Nieda asintió vigorosamente con la cabeza como si hubiera tomado en cuenta todas las posibilidades.

»En cuanto a ti, Perrin. —La blanca yegua se aproximó, y él no pudo evitar echar atrás la espalda con aprensión—. Hay muchos hilos intercalados en el Entramado, y algunos son tan negros como la propia Sombra. Vigila que uno de ellos no te estrangule. —Sus talones rozaron los flancos de Aldieb y la yegua se alejó velozmente bajo la lluvia, seguida de cerca por Mandarb.

«Condenada Moraine —rumió Perrin, partiendo tras ellos—. A veces no sé de qué lado estáis.» Lanzó una mirada a Zarina, que cabalgaba junto a él como si hubiera nacido montada en una silla. «¿Y de qué lado estás tú?»

La lluvia, que mantenía la gente a resguardo en sus casas, impedía testigos visibles de su paso, pero también entorpecía el avance de sus monturas sobre el irregular pavimento de piedra. Cuando llegaron a la ruta de Maredo, un ancho camino de tierra apisonada que atravesaba en dirección norte las marismas, el aguacero había comenzado a amainar y, aunque los truenos todavía retumbaban, los relámpagos caían lejos de ellos, probablemente en el mar.

Perrin consideró una circunstancia afortunada que la lluvia hubiera durado el tiempo necesario para encubrir su partida y que ante ellos se presentara una noche clara propicia para cabalgar. Así lo expresó al Guardián, pero éste sacudió en desacuerdo la cabeza.

—Los Sabuesos del Oscuro prefieren las noches estrelladas, herrero, y detestan la lluvia. Una buena tormenta puede llegar a mantenerlos completamente a raya.

Como si la hubiera invitado con sus palabras, la lluvia se redujo a una fina llovizna. Perrin oyó que Loial gemía tras él.

Las marismas se interrumpían a unos tres kilómetros de la ciudad, pero el camino se prolongaba, desviándose ligeramente hacia el este. El crepúsculo ensombrecido por las nubes cedió paso a la noche y la lluvia siguió cayendo mansamente. Los cascos de los caballos levantaban salpicaduras en los charcos. La luna se asomaba de vez en cuando por entre las nubes. A su alrededor el terreno empezó a puntearse de colinas bajas y se acrecentó la densidad de los árboles. Perrin previó encontrar más adelante un bosque, cosa que no supo decidir si les sería favorable o perjudicial, puesto que si, por una parte, la espesura podía servirles para esconderse, también facilitaría a sus perseguidores llegar a ellos sin ser vistos.

A lo lejos sonó tras ellos un tenue aullido. Por un momento pensó que era un lobo y, para su sorpresa, ya intentaba establecer contacto con él antes de atajar conscientemente la comunicación. El grito se repitió de nuevo, y entonces supo que no era el de un lobo. Como un eco se oyeron, a varios kilómetros de distancia, unos horripilantes gemidos, augurios de sangre y de muerte, del reino de una pesadilla. Lan y Moraine aminoraron inopinadamente el paso y la Aes Sedai se puso a estudiar los cerros circundantes.

—Están muy lejos —observó—. No nos alcanzarán si continuamos a esta marcha.

—¿Los Sabuesos del Oscuro? —murmuró Zarina—. ¿Son Sabuesos del Oscuro? ¿Estáis segura de que es la Cacería Salvaje, Aes Sedai?

—Lo es —respondió Moraine—. Lo es.

—Nunca se corre más que los Sabuesos del Oscuro, herrero —afirmó Lan—, ni con el más veloz de los caballos. Al final siempre se debe enfrentar uno a ellos y derrotarlos, o, de lo contrario, lo abatirán.

—Podría haberme quedado en el stedding —se lamentó Loial—. Mi madre me habría obligado a casarme, pero no habría sido una mala vida. Largas horas de lectura. No tenía por qué venir al Exterior.

—Allí —dijo Moraine, señalando un elevado montículo sin árboles a cierta distancia a su derecha. Perrin tampoco advirtió ningún árbol en un radio de doscientos metros—. Debemos verlos venir para tener alguna posibilidad contra ellos.

Los espantosos aullidos de los Sabuesos del Oscuro sonaron de nuevo, más cercanos, y sin embargo todavía lejos.

Lan aligeró un poco el paso de Mandarb ahora que Moraine había elegido el lugar. En la subida, las herraduras de los caballos resonaron sobre las piedras medio enterradas lavadas por la llovizna. Perrin juzgó que tenían demasiados cantos esquinados para ser naturales. En la cima desmontaron alrededor de algo semejante a un canto rodado aplanado. La luna apareció por una rendija entre las nubes, y entonces vio una cara de piedra roída por la intemperie de casi dos metros de longitud. Una cara de mujer, seguramente, dedujo Perrin por su cabello. Con la lluvia, daba la impresión de que lloraba.

Moraine desmontó y tendió la mirada en la dirección de donde provenían los aullidos. Era una encapuchada figura en sombras en cuya capa de hule perlada de agua se reflejaba la luz de la luna.

Loial llevó el caballo junto a la escultura y luego se inclinó para palparla.

—Creo que era una Ogier —dictaminó al fin—. Pero esto no es un antiguo stedding, porque yo lo notaría. Todos nosotros lo notaríamos. Y estaríamos a resguardo de los Engendros de la Sombra.

—¿Qué estáis mirando? —Zarina miró con ojos entornados la roca—. ¿Qué es? ¿Quién era?

—Muchas naciones han surgido y se han perdido desde el Desmembramiento — dijo Moraine sin volverse—. Algunas sólo han dejado nombres en amarillentas páginas

o líneas en un descolorido mapa. ¿Dejaremos nosotros siquiera eso?

Los sangrientos aullidos volvieron a sonar aún más cerca. Perrin intentó calcular el ritmo de su marcha y llegó a la conclusión de que el Guardián había estado en lo cierto; los caballos no hubieran podido superar su velocidad. No tendrían que esperar mucho rato. —Ogier —indicó Lan—, vos y la muchacha sostened las riendas de los caballos. —Zarina protestó, pero él no le hizo el menor caso—. Tus cuchillos no servirían de mucho aquí, muchacha. —Desenvainó la espada y la hoja destelló con los rayos de luna—. Incluso esto no es más que un recurso extremo. Por el sonido, deben de ser diez y no uno. Vuestra función es evitar que los caballos salgan corriendo al percibir el olor de los Sabuesos del Oscuro. Ni el propio Mandarb lo tolera bien.

Si la espada del Guardián no era un arma eficaz, tampoco lo sería el hacha. Perrin sintió algo próximo al alivio al hacerse tal reflexión, pues no le apetecía usarla ni aun contra Engendros de la Sombra. Sacó el arco de debajo de la cincha de Brioso.

—Quizás esto sirva de algo.

—Inténtalo si quieres, herrero —dijo Lan—. Tardan en morir. Quizá mates alguno.

Perrin extrajo una cuerda de arco de repuesto del bolsillo, tratando de protegerla de la mansa lluvia, pues la fina capa de cera de abeja que la recubría no la protegía efectivamente contra la humedad prolongada. Con el arco inclinado entre las piernas, lo dobló sin esfuerzo y fijó los aros de la cuerda en los ganchos de la madera. Cuando levantó la espalda, ya se veían los Sabuesos del Oscuro.

Corrían como caballos al galope y, cuando posó la mirada en ellos, cobraron velocidad. No eran más que diez voluminosas formas que surcaban la noche, recorriendo como flechas la distancia que separaba los escasos árboles, y, con todo, extrajo una flecha de ancha punta de la aljaba y la aprestó. Había distado mucho de ser el mejor arquero del Campo de Emond, pero, entre los jóvenes, sólo Rand lo había superado.

«Dispararé a doscientos cincuenta metros», decidió. «¡Insensato! A duras penas le darías a un blanco inmóvil a esa distancia. Pero si espero, con la rapidez con que avanzan… Sólo tengo que imaginar que ese bulto es un perro grande.» Se instaló al lado de Moraine, puso el arco en alto, acercó la flecha de ganso a la oreja, y disparó. Tuvo la certeza de que el proyectil había acertado a la sombra más próxima, pero la única reacción fue un gruñido. «No va a dar resultado. ¡Se acercan demasiado deprisa!» Ya estaba preparando otra flecha. «¿Por qué no hacéis nada, Moraine?» Veía sus ojos, relucientes como la plata, sus dientes brillantes como acero bruñido. Negros como la misma noche y tan grandes como pequeños ponis, se dirigían hacia él velozmente ahora en silencio, con ansias asesinas. El viento trajo un olor similar al azufre quemado; las monturas, incluido el caballo de guerra de Lan, se pusieron a relinchar despavoridas. «¡Maldita sea, Aes Sedai, haced algo!» Volvió a tirar, y el Sabueso más adelantado dio un traspié y prosiguió su avance. «¡Pueden morir!» Disparó una vez más, y entonces el Sabueso se tambaleó, se irguió de nuevo y después cayó, pero en ese mismo instante la desesperación se adueñó de él. Mientras abatía a uno, los otros nueve habían cubierto ya dos tercios de la distancia que los separaba de ellos y parecían correr aún más rápido, como sombras proyectadas en el suelo. «Otra flecha. Queda tal vez tiempo para otra, y luego será el hacha. ¡Maldita sea, Aes Sedai!» Lanzó un nuevo proyectil.

—Ahora —dijo Moraine al tiempo que su flecha salía disparada.

Entre sus manos, el aire se incendió y partió como un rayo en dirección a los Sabuesos, iluminando la noche. Los caballos chillaron y se encabritaron.

Perrin se escudó los ojos con el brazo para protegerlos de la deslumbrante luz y del calor, equiparable al de una forja abierta en su cara; en la oscuridad se hizo súbitamente el mediodía e, igual de improviso, desapareció. Cuando se destapó los ojos, las chispas bailaban ante ellos junto a la reminiscencia de la imagen de aquella franja de fuego. En el lugar que habían ocupado los Sabuesos del Oscuro no quedaba más que la tierra lamida por la llovizna, y las únicas sombras que se movían eran las de las nubes que pasaban frente a la luna.

«Pensaba que les arrojaría fuego, o un rayo, pero esto…»

—¿Qué era eso? —preguntó con voz ronca.

Moraine tendía de nuevo la mirada hacia Illian, como si pudiera ver algo entre todos aquellos kilómetros de oscuridad prolongada.

—Tal vez no lo ha visto —dijo, casi para sí—. Está lejos, y, si no estaba observando, quizá no lo haya percibido.

—¿Quién? —inquirió con voz temblorosa Zarina—. ¿Sammael? Habéis dicho que estaba en Illian. ¿Cómo podría ver algo desde allí? ¿Qué habéis hecho?

—Algo prohibido —respondió fríamente Moraine—. Prohibido por votos casi tan vinculantes como los Tres Juramentos. —Tomó las riendas de Aldieb de manos de la muchacha y le dio unas palmadas en el cuello para tranquilizarla—. Algo que no se había utilizado por espacio de casi dos mil años. Algo que podría acarrearme la neutralización por el mero hecho de conocerlo.

—Quizá… —La voz de Loial sonó como un quedo bramido—. Quizá deberíamos irnos… Podría haber más.

—Creo que no —opinó la Aes Sedai, montando—. No soltaría dos manadas a la vez, aun en caso de que las tuviera, porque se pelearían entre sí en lugar de atacar a su presa. Si nosotros fuéramos su principal objetivo, habría venido él en persona. Nosotros éramos… una molestia, diría —su calmado tono dejaba claro que no le complacía ser considerada con tanta ligereza—, y tal vez una pieza extra que podía añadir a su morral, con tal que no le causáramos demasiado esfuerzo. De todas formas, es mejor no permanecer cerca de él más de lo imprescindible.

—¿Rand? —preguntó Perrin y casi sintió cómo Zarina se inclinaba hacia adelante para escuchar—. Si nosotros no somos el objeto principal de su persecución, ¿lo es Rand?

—Tal vez —respondió Moraine—. O puede que sea Mat. Recuerda que él también es ta’veren y que fue él

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