todos habían sido obligados a postrarse y jurar, desconcertados, obedecer a los Precursores, aguardar el Retorno y servir a Los Que Retornan al Hogar a costa de sus vidas, los seanchan levaban anclas y de ordinario no volvían más. Falme, decían, era la única ciudad en la que mantenían una constante vigilancia. En algunos de los pueblos que habían abandonado, los hombres y mujeres reemprendían paulatinamente sus antiguas costumbres, hasta el punto de plantearse la elección de nuevos Consejos, pero la mayoría miraban con nerviosismo el mar y efectuaban recelosas protestas, aduciendo que debían ser fieles a los juramentos que habían debido prestar aun cuando ignoraran su sentido.
Domon prefería evitar a los seanchan, a ser posible.
Estaba levantando el catalejo para intentar distinguir algún detalle en la cubierta del navío que se aproximaba, cuando, con un bramido, la superficie del mar escupió fuego y agua como un surtidor a menos de cien metros de babor de su barco. Antes de que hubiera tenido ocasión de manifestar su asombro, otra columna de llamas partió el mar del otro lado, y, mientras se volvía para contemplarla, brotó una nueva al frente. Las erupciones se apagaban con tanta velocidad como se habían iniciado, produciendo una fina lluvia sobre la cubierta. En el lugar donde habían brotado, el mar borboteaba y despedía vapor como si estuviera hirviendo.
—Vamos…, vamos a alcanzar los bajíos antes de que se acerquen —anunció lentamente Yarin, que parecía intentar no mirar el agua que se ondulaba bajo nubes de neblina.
—Sea lo que sea lo que han hecho —objetó Domon, sacudiendo la cabeza—, pueden destrozarnos aunque lleguemos al rompiente. —Se estremeció, pensando en las llamas que acompañaban a los surtidores de agua, y en sus bodegas llenas de fuegos de artificio—. Que la Fortuna me pinche con su aguijón, quizá no lleguemos ni a ahogarnos. —Se mesó la barba y se frotó el labio superior, rasurado, reacio a dar la orden, pues todas sus posesiones se reducían al barco y lo que éste contenía, pero al fin se decidió a hacerlo—. Encáralo hacia el viento, Yarin, y arría las velas. ¡Deprisa, hombre, deprisa! Antes de que crean que todavía tratamos de escapar.
Mientras la tripulación corría a arriar las velas triangulares, Domon se volvió para observar cómo se aproximaba la embarcación seanchan. El Spray perdió impulso y cabeceó en las ondulaciones. El otro bajel, con torres de madera en popa y proa, superaba con creces la altura del barco de Domon. Había hombres en los aparejos, izando aquellas extrañas velas, y sobre las torres se veían figuras vestidas con armaduras. Una chalupa avanzó hacia el Spray impulsada por diez remos. Domon distinguió algunas figuras cubiertas con armaduras y, para su sorpresa, dos mujeres acurrucadas en la popa. De inmediato, la chalupa golpeó el casco del Spray.
El primero en subir fue uno de los hombres vestidos con armadura, ante cuya vista Domon comprendió de inmediato por qué algunos de los lugareños opinaban que los seanchan eran monstruos. El yelmo se parecía extraordinariamente a la cabeza de un gigantesco insecto, con finos penachos rojos semejantes a antenas; a través de lo que semejaban ser las mandíbulas se vislumbraban los ojos. Estaba pintado y dorado para incrementar el efecto, y el resto de la armadura también lucía los mismos colores. Unas planchas imbricadas rojas y negras rodeadas de oro cubrían el pecho, llegando hasta las hombreras y la parte frontal de los muslos. Incluso los dorsos de acero de los guanteletes eran rojos y áureos. En los lugares que no llevaban metal, la vestimenta era de cuero oscuro. La espada de doble asidura en la espalda, con su hoja curvada, estaba envainada en cuero rojinegro.
Entonces la figura revestida de acero se quitó el yelmo, y Domon advirtió que era una mujer. Llevaba el oscuro cabello corto y su semblante era duro, pero no había duda de que era mujer. Jamás había oído hablar de tal fenómeno, salvo entre los Aiel, y ya se sabía que los Aiel estaban locos. Igual desconcierto le produjo el hecho de que su rostro no fuera diferente, tal como él habría esperado de un seanchan. Era verdad que tenía los ojos azules y la piel extremadamente blanca, pero ya había visto tales rasgos en otras personas. Si aquella mujer hubiera llevado un vestido, nadie se habría parado para dirigirle la mirada más de una vez. Volvió a observarla, recapacitando; aquella fría mirada y esas duras mejillas la distinguirían doquiera que fuera.
Los restantes soldados subieron a cubierta tras la mujer. Cuando algunos de ellos se sacaron el yelmo, Domon comprobó, aliviado, que ellos al menos eran hombres; hombres de ojos negros o marrones que hubieran podido pasar inadvertidos en Tanchico o Illian. Había comenzado a imaginar ejércitos de mujeres de ojos azules con espadas. «Aes Sedai con espada», pensó, recordando la erupción del mar.
La mujer seanchan inspeccionó con arrogancia el barco; los atuendos permitían suponer que él o Yarin debían de ser el capitán, pero la actitud de éste de cerrar los ojos y murmurar plegarías para sus adentros lo eliminaban como candidato. Habiendo deducido, por tanto, que Domon era el capitán, la mujer le clavó una acerada mirada.
—¿Hay alguna mujer entre vuestra tripulación o pasajeros? —Era difícil comprenderla a causa de la mala articulación de sus palabras, pero el tono tajante de su voz indicaba que estaba habituada a recibir respuestas inmediatas—. Contestadme, si sois el capitán. Si no lo sois, despertad al otro necio y decidle que venga a responderme.
—Yo soy el capitán, mi señora —repuso prudentemente Domon. No tenía idea de qué tratamiento había de darle y no quería dar un paso en falso—. No tengo pasajeros y no hay ninguna mujer en mi tripulación. —Pensó en las muchachas y mujeres que se habían llevado y, no por vez primera, se preguntó para qué las querrían.
Las dos mujeres vestidas con ropas femeninas abandonaban en ese momento la chalupa, una llevando a la otra —Domon pestañeó— atada con una correa de metal plateado mientras subía a bordo. La cadena partía de un brazalete que rodeaba la muñeca de la primera mujer y acababa en un collar dispuesto en torno al cuello de la segunda. No podía distinguir si estaba entretejida o soldada, pues daba la impresión de haber sido elaborado con ambos métodos, pero sin duda formaba una sola pieza con la pulsera y el collar. La primera mujer enrolló el lazo cuando la otra llegó a cubierta. La que estaba sujeta por el cuello vestía de gris y permanecía con las manos entrelazadas y los ojos fijos en las planchas del suelo. La otra lucía paños rojos en el pecho de su vestido azul y a ambos lados de la falda, en los que podían verse unos plateados relámpagos zigzagueantes. Domon reparó en ellos con inquietud.
—Hablad lentamente —exigió la mujer de ojos azules con su imprecisa pronunciación. Atravesó la cubierta para plantarse ante él y lo miró a la cara desde abajo, dando la impresión de que lo hacía desde una posición superior—. Aún cuesta más entenderos que al resto de los habitantes de esta tierra renegada de la Luz. Y yo no pretendo ser de la Sangre. Todavía no. Después del Corenne… Soy el capitán Egeanin.
Domon repitió las palabras anteriores, tratando de hablar con lentitud, y luego añadió:
—Soy un pacífico comerciante, capitán. No os deseo ningún daño y no guardo relación alguna con vuestra guerra. —No pudo evitar lanzar una nueva ojeada a las dos mujeres conectadas por la correa.
—¿Un pacífico comerciante? —musitó Egeanin—. En ese caso, seréis libre de marcharos una vez que hayáis jurado nuevamente fidelidad. —Advirtió sus miradas y se volvió sonriente hacia las mujeres con el orgullo de un propietario—. ¿Admiráis mi damane? Me costó cara, pero vale el oro que pagué. Son pocos los no aristócratas que poseen una damane, y la mayoría de ellas son propiedad del trono. Es fuerte, mercader. Habría podido reducir vuestro barco a astillas, si así lo hubiera querido yo.
Domon contempló a la mujer y la cadena plateada. Había relacionado a la que llevaba los relámpagos con los formidables surtidores brotados del mar, y había supuesto que ella era una Aes Sedai, pero las palabras de Egeanin lo habían hecho dudar. «Nadie podría hacer eso a…»
—¿Es una Aes Sedai? —inquirió con incredulidad.
No alcanzó a ver cómo se avecinaba el golpe que la mujer le propinó con el dorso de la mano. Se tambaleó cuando el guantelete reforzado con acero le partió el labio.
—Ese nombre no se pronuncia jamás —advirtió Egeanin con aire amenazador—. Sólo existen las damane, las Atadas con Correa, que ahora nos sirven tanto de obra como de palabra. —El hielo era cálido en comparación con sus ojos.
Domon tragó sangre y mantuvo los puños cerrados en los costados. Si hubiera tenido una espada que empuñar no habría puesto su tripulación a merced de una docena de soldados armados, pero hubo de esforzarse para adoptar un tono de voz humilde.
—No era mi intención faltaros al respeto, capitán. Desconozco por completo vuestras costumbres. Si os ofendo, se debe a la ignorancia.
—Todos sois unos ignorantes, capitán —convino la mujer—, pero pagaréis la deuda de vuestros antepasados. Esta tierra era nuestra y lo será de nuevo. Con el Retorno, será nuestra una vez más. —Domon relacionó con incredulidad y estupor los rumores sobre Artur Hawkwing y las manifestaciones de la mujer. No sabiendo qué decir, optó por guardar silencio—. Emprenderéis rumbo a Falme… —intentó protestar, pero su mirada lo conminó a callar—… donde vos y vuestro barco seréis examinados. Si no sois más que un pacífico comerciante, cómo pretendéis, se os permitirá reemprender vuestro camino cuando hayáis prestado juramento.
—¿Juramento, capitán? ¿Qué juramento?
—Obedecer, esperar y servir. Vuestros antepasados debieron haberlo recordado.
Reunió a sus subalternos —exceptuando un soldado vestido con una sencilla armadura, la cual, junto con la profunda reverencia que el soldado ofreció al capitán Egeanin, indicaba su pertenencia a un rango inferior— y la chalupa se alejó hacia la embarcación mayor. El seanchan que se quedó a bordo no impartió orden alguna, limitándose a sentarse con las piernas cruzadas sobre cubierta y comenzar a afilar su espada mientras la tripulación izaba las velas e iniciaba la navegación. No parecía recelar de estar solo, y la verdad es que Domon habría arrojado personalmente por la barandilla a cualquier marinero que le hubiera levantado la mano, pues, al tiempo que el Spray bordeaba la costa, el barco seanchan lo seguía desde aguas más profundas. Mediaba un kilómetro entre ambas embarcaciones, pero Domon sabía que no había esperanzas de escapar, Y estaba dispuesto a entregar el hombre al capitán Egeanin tan ileso como si hubiera permanecido al abrigo de los brazos de su madre.
Había un largo camino hasta Falme, y Domon convenció al fin al seanchan para que hablara un poco. Era un hombre de ojos oscuros, de mediana edad, con una vieja cicatriz sobre los ojos y otra en la barbilla. Se llamaba Caban y no sentía más que rencor por la gente que vivía a ese lado del Océano Aricio. Aquello proporcionó una pausa momentánea a Domon. «Tal vez sea realmente… No, eso es una insensatez.» Caban pronunciaba con la misma imprecisión que Egeanin, pero mientras que la voz de ésta sugería el roce de la seda sobre el hierro, la del hombre parecía cuero frotado sobre una roca, y sólo mostraba interés en conversar sobre batallas, bebida y las mujeres que había conocido. La mitad de las veces, Domon no