entrada.
En la amplia antesala había duros bancos de madera para las gentes que debían esperar allí, en su mayor parte personas llenas de humilde paciencia, vestidas con las sencillas ropas que llevaban los plebeyos más pobres. Había algunos habitantes de extramuros entre ellos, que se distinguían por su raído atuendo de vivos colores y que sin duda confiaban en obtener permiso para buscar trabajo en el interior de las murallas.
Rand se encaminó directamente a la larga mesa situada al fondo de la estancia, tras la cual sólo había sentado un hombre, vestido de paisano, con una lista verde en la chaqueta. Era un rollizo individuo cuya piel presentaba un aspecto demasiado tenso, que ordenó documentos en la mesa y cambió dos veces la posición del tintero antes de levantar la mirada hacia Rand y Loial con una falsa sonrisa.
—¿De qué manera puedo ayudaros, mi señor?
—De la misma manera como esperaba que podíais ayudarme ayer —respondió Rand con más paciencia de la que sentía— y anteayer y el día anterior a éste. ¿Ha llegado lord Ingtar?
—¿Lord Ingtar, mi señor?
Rand inspiró profundamente y espiró con lentitud.
—Lord Ingtar de la casa Shinowa, de Shienar. El mismo hombre por el que he venido a preguntar cada día desde que llegamos aquí.
—Nadie con ese nombre ha venido a la ciudad, mi señor.
—¿Estáis seguro? ¿No tenéis necesidad de revisar vuestras listas al menos?
—Mi señor, las listas de los extranjeros que llegan a Cairhien son intercambiadas entre los distintos puestos de guardia al alba y al crepúsculo, y yo las examino tan pronto como llegan a mis manos. Ningún señor shienariano ha entrado en la ciudad desde hace algún tiempo.
—¿Y lady Selene? Antes de que me lo preguntéis de nuevo, os diré que desconozco su casa. Pero os he dado su nombre y os he descrito su aspecto tres veces. ¿No es suficiente?
—Lo siento, mi señor —se excusó el hombre, extendiendo las manos—. Sin saber su casa resulta más difícil. —Tenía un rostro inexpresivo. Rand se preguntó si se lo comunicaría en caso de saberlo.
Rand percibió un amago de movimiento en una de las puertas situadas detrás del escritorio…, un hombre que se disponía a entrar en la antesala y que se había vuelto atrás apresuradamente.
—Quizás el capitán Caldevwin pueda ayudarme —sugirió Rand al empleado.
—¿El capitán Caldevwin, mi señor?
—Acabo de verlo detrás de vos.
—Lo siento, mi señor. Si hubiera un capitán Caldevwin en la casa de guardia, lo sabría.
Rand lo miró de hito en hito hasta que Loial le tocó el hombro.
—Rand, creo que será mejor que nos vayamos.
—Gracias por vuestra colaboración —dijo Rand con voz tensa—. Volveré mañana.
—Es un placer hacer lo que está en mis manos —repuso el hombre con su falsa sonrisa.
Rand salió del edificio tan velozmente que Loial hubo de apresurar el paso para darle alcance en la calle.
—Estaba mintiendo. Loial. —En lugar de aminorar la marcha, continuó andando a toda prisa como si quisiera descargar parte de su frustración con el ejercicio físico—. Caldevwin estaba allí. Es posible que mienta respecto a lo demás. Ingtar podría estar aquí, buscándonos. Apuesto a que también sabe quién es Selene.
—Tal vez, Rand. Da’es Daemar.
—Luz, estoy cansado de oír hablar del Gran Juego. No quiero participar en él. No quiero tener nada que ver con él. —Loial caminó a su lado, sin decir nada—. Ya sé —prosiguió al fin Rand— que piensan que soy un señor y que en Cairhien, incluso los aristócratas extranjeros forman parte del Juego. Ojalá nunca me hubiera puesto esta chaqueta. —«Moraine», pensó con amargura. «Todavía me está ocasionando problemas.» Casi de inmediato hubo de admitir, aunque reacio, que no era sólo ella quien había propiciado aquella situación. Siempre había habido un motivo para fingir ser lo que no era. Primero para mantener el ánimo de Hurin y luego para tratar de impresionar a Selene. Después de Selene, no había habido manera de salir del papel. Aminoró el paso hasta detenerse—. Cuando Moraine me dejó marchar, creí que las cosas volverían a ser sencillas. Incluso en pos del Cuerno, incluso con…, con todo, pensé que sería más sencillo. —«¿Incluso con el Saidin dentro de la cabeza?»—. ¡Luz, qué no daría por que las cosas volvieran a ser sencillas!
—Ta’veren… —comenzó a razonar Loial.
—Tampoco quiero oír hablar de eso. —Rand volvió a caminar a igual velocidad que antes—. Todo cuanto deseo es entregar la daga a Mat y el Cuerno a Ingtar. —«Y luego ¿qué? ¿Enloquecer? ¿Morir? Si perezco antes de perder el juicio al menos no haré daño a nadie. Pero tampoco quiero morir. Lan puede hablar de “envainar la espada”, pero yo soy un pastor, no un Guardián»—. Si sólo pudiera no entrar en contacto con él… —murmuró—. Tal vez sea posible… Owyn casi lo consiguió.
—¿Cómo, Rand? No te he oído.
—No era nada —respondió con cautela Rand—. Ojalá Ingtar viniera. Y Perrin y Mat.
Caminaron en silencio un rato, con Rand sumido en cavilaciones. El sobrino de Thom había durado casi tres años encauzando el Poder únicamente cuando consideraba que debía hacerlo. Si Owyn había logrado limitar la frecuencia de la utilización del Poder, tenía que ser posible no encauzarlo en absoluto, por más seductor que fuera el Saidin.
—Rand —indicó Loial—, hay un incendio allá.
Rand abandonó sus sombríos pensamientos y dirigió la mirada a la ciudad: una gruesa columna de negro humo ondulaba sobre los tejados. No distinguía lo que había debajo, pero estaba demasiado cerca de la posada.
—¡Amigos Siniestros! —exclamó, contemplando el humo—. Los trollocs no pueden traspasar las murallas sin ser advertidos, pero los Amigos Siniestros… ¡Hurin! —Rompió a correr, seguido de Loial, que mantenía su marcha sin apenas esfuerzo.
Cuanto más se aproximaban más crecía su certeza, hasta que, al doblar el último recodo de muros de contención de terrazas, se hallaron frente al Defensor de la Muralla del Dragón. Salía humo por las ventanas del piso superior y el tejado estaba en llamas. Una multitud se había congregado frente al establecimiento. Cuale, gritando y saltando de un lado a otro, dirigía a los hombres que sacaban el mobiliario a la calle, mientras una doble hilera de hombres hacían circular cubos de agua de un pozo situado al fondo de la calle. La mayoría de la gente permanecía de pie, observando; una nueva llamarada brotó del tejado de pizarra y todos exhalaron un sonoro aaah.
—¿Dónde está Hurin? —preguntó Rand al posadero tras abrirse paso entre el gentío.
—¡Cuidado con esa mesa! —gritó Cuale—. ¡No la rayéis! —Miró a Rand y pestañeó. Tenía la cara tiznada—. Mi señor… ¿Vuestro sirviente? No recuerdo haberlo visto, mi señor. Habrá salido sin duda. ¡No dejes caer esos candelabros, necio! ¡Son de plata! —Cuale se alejó a toda prisa para controlar a los hombres que sacaban sus posesiones de la posada.
—Hurin no habría salido —advirtió Loial—. No habría dejado el… —Miró en derredor y dejó inconclusa la frase; algunos de los espectadores parecían hallar tan digno de interés el Ogier como el fuego.
—Lo sé —contestó Rand, antes de entrar precipitadamente en la posada.
El comedor apenas contenía indicios de que el edificio estuviera ardiendo. La doble hilera de hombres subía por las escaleras, pasando cubos de uno a otro de sus componentes, y había otros obreros que se afanaban para trasladar los muebles que aún quedaban, pero no había más humo allá abajo del que se habría producido si algo estuviera quemándose en la cocina. Mientras Rand subía, el aire comenzó a volverse más irrespirable. Tosiendo, siguió ascendiendo por las escaleras.
Las filas se paraban en el segundo rellano, donde los hombres arrojaban el agua en mitad del tramo de escaleras hacia el corredor lleno de humo. Las llamas que se elevaban por las paredes agitaban su color rojo entre el negro humo. Uno de los hombres agarró a Rand por el brazo.
—No podéis subir allí, mi señor. A partir de aquí está todo destruido. Ogier, hacedlo entrar en razón.
Rand advirtió entonces que Loial iba detrás de él.
—Retrocede, Loial. Yo lo sacaré.
—Tú no puedes llevar solo a Hurin y el cofre, Rand —replicó el Ogier—. Además, no dejaré allí mis libros para que se quemen.
—Entonces mantén la cabeza gacha. Por debajo del humo.
Rand se apoyó en manos y rodillas en las escaleras y en esta postura recorrió el resto de peldaños. El aire era más puro cerca del suelo, aunque impregnado de suficiente humo como para producirle tos, pero podía respirarlo. Aun así, lo abrasaba y no podía absorber bastante por la nariz. Respiró por la boca, y sintió cómo se le secaba la lengua.
Parte del agua que lanzaban los obreros cayó sobre él y lo dejó empapado, pero su frescor sólo fue un alivio momentáneo, pues el calor volvió a apoderarse de él. Continuó arrastrándose con resolución, sabedor de que Loial se hallaba detrás de él únicamente por sus toses.
Una de las paredes del pasillo estaba completamente en llamas y el suelo cercano a ella había comenzado ya a agregar finos hilillos de humo a la nube suspendida sobre su cabeza. Se alegró de no poder ver lo que había encima de ella, pues los ominosos crujidos ya eran bastante explícitos.
La puerta de la habitación de Hurin todavía no ardía, pero estaba tan caliente que hubo de realizar dos intentos antes de lograr abrirla. Lo primero que vio fue a Hurin, tendido en el suelo. Rand se arrastró hacia el husmeador y lo incorporó. Tenía un chichón del tamaño de una ciruela en un costado de la cabeza.
—¿Lord Rand? —murmuró débilmente Hurin tras abrir los ojos, sin centrar la mirada—. Han llamado a la puerta… Pensé que era otra invi… —Puso los ojos en blanco. Rand le tomó el pulso y suspiró con alivio al hallarlo.
—Rand… —Loial tosió. Estaba al lado de la cama, cuya colcha levantada dejaba al descubierto sus desnudas tablas. El cofre había desaparecido.
Por encima del humo, el techo crujió y se desprendieron ardientes pedazos de madera.
—Recoge los libros —dijo Rand—. Yo llevaré a Hurin. Aprisa. —Se dispuso a cargar al desmayado husmeador sobre el hombro, pero Loial se lo disputó.
—Los libros tendrán que arder, Rand. Tú no puedes cargar con él e ir a rastras y, si vas erguido, no llegarás a la escalera. —El Ogier puso a Hurin sobre su ancha espalda, con los brazos y pies colgando a ambos lados. El techo crujió ruidosamente—. Debemos apresurarnos, Rand.
—Pasa tú primero, Loial. Yo te seguiré.
El Ogier salió a gachas al corredor con su carga y Rand comenzó a caminar tras él. Entonces se detuvo y retrocedió hasta la puerta que conectaba con su dormitorio. El estandarte se encontraba todavía allí: la enseña del Dragón. «Que se queme», pensó, y de inmediato en su cabeza resonó una respuesta que habría podido pronunciar Moraine: «Tal vez tu vida dependa de ello». «Todavía intenta utilizarme», se dijo. Y la voz volvió a sonar: «Tal vez tu vida dependa de ello». «Las Aes Sedai no mienten nunca», recordó.
Con un gruñido, se deslizó sobre el suelo y abrió de un puntapié la puerta de su habitación.
Ésta era una masa ardiente. La cama era una hoguera y las llamas cubrían parte del suelo. No podía arrastrarse allí. Tras ponerse en pie, corrió encorvado hacia el interior, arredrado por el calor, tosiendo y a punto de asfixiarse. De su húmeda chaqueta emanaba vapor, y un lado del armario estaba ardiendo ya. Abrió la puerta de golpe. Sus alforjas estaban adentro, aún a resguardo del fuego, con uno de los bolsillos abultado por el estandarte de Lews Therin Telamon. Vaciló por espacio