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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 91
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estaba seguro de si hablaba del aquí y ahora o del lugar de donde provenía. El hombre no era nada locuaz en lo que se refería a los asuntos sobre los que quería indagar Domon.

En una ocasión, éste le preguntó algo sobre las damane y Caban se levantó de donde estaba sentado, frente al timonel, y le apuntó a la garganta con la espada.

—Vigilad vuestra lengua o la vais a perder. Ésa es una cuestión que concierne a la Sangre y no a vuestro linaje. Ni al mío. —Sonrió al decirlo y, tan pronto como hubo acabado, volvió a su tarea de frotar una piedra a lo largo de su maciza hoja curvada.

Domon tocó el hilillo de sangre que manaba de su cuello y decidió no volver a preguntar nada al respecto.

Cuanto más se aproximaban a Falme, más navíos seanchan de aspecto cuadrado veían, algunos navegando, pero en su mayoría anclados. Todos, de unas dimensiones que Domon no había visto en ninguna embarcación, ni siquiera en las de los Marinos, tenían la proa cortada a pico y torres en cubierta. Unos cuantos bajeles locales, con sus proas puntiagudas e inclinadas velas circulaban entre las verdes aguas. Aquello le inspiró confianza en la veracidad de la promesa de Egeanin respecto a dejarlo partir libremente.

Cuando el Spray llegó finalmente al cabo donde se erigía Falme, Domon contempló con asombro el sinnúmero de barcos seanchan anclados en el puerto. Intentó contarlos y renunció a ello cuando, al llegar a un centenar, aún le faltaba más de la mitad. Había visto anteriormente una cantidad semejante de barcos reunidos —en Illian, Tear e incluso Tanchico—, pero aquéllos eran de mucho menor dimensión. Con ánimo taciturno y murmurando para sí, condujo el Spray a puerto, vigilado por el gran perro guardián seanchan.

Falme se encontraba en un saliente de tierra situado en el lugar exacto donde concluía la Punta de Toman, sin nada del lado de poniente más que el Océano Aricio. Altos acantilados rodeaban la boca de los muelles a ambos costados, y sobre uno de ellos, bajo el que había de pasar necesariamente todo barco que entrara en el puerto, se alzaban las torres de los Vigilantes sobre las Olas. De una de éstas pendía una jaula, en cuyo interior había un hombre sentado con desánimo, con las piernas colgando entre los barrotes.

—¿Quién es? —preguntó Domon.

Caban había terminado por fin de afilar la espada, después de que Domon se hubiera preguntado si tenía intención de afeitarse con ella. El seanchan levantó la mirada hacia el lugar al que apuntaba Domon.

—Oh, ése es el Primer Vigilante. No es el mismo que estaba sentado en la silla cuando llegamos, claro está. Cada vez que muere uno, eligen otro, y nosotros lo ponemos en la jaula.

—Pero ¿por qué? —se extrañó Domon.

La sonrisa de Caban descubrió excesivamente su dentadura.

—Vigilaban lo erróneo y olvidaron lo que debieron haber recordado.

Domon apartó los ojos del seanchan. El Spray sorteaba la última ondulación marina para adentrarse en las mansas aguas de la ensenada. «Yo soy un comerciante, y eso no me concierne.»

Falme estaba enclavada en las laderas de la hondonada que formaba el puerto. Domon no acababa de decidir si las casas de oscura piedra componían una ciudad de considerables dimensiones o un modesto burgo, si bien era cierto que no avistaba ningún edificio capaz de rivalizar con el más insignificante palacio de Illian.

Condujo el Spray a uno de los muelles y se preguntó, mientras la tripulación lo amarraba, si los seanchan querrían comprar parte de su cargamento de fuegos artificiales. «Eso no me concierne», se repitió.

Para su sorpresa, Egeanin había ganado el puerto con su damane remando ella misma. Había otra mujer ahora que llevaba el brazalete, con los paños rojos y los relámpagos zigzagueantes en el vestido, pero la damane era la misma persona de semblante triste que nunca levantaba la mirada a menos que la otra le dirigiera la palabra. Egeanin había ordenado que Domon y su tripulación permanecieran sentados en el muelle, donde estaban apostados un par de soldados —que por lo visto consideraba suficientes, ante lo cual no tenía Domon intención de objetar nada— mientras otros seanchan registraban la embarcación siguiendo sus instrucciones. La damane participaba en el registro.

De improviso, en el dique apareció una cosa. Domon no acertaba a hallar otra palabra que la describiera. Era una voluminosa criatura con el cuerpo recubierto de cuero gris verdoso, un pico en lugar de boca y una cabeza en forma de cuña con tres ojos. Caminaba pesadamente junto a un hombre cuya armadura tenía pintados tres ojos, iguales que los del monstruo. Las gentes del lugar, estibadores y marineros vestidos con camisas toscamente bordadas y largos chalecos que les llegaban a las rodillas, retrocedían al paso de la pareja, pero ningún seanchan les prestó mayor atención. El individuo que acompañaba a la bestia parecía dirigirla mediante señas con la mano.

Hombre y criatura se perdieron de vista entre los edificios, dejando a Domon boquiabierto y a la tripulación murmurando para sí. Los dos guardias seanchan lanzaron unas risitas burlonas. «No es de mi incumbencia», se recordó Domon. Lo que a él le importaba era su barco.

El aire tenía un olor familiar a agua salada y brea. Se movió, inquieto, sobre la piedra calentada por el sol, preguntándose qué estarían buscando los seanchan, qué estaría buscando la damane, qué sería aquel ser que había visto… Las gaviotas chillaban, dando vueltas por encima del puerto. Se le ocurrió pensar en los sonidos que produciría un hombre enjaulado. «No es asunto mío.»

Finalmente Egeanin bajó a los muelles junto con los demás. El capitán seanchan llevaba algo envuelto en un paño de seda amarilla, advirtió con recelo Domon. Algo lo bastante pequeño para transportarlo con una mano, pero que asía cuidadosamente con las dos.

Se puso en pie despacio, en previsión de posibles reacciones de los soldados, en cuyos ojos brillaba el mismo rencor que en los de Caban.

—¿Veis, capitán? Sólo soy un pacífico comerciante. ¿Tal vez vuestra gente tenga interés en comprar mis fuegos de artificio?

—Tal vez, mercader. —La mujer tenía un aire de excitación contenida que le produjo desasosiego, el cual intensificaron sus próximas palabras—. Vais a venir conmigo.

Indicó a dos soldados que los acompañaran, y uno de ellos empujó a Domon para ponerlo en marcha. No fue un rudo empellón; Domon había visto cómo los granjeros empujaban de la misma manera a una vaca para impulsarla a caminar. Con las mandíbulas apretadas, siguió a Egeanin.

La calle adoquinada ascendía la ladera, dejando tras de sí el olor del puerto. Las casas de tejados de pizarra eran más grandes y más altas a medida que subían. Sorprendentemente, tratándose de una ciudad ocupada por invasores, en las calles había más lugareños que soldados seanchan, y de vez en cuando pasaban hombres con el pecho descubierto llevando un palanquín con las cortinas corridas. Los falmianos parecían continuar atendiendo sus asuntos como si los seanchan no estuvieran allí. O casi. Cuando se cruzaban con un palanquín o con soldados, tanto las pobres gentes vestidas con sucias ropas sin más adorno que un par de líneas onduladas, como los ciudadanos más ricos ataviados con camisas, chalecos y vestidos cubiertos de intrincados diseños bordados, realizaban reverencias y permanecían inclinados hasta que los seanchan se habían ido. Igual atención dedicaron a Domon y a su escolta, pero ni Egeanin ni los soldados se dignaron dirigirles una mirada.

Domon advirtió, estupefacto, que algunas de las gentes oriundas de la zona llevaban dagas al cinto y en algunos casos espadas. Fue tal su asombro que habló sin pensarlo.

—¿Algunos os apoyan?

Egeanin frunció el entrecejo, mirándolo con evidente perplejidad. Sin aminorar el paso, observó a los viandantes y asintió para sí.

—¿Os referís a las espadas? Ahora son nuestro pueblo, mercader; han prestado juramento. —Se detuvo de improviso y señaló a un alto individuo de anchos hombros que llevaba un chaleco profusamente bordado y una espada colgada de un tahalí de cuero.

—Vos.

El hombre se paró a media zancada, con un pie en el aire y un súbito temor pintado en el rostro. Sus rasgos eran duros, pero parecía como si deseara echar a correr. En lugar de ello, se volvió hacia la mujer y le dedicó una reverencia, con las manos apoyadas en las rodillas y los ojos fijos en las botas.

—¿Sois un mercader? —inquirió Egeanin—. ¿Habéis prestado juramento?

—Sí, capitán. Sí —respondió sin apartar la mirada de los pies.

—¿Qué les decís a la gente cuando lleváis vuestros carromatos a las tierras del interior?

—Que deben obedecer a los Precursores, capitán, esperar el Retorno y servir a Los Que Retornan al Hogar.

—¿Y no se os ocurre nunca hacer uso de esa espada contra nosotros?

La mano del hombre se crispó sobre una de sus rodillas y su rostro se perló de sudor.

—He prestado juramento, capitán. Obedezco, espero y sirvo.

—¿Lo veis? —señaló Egeanin, girándose hacia Domon—. No hay motivo para prohibirles llevar armas. Debe haber comercio, y los mercaderes han de protegerse de los bandidos. Permitimos que la gente se mueva según su voluntad, siempre que obedezcan, esperen y sirvan. Sus antecesores faltaron a sus promesas, pero ellos han aprendido a no hacerlo. —Volvió a emprender la ascensión de la colina y los soldados empujaron a Domon tras ella.

Domon se volvió para observar al mercader. Éste permaneció doblado en la misma posición hasta que Egeanin se halló a diez metros de distancia; luego se enderezó y se marchó apresuradamente en dirección contraria, dando saltos por la empinada calle.

Egeanin y sus guardias tampoco desviaron la vista cuando una tropa de seanchan montados pasó junto a ellos. Los soldados cabalgaban sobre criaturas que semejaban gatos del tamaño de caballos, pero con broncíneas escamas de lagarto bajo las sillas. Unos pies provistos de garras se aferraban a los adoquines. Una cabeza con tres ojos se volvió para mirar a Domon; aparte de su repulsivo aspecto, daba la impresión de… saber demasiado, lo cual alteró la paz interior de Domon, que tropezó, a punto de caer. A lo largo de toda la calle, los falmianos se retiraban junto a las fachadas de los edificios y desviaban la vista. Los seanchan no les prestaban la más mínima atención.

Domon comprendió entonces por qué los seanchan permitían que la gente se moviera libremente. Se preguntó si él habría tenido el valor de hacerles frente, con sus damane y sus monstruos. Dudó incluso de que hubiera algún medio de detener la marcha de los seanchan hasta la misma Columna Vertebral del Mundo. «No es de mi incumbencia», volvió a advertirse con brusquedad, antes de plantearse si le sería posible evitar a los seanchan en el futuro.

Alcanzaron la cumbre de la cuesta, donde la ciudad daba paso a colinas. No había murallas. Más adelante se encontraban las posadas que frecuentaban los mercaderes que comerciaban tierra adentro, y establos y patios para carromatos. Allí, las casas hubieran podido servir de respetables moradas señoriales a los hidalgos de Illian. Las más grandes tenían una guardia de honor de soldados seanchan frente a la entrada y un estandarte de rebordes azules con un halcón con las alas extendidas. Egeanin entregó su daga y espada antes de conducir a Domon al interior, y los dos soldados se quedaron afuera. Domon comenzó a sudar. Intuía que habría un señor adentro; nunca era bueno tener tratos con un aristócrata en su propio terreno.

En el primer vestíbulo, Egeanin dejó a Domon junto a la puerta y habló con un criado; un falmiano, a juzgar por las

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