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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 86
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peinado con una multitud de pequeñas trenzas.

—¿Todo está dispuesto, dices? —preguntó la mujer—. ¿Estás seguro, Tammuz? ¿Todo?

Su interlocutor extendió los brazos.

—Siempre tienes que comprobarlo por ti misma, Aludra. Todo está preparado. El espectáculo podría iniciarse ahora mismo.

—Las puertas, ¿están atrancadas todas? ¿Todas las…? —Su voz se perdió en el interior del edificio iluminado.

Rand examinó la plaza, sin reconocer apenas nada. En el centro, varias docenas de tubos verticales, tan altos como él y de un diámetro de unos treinta centímetros, reposaban sobre bases de madera. De cada uno de los cilindros partía una oscura cuerda retorcida que se extendía por el suelo hasta una pared baja, de unos dos metros de largo, situada en el lado más alejado. Alrededor del descampado había un revoltijo de anaqueles de madera con artesas, tubos, palos ahorquillados y un sinfín de objetos diversos.

Todos los fuegos de artificio que él había contemplado podían caber en una mano, y eso era cuanto sabía, aparte de que estallaban con gran estrépito, o silbaban a ras del suelo en espirales de chispas, o en ocasiones salían disparados hacia el aire. Siempre llegaban con mensajes de los Iluminadores en los que se advertía que, si se abrían, podían explotar. De todas maneras, los fuegos artificiales eran demasiado caros para que el Consejo del Pueblo hubiera permitido abrirlos a cualquier persona inexperta. Aún recordaba la vez en la que Mat había intentado hacer precisamente eso; una semana después nadie le dirigía la palabra salvo su madre. El único detalle con que estaba familiarizado Rand eran los cordeles, las mechas. Sabía que era allí donde se prendía fuego.

Echando una ojeada a la puerta no atrancada, hizo señas a los otros para que lo siguieran y comenzó a caminar bordeando los tubos. Si tenían que buscar un lugar donde esconderse, quería que éste se encontrara lo más lejano posible de esa entrada.

Ello representaba que debía abrirse camino entre las estanterías y Rand contenía el aliento cada vez que rozaba alguna y los objetos que había en ella se movían haciendo ruido. Todas parecían de madera, carentes de metal y temblaba al imaginar el estrépito que ocasionarían si derribaban una. Miró con recelo los altos tubos, recordando la detonación producida por uno del tamaño de su dedo. Si eso eran fuegos de artificio, no deseaba encontrarse tan cerca de ellos.

Loial murmuraba sin cesar para sus adentros, en especial cuando topaba con uno de los anaqueles y retrocedía tan velozmente que avanzaba en medio de una sucesión de choques y murmullos.

Selene no resultaba menos exasperante. Caminaba con tanta despreocupación como si pasearan por la calle de una ciudad. No chocaba con nada y no producía ruido alguno, pero tampoco hacía ningún esfuerzo por mantener cerrada la capa. El color blanco de su vestido parecía más claro que el de todas las paredes. Rand atisbó las ventanas iluminadas, temeroso de que saliera alguien. Sólo con que saliera una persona, vería indefectiblemente a Selene y daría la alarma.

Pero no había nadie en las ventanas. Rand comenzaba a exhalar un suspiro de alivio al arrimarse a la pared baja, y a los callejones y edificios situados tras ella, cuando Loial tropezó con una nueva estantería. Ésta contenía diez varas de aspecto flexible, tan largas como los brazos de Rand, de cuyos extremos se elevaban hilillos de humo. La anaquelería apenas hizo ruido al caer y desparramar sobre una de las mechas los bastones que ardían sin llama. La mecha se prendió fuego, y la llama se acercó raudamente a uno de los altos tubos.

Rand permaneció petrificado un instante y luego trató de susurrar un grito.

—¡Detrás de la pared!

Selene emitió un gruñido de enojo cuando Rand la abatió junto al muro, pero él no le dio importancia. Intentó protegerla con su cuerpo al tiempo que Loial se agazapaba tras ellos. Mientras esperaba a que hiciera explosión el cilindro, se preguntó si aguantaría la pared. Se produjo un ruido sordo cuya resonancia notó en el suelo. Con cautela, se incorporó levemente para asomarse en el borde del muro. Selene lo golpeó con fuerza con el puño en las costillas y rodó para apartarse de él profiriendo un juramento en un idioma que él no reconoció, aunque apenas le prestó atención.

De la punta de uno de los cilindros salía un hilo de humo, nada más. Sacudió la cabeza, extrañado. «Si sólo es eso lo que…»

Con una detonación similar a un trueno, una enorme flor roja y blanca abrió sus pétalos en la ya oscurecida bóveda celeste y después fue alejándose al tiempo que se disolvía en chispas.

Mientras la contemplaba, deslumbrado, el edificio iluminado cobró vida de improviso. En todas las ventanas había hombres y mujeres, observando, señalando y gritando.

Rand lanzó una pesarosa ojeada al oscuro callejón, a tan sólo diez pasos de distancia, consciente de que un solo paso los haría totalmente visibles a la gente asomada a las ventanas. Se oía ruido de personas que se acercaban.

Presionó a Loial y Selene contra la pared, confiando en que parecieran simples sombras.

—Quedaos quietos y en silencio —susurró—. Es nuestra única esperanza.

—A veces —comentó en voz baja Selene—, si uno permanece muy quieto, nadie es capaz de verlo. —No aparentaba la más mínima inquietud.

Las botas golpeaban el suelo arriba y abajo al otro lado de la pared y las voces sonaban con furia. Sobre todo la que Rand identificó como la de Aludra.

—¡Eres un mamarracho, Tammuz! ¡Especie de gran cerdo! ¡Tu madre era una cabra, Tammuz! Un día nos matarás a todos.

—Yo no tengo la culpa de lo ocurrido, Aludra —protestó el hombre—. Me he cerciorado de que todo estuviera en el sitio correspondiente, y las yescas estaban…

—¡No me dirijas la palabra, Tammuz! ¡Un cerdo no merece hablar como un ser humano! —La voz de Aludra cambió al responder a la pregunta de otro individuo—. No hay tiempo para preparar otro. Galldrain deberá conformarse con el resto esta noche. ¡Y tú, Tammuz! Vas a colocarlo todo bien, y mañana vas a irte con los carros a comprar estiércol. ¡Como algo vuelva a salir mal esta noche, no voy a fiarme de ti otra vez ni para ocuparte del estiércol!

Los pasos fueron amortiguándose a medida que se alejaban hacia la casa, acompañados de los murmullos de Aludra. Tammuz se quedó cerca, gruñendo para sí acerca de la injusticia de que era objeto.

Rand contuvo el aliento cuando el hombre se inclinó para levantar la estantería caída. Aplastado contra la pared en sombras, distinguió la espalda y los hombros de Tammuz. Habría bastado que éste volviera la cabeza para advertir su presencia. Todavía quejándose para sus adentros, Tammuz dispuso los bastones encendidos en los estantes y luego se fue caminando hacia el edificio donde habían entrado los demás.

Espirando el aire retenido, Rand miró rápidamente a su alrededor y luego volvió a abrigarse en las sombras. En las ventanas aún había algunas personas.

—Esta noche ya no podemos confiar más en la suerte —musitó.

—Se dice que los grandes hombres forjan su buena estrella —afirmó quedamente Selene.

—¿Vais a parar de decir esas cosas? —la reconvino, cansado.

Deseaba que el perfume de la muchacha no ocupara de aquel modo su cabeza; le dificultaba la tarea de pensar. Recordaba el contacto de su cuerpo cuando la había obligado a tenderse bajo el peso del suyo —una turbadora mezcla de suavidad y firmeza— y eso no mejoraba su capacidad de raciocinio.

—Rand… —Loial estaba mirando por el borde de la pared hacia el otro lado de la casa iluminada—. Creo que necesitaremos otra dosis de suerte, Rand.

Rand se volvió para observar por encima del hombro del Ogier. Más allá de la plaza, en la calleja que conducía a la puerta sin atrancar, tres trollocs se asomaban con precaución entre las sombras observando las ventanas alumbradas, en una de las cuales había una mujer que no pareció advertirlos.

—Esto se ha convertido en una trampa —constató con calma Selene—. Esa gente os matará seguramente si os encuentra y los trollocs lo harán sin duda. Pero tal vez podáis acabar con los trollocs tan velozmente que no tengan ocasión de armar ningún alboroto. Quizá podáis hacer que esa gente no os mate para preservar sus pequeños secretos. Aun cuando no deseéis grandezas se requiere un gran hombre para llevar esto a buen fin.

—No tenéis por qué entusiasmaros por ello —espetó Rand.

Trató de dejar de pensar en cómo olía, cómo era el tacto de su cuerpo, y entonces el vacío casi se enseñoreó de él. Se apresuró a ahuyentarlo. No parecía que los trollocs los hubieran localizado, todavía. Volvió a agacharse, contemplando el oscuro callejón más cercano. Una vez que se desplazaran hacia él, los trollocs los verían infaliblemente, al igual que lo haría la mujer de la ventana. Se produciría una competición entre trollocs e Iluminadores de la que saldrían victoriosos quienes les dieran alcance primero.

—Vuestra grandeza va a entusiasmarme. —A pesar de sus palabras, el tono de Selene traicionaba enfado—. Tal vez debería dejaros durante un tiempo para que halléis vuestro propio camino. Si no queréis tomar la grandeza cuando se halla al alcance de vuestra mano, quizá merezcáis morir.

Rand evitó mirarla.

—Loial, ¿ves alguna otra puerta en ese callejón?

El Ogier negó con la cabeza.

—Hay demasiada luz aquí y demasiada oscuridad allí. Si estuviera en el callejón, podría verlo bien.

Rand rodeó la empuñadura de la espada.

—Llévate a Selene. Tan pronto como veas una puerta…, si la ves… llámame e iré detrás. Si no la hay al final de la calle, tendrás que auparla para que pueda llegar al borde del muro y saltar al otro lado.

—De acuerdo, Rand. —Loial parecía preocupado—. Pero cuando nos movamos, esos trollocs vendrán detrás de nosotros, sin atenerse a si hay alguien mirándolos o no. Aunque haya una puerta, nos pisarán los talones.

—Deja que me ocupe yo de los trollocs. —«Son tres. Puedo lograrlo, con el vacío.» Al pensar en el Saidin se decidió. Habían ocurrido demasiadas cosas extrañas cuando había dejado aproximarse demasiado la mitad masculina de la Fuente Verdadera—. Os seguiré tan pronto como pueda. Idos. —Se giró hacia el otro lado de la pared para observar a los trollocs.

Por el rabillo del ojo percibió vagamente el bulto de Loial moviéndose y el vestido blanco de Selene, medio cubierto por su capa. Uno de los trollocs apostados más allá de los tubos apuntó a ellos con excitación, pero los tres vacilaban todavía, mirando la ventana en la que aún estaba asomada la mujer. «Tres. Debe haber una manera de acabar con ellos sin el vacío. Sin el Saidin.»

—¡Hay una puerta! —le informó en voz baja Loial.

Uno de los trollocs dio un paso hacia afuera de las sombras y los otros lo siguieron, arracimados. Como de un lugar distante, Rand oyó chillar a la mujer de la ventana y la voz de Loial que gritaba algo.

Sin pensarlo, se había puesto en pie. Debía detener de algún modo a los trollocs, o de lo contrario se abalanzarían sobre él y luego sobre Loial y Selene. Agarró uno de los bastones prendidos y se precipitó hacia el tubo más próximo. Éste se ladeó, con una oscilación, y él aferró la base de madera; el cilindro apuntó directamente a los trollocs, quienes aminoraron, titubeantes, el paso. La mujer de la ventana gritó, y Rand aplicó la humeante punta de la vara en el tramo de la mecha en que ésta se unía al tubo.

El ruido seco se produjo al instante, y el grueso soporte de madera lo golpeó con tal fuerza que lo

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