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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 87
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derribó. Un fragor comparable al de un trueno ocupó la noche y un cegador estallido de luz desgarró la oscuridad.

Parpadeando, Rand se levantó, entre toses producidas por el acre humo, tambaleante y ensordecido. Miró con estupor en torno a sí. La mitad de los cilindros y todas las estanterías estaban abatidos y una esquina del edificio junto al que se encontraban los trollocs había desaparecido, sin dejar más vestigio que algunas vigas y planchas que lamían las llamas. De los trollocs no había ni rastro.

Entre la resonancia que aún le martilleaba los oídos, Rand oyó cómo los Iluminadores gritaban en el interior de la casa. Echó a correr y penetró en el callejón. Cuando había recorrido ya la mitad tropezó con algo y advirtió que era una capa. La recogió sin detenerse. Tras él, los gritos de los Iluminadores poblaban la noche.

Loial estaba balanceándose con impaciencia sobre los pies junto a la puerta abierta. Y estaba solo.

—¿Dónde está Selene? —preguntó Rand.

—Ha regresado allá. He intentado agarrarla, pero se me ha escapado de las manos.

Rand volvió a encaminarse hacia el ruido. A través del incesante sonido que le torturaba los oídos, algunos de los gritos eran casi incomprensibles. Ahora había luz allí, producida por las llamas.

—¡Los cubos de arena! ¡Traed rápidamente los cubos de arena!

—¡Esto es un desastre! ¡Un desastre!

—¡Algunos se fueron por allí!

Loial aferró el hombro de Rand.

—No puedes ayudarla, Rand, porque antes te cogerían a ti. Debemos irnos. —Alguien apareció al fondo del callejón, una sombra cuyos contornos recortaba el resplandor de las llamas, y señaló hacia ellos—. ¡Vamos, Rand!

Rand dejó que su amigo lo arrastrara hacia la oscuridad que se abría al otro lado de la puerta. El fuego fue perdiendo brillo tras ellos hasta convertirse en un punto de fulgor rodeado por la noche, y las luces de extramuros fueron aproximándose. Rand casi sentía deseos de topar con más trollocs, con algo contra lo que pelear. Pero sólo se oía la brisa que agitaba la hierba.

—He intentado contenerla —dijo Loial. Se produjo un largo silencio—. Realmente no habríamos podido hacer nada. Nos habrían apresado a nosotros también.

—Lo sé, Loial —replicó, con un suspiro, Rand—. Has hecho lo que has podido. —Caminó de espaldas unos pasos, contemplando el resplandor, que parecía ya más pequeño, seguramente los Iluminadores estaban apagando el incendio—. He de ayudarla de algún modo. —«¿Cómo? ¿El Saidin? ¿El Poder?» Se estremeció—. Debo hacerlo.

Atravesaron extramuros entre calles iluminadas, sumidos en un silencio en el que no hizo mella el alborozo reinante en ellas.

Cuando entraron en el Defensor de las Murallas del Dragón, el posadero le ofreció su bandeja con un pergamino sellado. Rand lo tomó y observó el sello blanco: una luna creciente y estrellas.

—¿Quién lo ha traído? ¿Cuándo?

—Una anciana, mi señor. Hace menos de un cuarto de hora. Una criada, aunque no ha dicho de qué casa. —Cuale sonrió como si se ofreciera a recibir confidencias.

—Gracias—dijo Rand, con la mirada todavía fija en el sello. El posadero lo observó con aire pensativo mientras subían las escaleras.

Hurin se sacó la pipa de la boca cuando Rand y Loial entraron en la habitación. Estaba limpiando su espada corta y la maza revestida de acero con un trapo aceitado.

—Habéis pasado mucho rato con el juglar, mi señor. ¿Está bien?

—¿Cómo? —inquirió Rand, sobresaltado—. ¿Thom? Sí, está… —Abrió el sello con el pulgar y leyó la misiva.

«Cuando creo saber lo que vais a hacer, hacéis algo diferente. Sois un hombre peligroso. Tal vez no tardemos mucho en volver a reunirnos. Pensad en el Cuerno. Pensad en la gloria. Y pensad en mí, pues siempre seréis mío.»

Nuevamente, no llevaba más firma que el fluido trazo de la escritura.

—¿Están locas todas las mujeres? —preguntó Rand al techo.

Hurin se encogió de hombros. Rand se dejó caer sobre una silla, la que tenía dimensiones destinadas a un Ogier; le quedaban las piernas colgando, pero le daba igual. Observó el cofre cubierto con la manta bajo el borde de la cama de Loial. «Pensad en la gloria.»

—Ojalá llegue pronto Ingtar —murmuró.

CAPÍTULO 28

Un nuevo hilo en el Entramado

Perrin miraba con desazón la Daga del Verdugo de la Humanidad mientras cabalgaba. El camino, empinado aún, parecía seguir ascendiendo indefinidamente, si bien él calculaba que ya no se hallaban lejos del puerto. A un lado del sendero, el terreno descendía abruptamente; en el fondo corría un arroyo poco profundo que se precipitaba entre las rocas arrancando oleadas de espuma; en el otro, las montañas formaban una serie de acantilados recortados que semejaban cascadas de piedra. La vereda recorría campos de cantos rodados, algunos del tamaño de la cabeza de un hombre y otros tan grandes como carros. Era evidente que no sería preciso gran habilidad para ocultarse en un lugar así.

Mat, con el arco colgado de través, cabalgaba con aparente despreocupación, haciendo juegos de manos con tres pelotas de colores, pero estaba más pálido que nunca. Verin lo examinaba dos o tres veces al día ahora, frunciendo el entrecejo, y Perrin estaba convencido de que había intentado aplicarle sus poderes curativos al menos en una ocasión, pero, por lo que él alcanzaba a percibir, éstos no surtían efecto alguno. De todas maneras, la Aes Sedai parecía encontrarse más absorta en algo que no expresaba.

«Rand», pensó Perrin, mirándola. Verin siempre iba a la cabeza de la comitiva, al lado de Ingtar, y siempre quería que avanzaran aún más rápido de lo que el señor shienariano permitía. «De algún modo, se ha enterado de lo de Rand.» En su mente parpadearon imágenes transmitidas por los lobos, granjas de piedra y pueblos asentados en terrazas, emplazados más allá de las cumbres; los lobos no advertían diferencia entre ellos y las colinas y prados, salvo que ello les producía la sensación de que aquella tierra se tornaba baldía. Por un momento notó que compartía su pesar, rememorando los lugares que los seres de dos piernas habían abandonado mucho tiempo atrás, evocando las veloces carreras entre los árboles, el enérgico chasquido de sus mandíbulas en el instante en que el ciervo trataba de huir, y… Pugnó por alejar los lobos de su pensamiento. «Esas Aes Sedai van a destruirnos a todos.»

Ingtar se rezagó para situarse junto a Perrin. En ocasiones, a ojos de Perrin, la cresta en forma de luna del yelmo del shienariano tenía la apariencia de los cuernos de un trolloc.

—Vuelve a referirme lo que han dicho los lobos —pidió Ingtar en voz baja.

—Os lo he repetido diez veces.

—¡Dímelo de nuevo! Cualquier cosa que se me haya escapado, cualquier detalle que me ayude a encontrar el Cuerno… —Ingtar aspiró hondo y dejó escapar el aire muy despacio—. Debo encontrar el Cuerno de Valere, Perrin. Vuelve a repetírmelo.

No era preciso que Perrin ordenara mentalmente la exposición, después de tantas reiteraciones. Lo expresó de una tirada.

—Alguien…, o algo…, atacó a los Amigos Siniestros durante la noche y mató a esos trollocs que hemos encontrado. —El estómago ya no se le levantaba al referirlo. Los cuervos y buitres eran unos voraces carroñeros—. Los lobos lo llaman el Exterminador de la Sombra; yo creo que era un hombre, pero ellos no se acercaron lo bastante para distinguirlo con claridad. No temen a ese Exterminador de la Sombra; más bien le profesan admiración. Dicen que ahora los trollocs persiguen al Exterminador de la Sombra. Y que Fain va con ellos… —Incluso después de tanto tiempo, el olor de aquel hombre le produjo un rictus—… de manera que el resto de los Amigos Siniestros también deben de estar con ellos.

—Exterminador de la Sombra —murmuró Ingtar—. ¿Alguna criatura del Oscuro, como un Myrddraal? He visto cosas en la Llaga que podrían recibir el nombre de Exterminador de la Sombra, pero… ¿No han añadido nada más?

—No se acercaron a él. No era un Fado, pues, como ya os he dicho, ellos matarían con más ganas a un Fado que a un trolloc, aunque para ello tuviera que perecer la mitad de la manada. Ingtar, los lobos que lo vieron, lo comunicaron a otros y éstos a otros antes de que el mensaje me llegara a mí. Sólo puedo referiros lo que me han transmitido, y después de pasar por tantos individuos… —Dejó la frase inconclusa al ver que Ino se unía a ellos.

—Aiel en las rocas —informó lacónicamente el soldado tuerto.

—¿A esta distancia del Yermo? —exclamó Ingtar, lleno de incredulidad. Ino logró de algún modo mostrarse ofendido sin modificar la expresión de la cara, ante lo cual Ingtar agregó—: No, no dudo de tu palabra. Simplemente me sorprende.

—El condenado quería que yo lo viera o de lo contrario no lo habría descubierto. —La voz de Ino reflejaba el disgusto de tener que admitirlo—. Y no tenía la maldita cara velada, de modo que no ha salido a matar a nadie, pero cuando uno ve a un condenado Aiel, siempre hay más escondidos. —De improviso abrió desmesuradamente los ojos—. Que me aspen si no parece que quiere algo más, aparte de que lo veamos. —Señaló a un hombre que se encaminaba hacia ellos por el sendero.

Masema puso al instante la lanza en ristre e hincó los talones en los flancos de su montura, que puso al galope en menos de tres pasos. No fue el único en reaccionar; cuatro puntas de acero apuntaron al hombre que estaba de pie.

—¡Quietos! —gritó Ingtar—. ¡Quietos, he dicho! ¡Voy a cortarle las orejas al que no se quede parado donde está!

Masema frenó con tal violencia el caballo que partió las riendas. Los otros también se detuvieron en medio de una nube de polvo a menos de seis metros del recién llegado, con las lanzas aún dirigidas a su pecho. El desconocido alzó una mano para apartar el polvo que subía hacia su rostro; ése fue el primer movimiento que realizó.

Era un hombre alto, con la piel atezada y pelo rojizo corto, salvo en la nuca, de la que partía una cola que le llegaba a los hombros. Desde sus flexibles botas de caña alta hasta el pañuelo que le rodeaba con holgura el cuello, toda su vestimenta era de gamas marrones y grises, tonalidades que se confundían fácilmente con las piedras y la tierra. La punta de un corto arco sobresalía por encima de su hombro; en un costado llevaba una aljaba rebosante de flechas y, en el otro, un largo cuchillo. Con la mano izquierda aferraba una rodela de cuero y tres lanzas cortas, que no superaban la mitad de su altura, con remates tan largos como los de las lanzas shienarianas.

—No traigo conmigo flautistas que interpreten la melodía —anunció, sonriendo, el hombre—, pero si deseáis la danza… —No modificó la postura, pero Perrin advirtió una súbita disposición en su actitud—. Me llamo Urien, de las Dos Agujas septentrionales del Reyn Aiel. Soy un Escudo Rojo. Recordadme.

Ingtar desmontó y caminó hacia él, quitándose el yelmo. Perrin titubeó sólo un momento antes de bajar del caballo y unirse a él. No quería perderse la ocasión de ver de cerca a un Aiel. «Comportarse como un Aiel de rostro velado.» En relato tras relato los Aiel eran tan mortíferos y peligrosos como los trollocs —algunos aseguraban incluso que todos eran Amigos Siniestros— pero, de algún modo, la sonrisa de Urien no parecía amenazadora a pesar del hecho de que pareciera dispuesto a saltar de un momento a otro. Tenía los ojos azules.

—Se parece a Rand —comentó Mat, que también se había aproximado—. Quizás Ingtar esté en lo cierto —añadió con calma Mat—. Es posible que

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