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  3. Capítulo 92
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mangas de su camisa y las espirales bordadas en el pecho. Domon creyó captar las palabras «Augusto Señor». El criado se alejó con paso rápido y después regresó para llevarlos a la que sin duda era la estancia más amplia de la casa. Todas las piezas de mobiliario habían sido retiradas, incluso las alfombras, y el suelo de piedra presentaba un intenso brillo. Las paredes y ventanas se hallaban ocultas por biombos plegables pintados de extraños pájaros.

Egeanin se detuvo no bien traspasada la puerta y, cuando Domon trató de preguntarle dónde se encontraban, lo acalló con una salvaje mirada y un gruñido inarticulado. Permanecía inmóvil, pero daba la impresión de que de un momento a otro iba a ponerse a brincar de agitación. Sostenía el objeto sustraído de su barco como si fuera algo precioso, y Domon intentó adivinar de qué podía tratarse.

De improviso sonó un gong, y la mujer seanchan se postró de hinojos, depositando con cuidado el envoltorio de seda a un lado. A una mirada de ella, Domon se arrodilló también. Los nobles tenían extrañas costumbres, y sospechaba que los aristócratas seanchan aún serían más estrafalarios que los que él conocía.

Dos hombres aparecieron por una puerta, en el extremo opuesto de la sala. Uno de ellos llevaba la mitad izquierda del cuero cabelludo rapada y la restante cabellera, dorada, recogida en una trenza que pendía sobre su oreja hasta los hombros. Bajo su túnica de color amarillo intenso asomaban al caminar las puntas de unos escarpines amarillos. El otro vestía una túnica de seda azul, decoraba con brocados en forma de pájaros y tan larga que se arrastraba unos palmos tras él. Llevaba la cabeza completamente rapada y las uñas, lacadas en azul en el primer par de dedos de cada mano, tenían casi tres centímetros de largo. Domon se quedó boquiabierto.

—Os halláis en presencia del Augusto Señor Turak —entonó el hombre de pelo rubio—, dirigente de Los que Llegan Antes y auxilio del Retorno.

Egeanin se postró con las manos en los costados. Domon la imitó con prontitud. «Ni siquiera los grandes señores de Tear exigirían esto», pensó. Por el rabillo del ojo vio cómo Egeanin besaba el suelo. Esbozando una mueca, decidió que había un límite a su disposición a imitar. «De todas maneras no ven si lo hago o no.»

Egeanin se levantó de repente. Él se dispuso a ponerse en pie a su vez y llegó a enderezar una rodilla antes de que un gruñido gutural del capitán y una mirada escandalizada del individuo de la trenza lo compelieran a volver a pegar el rostro al suelo, murmurando para sus adentros: «No haría esto ni por el rey de Illian y el Consejo de los Nueve reunidos».

—¿Vuestro nombre es Egeanin? —Debía de ser la voz del hombre de la túnica azul. Su habla mal articulada tenía un ritmo casi cantarín.

—Ese nombre me dieron el día que recibí mi espada, Augusto Señor —repuso ésta con humildad.

—Éste es un valioso ejemplar, Egeanin. Bastante raro. ¿Deseáis por él alguna recompensa?

—Me siento pagada con que el Augusto Señor esté complacido. Vivo para servir, Augusto Señor.

—Mencionaré vuestro nombre a la emperatriz, Egeanin. Tras el retorno, se sumarán nuevos nombres a la Sangre. Demostraos digna de ello y tal vez veáis elevada la condición de vuestro apellido.

—El Augusto Señor me honra.

—Sí. Podéis retiraros.

Domon no vio más que sus botas caminando de espaldas y deteniéndose de vez en cuando para realizar reverencias. Después de que la puerta se hubo cerrado tras ella, se hizo un largo silencio. Observaba cómo el sudor de su frente caía al suelo cuando Turak tomó de nuevo la palabra.

—Podéis levantaros, mercader.

Domon se puso en pie y entonces vio lo que Turak sostenía entre sus dedos de largas uñas: el disco de cuendillar que reproducía el antiguo sello de los Aes Sedai. Recordando la reacción de Egeanin cuando había mencionado a las Aes Sedai, Domon comenzó a sudar copiosamente. No había animosidad en los oscuros ojos del Augusto Señor, sino sólo una ligera curiosidad, pero Domon recelaba de los nobles.

—¿Sabéis qué es esto, mercader?

—No, Augusto Señor. —La respuesta de Domon tenía la firmeza de una roca; no en vano eran pocos los comerciantes que perduraban en su oficio que no fueran capaces de mentir con semblante imperturbable y voz serena.

—Y sin embargo lo guardáis en un lugar secreto.

—Colecciono antigüedades, Augusto Señor. Hay personas que las robarían, de tenerlas a su alcance.

Turak observó un momento el disco blanquinegro.

—Esto es cuendillar, mercader. ¿Conocéis ese nombre? Y más antiguo de lo que tal vez sospecháis. Venid conmigo.

Domon lo siguió con cautela, recobrando parte de su aplomo. Cualquier aristócrata de las tierras que conocía, ya habría llamado a los guardias a aquellas alturas, si hubiera tenido intención de hacerlo. Pero lo poco que había observado en los seanchan lo inducía a creer que éstos no se comportaban como el resto de los mortales. Dominó su expresión para no demostrar su inquietud.

Fue conducido a otra habitación. Tuvo la impresión de que los muebles debían de proceder de las tierras de los seanchan. Parecían estar formados por curvas, sin ninguna línea recta, y en la madera pulida resaltaban extraños veteados. Había una silla, sobre una alfombra de seda que reproducía pájaros y flores, y un gran armario de forma circular. Unos biombos plegables componían nuevas paredes.

El sujeto de la trenza abrió las puertas del armario, dejando al descubierto unas estanterías que contenían un curioso surtido de figurillas, tazas, tazones, jarrones, de cincuenta objetos distintos, entre los que no había dos que coincidieran en forma ni tamaño. Domon contuvo el aliento cuando Turak depositó esmeradamente el disco junto a otro exactamente igual.

—Cuendillar —dijo Turak—. Eso es lo que yo colecciono, mercader. Sólo la emperatriz posee una colección más valiosa.

A Domon casi le saltaron los ojos de las órbitas. Si todo aquello era en verdad cuendillar, bastaría para comprar un reino, o como mínimo fundar una gran casa. Incluso un soberano se habría rebajado para comprar tal cantidad de ese material, si hubiera sabido dónde encontrarla. Esbozó una sonrisa.

—Augusto Señor, hacedme el favor de aceptar esta pieza como un regalo. —No quería deshacerse de ella, pero era preferible perderla a enojar al seanchan. «Quizá los Amigos Siniestros lo perseguirán a él ahora»—. Soy un simple comerciante y sólo quiero comerciar. Permitidme hacerme a la mar y os prometo que…

Turak no mudó la expresión del rostro, pero el hombre de la trenza interrumpió a Domon con un brusco insulto.

—¡Perro sin afeitar! Proponéis regalar al Augusto Señor lo que el capitán Egeanin ya le ha entregado. Negociáis, como si el Augusto Señor fuera un…, ¡un mercader! Seréis desollado vivo durante nueve días, perro, y… —Un imperceptible movimiento del dedo de Turak lo hizo callar.

—No puedo permitir que os vayáis, mercader —anunció el Augusto Señor—. En esta oscurecida tierra de incumplidores de juramentos no encuentro ninguno que pueda conversar conmigo sobre temas sensatos. Pero vos sois un coleccionista. Tal vez vuestra conversación resulte interesante. —Tomó una silla y se repantingó en sus curvaturas para examinar a Domon.

Domon esbozó lo que consideró una zalamera sonrisa.

—Augusto Señor, soy un simple comerciante, un hombre sencillo, y soy incapaz de conversar según los usos de los grandes señores.

El sujeto de la trenza lo miró con furia, pero Turak no pareció hacerse eco de sus objeciones. De detrás de una de las mamparas apareció con andar ligero una esbelta y hermosa joven que, tras arrodillarse junto al Augusto Señor, le ofreció una bandeja lacada en la que había una sola taza, delgada y sin asa, que contenía un humeante líquido negro. Su morena cara redondeada recordaba vagamente las de los Marinos. Turak tomó cuidadosamente el recipiente con sus dedos de largas uñas, sin dirigir ni una sola vez la mirada a la joven, e inhaló su vapor. Domon lanzó una ojeada a la muchacha y apartó la vista conteniendo una exclamación; su vestido de seda blanca estaba bordado con flores, pero era tan fino que transparentaba su cuerpo de un modo escandaloso.

—El aroma del kaf —observó Turak— es casi tan delicioso como su sabor. He averiguado que el cuendillar es aún más raro aquí que en Seanchan. Decidme cómo llegó a poseer esta pieza un simple comerciante. —Tomó un sorbo de su kaf y aguardó.

Domon aspiró hondo y se dispuso a intentar hallar un camino de salida de Falme por medio de mentiras.

CAPÍTULO 30

Da’es Daemar

En la habitación que compartían Hurin y Loial, Rand miraba por la ventana el ordenado trazado de las terrazas de Cairhien, los edificios de piedra y los tejados de pizarra. No veía los cuarteles de los Iluminadores; aun cuando las altas torres y grandes casas señoriales no se hubieran interpuesto en su ángulo de visión, las murallas de la ciudad le habrían impedido divisarlos. Los Iluminadores estaban en boca de todos los ciudadanos, incluso entonces, transcurridos varios días desde que habían lanzado solamente una flor nocturna al cielo, y a hora tan temprana. Corría una docena de diferentes versiones acerca del escándalo, sin contar las variaciones en los detalles, pero ninguna se aproximaba a la realidad.

Rand se volvió hacia el dormitorio. Confiaba en que nadie hubiera salido herido a consecuencia del fuego, si bien los Iluminadores no habían reconocido hasta el momento que se hubiera producido un incendio. Eran un grupo social que guardaba celosamente el secreto de lo que ocurría en el interior de sus estancias.

—Me ocuparé de la primera guardia —dijo a Hurin— tan pronto como regrese.

—No es necesario, mi señor. —Hurin realizó una reverencia tan profunda como si de un cairhienino se tratara—. Yo puedo vigilar. De veras, mi señor no tiene por qué molestarse.

Rand respiró hondo e intercambió una mirada con Loial, quien se limitó a encogerse de hombros. El husmeador estaba volviéndose más ceremonioso a medida que prolongaban su estancia en Cairhien, ante lo cual el Ogier sólo comentaba que los humanos se comportaban a menudo de manera extraña.

—Hurin —señaló Rand—, antes solías llamarme lord Rand y no te inclinabas ante mí cada vez que yo te miraba. —«Deseo que no me dedique reverencias y que vuelva a llamarme lord Rand», advirtió con asombro. «¡Lord Rand! Luz, debemos salir de aquí antes de que empiece a desear que se incline ante mí»—. ¿Vas a sentarte, por favor? Me canso sólo de mirarte.

Hurin enderezó la espalda, con la apariencia, empero, de estar dispuesto a correr a realizar cualquier tarea que Rand pudiera encomendarle. Ahora nunca se sentaba ni relajaba.

—No sería correcto, mi señor. Debemos demostrar a esos cairhieninos que conocemos a la perfección cuáles han de ser los modales…

—¡Para de una vez de decir eso! —gritó Rand.

—Como deseéis, mi señor.

Rand hubo de esforzarse por no exhalar un suspiro.

—Hurin, lo siento. No he debido gritarte.

—Tenéis derecho a hacerlo, mi señor —replicó simplemente Hurin—. Si no actúo como vos queréis, tenéis derecho a gritar.

Rand caminó hacía el husmeador con intención de agarrarlo por el cuello y zarandearlo.

Un golpe en la puerta que daba a la habitación de Rand los paralizó a todos, pero éste se alegró de ver que, al menos, Hurin no esperaba su permiso para coger la espada. Rand llevaba al cinto el arma con la marca de la garza, cuya empuñadura tocó al disponerse a atender la llamada. Aguardó a que Loial se hubiera sentado en su larga cama, arreglando las piernas y los faldones de la chaqueta para tapar aún más el arcón cubierto con la manta que se encontraba bajo el lecho, y

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