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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 81
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abandonaban pronto Cairhien, Hurin no pararía de hacer zalemas a diestro y siniestro. Y, si Mat y Perrin veían eso, se encargarían de hacer que no lo olvidara jamás.

—Espero que no haya nada que retrase a Ingtar. Si no viene pronto, habremos de llevar el Cuerno a Fal Dara nosotros mismos. —Tocó la nota de Selene a través de la chaqueta—. Habremos de hacerlo. Loial, volveré temprano para que puedas ver un poco la ciudad.

—Preferiría no correr el riesgo —objetó Loial.

Hurin acompañó a Rand abajo. Apenas habían llegado al comedor, Cuale ya estaba inclinándose ante Rand, tendiéndole una bandeja en la que había tres pergaminos sellados. Rand los tomó, dado que aquél parecía ser el propósito del posadero. Era un pergamino de calidad, de tacto suave y flexible; caro, sin duda.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Invitaciones, por supuesto, mi señor —repuso, volviendo a inclinarse, Cuale—. De tres de las casas nobles. —Se alejó, todavía encorvado.

—¿Quién iba a enviarme invitaciones? —Rand las volvió sobre su mano. Ninguno de los individuos sentados en la sala levantó la cabeza, pero tenía la sensación de que de todos modos lo observaban. No reconoció los sellos. Ninguno de ellos era la luna creciente y las estrellas que había utilizado Selene—. ¿Quién sabría que estoy aquí?

—Todo el mundo a estas alturas, lord Rand —respondió con calma Hurin, que también parecía acusar las miradas de los presentes—. Los guardias de la puerta no serían capaces de mantener la boca cerrada en lo concerniente a la llegada de un señor extranjero a Cairhien. El mozo de la caballeriza, el posadero…, todos cuentan lo que saben en los lugares que consideran que les reportará mayor beneficio, mi señor.

Con una mueca de disgusto, Rand dio dos pasos y arrojó las invitaciones al fuego. Éstas prendieron al instante.

—Yo no juego al Da’es Daemar —dijo en voz lo bastante alta para ser oída por todos. Ni siquiera Cuale lo miró—. No tengo nada que ver con vuestro Gran Juego. Simplemente estoy aquí para esperar a unos amigos.

—Por favor, lord Rand. —Hurin le había agarrado el brazo y su voz era un apremiante susurro—. No hagáis eso de nuevo, por favor.

—¿De nuevo? ¿De veras crees que recibiré más?

—Estoy completamente seguro. Luz, me recordáis aquella vez en que Teva se enloqueció tanto con el zumbido de un avispón que propinó un puntapié al avispero. Es probable que hayáis convencido a todos los que están en la sala de que estáis hondamente involucrado en el juego. Ha de ser una implicación profunda, según su modo de ver, para que neguéis con tanta contundencia jugar. Todos los señores y damas de Cairhien lo hacen. —El husmeador lanzó una ojeada a las invitaciones, curvándose ennegrecidas en el fuego, y pestañeó—. Y sin duda os habéis procurado enemigos en tres casas. No de las grandes, pues de lo contrario no se hubieran precipitado tanto, pero aun así nobles. Debéis responder a todas las invitaciones que recibáis, mi señor. Declinadlas si queréis, aunque interpretarán cosas en tal acto. Y en las que aceptéis también. Claro está que, si las declináis todas, o las aceptáis todas…

—No pienso participar en eso —insistió Rand—. Nos iremos de Cairhien lo más pronto posible. —Hundió los puños en los bolsillos de la chaqueta, y notó cómo se arrugaba la nota de Selene. Extrayéndola, la alisó en la pechera—. Lo más pronto posible —murmuró, volviendo a guardarla en el bolsillo—. Toma un trago, Hurin.

Salió enojado, sin saber si atribuir el enfado a sí mismo, a Cairhien y su Gran Juego, a Selene por haber desaparecido o a Moraine. Ella lo había iniciado todo, robándole las chaquetas y dándole vestimentas de señor en su lugar. Aun ahora, cuando se consideraba libre de ellas, todavía había una Aes Sedai que se inmiscuía en su vida, sin tener siquiera la necesidad de estar allí.

Se dirigió a la misma puerta por la que había entrado en la ciudad, dado que aquél era el camino que conocía. Un hombre que se encontraba delante de la casa de guardia reparó en él —el vivo color de su chaqueta así como su altura, inusual entre los cairhieninos, llamaban la atención— y se precipitó hacia el interior, pero Rand no lo advirtió. Las risas y la música de extramuros tiraban de él.

Si su chaqueta roja con bordados de oro resaltaba en el interior de las murallas, combinaba en cambio perfectamente en extramuros. Muchos de los hombres que se afanaban entre las abarrotadas calles iban vestidos con tanta sobriedad como los de la urbe, pero un número equiparable de ellos vestían chaquetas rojas, azules, verdes o doradas, algunas tan llamativas como las de los gitanos, y un número aún mayor de mujeres lucía vestidos bordados y bufandas o chales de colores. La mayor parte de las galas estaban gastadas y no acababan de ajustarse a sus cuerpos, como si hubieran sido confeccionadas originalmente para otras personas, pero, si alguno de los que las llevaban posó la mirada en su lujosa chaqueta, nadie pareció encontrarla fuera de lugar.

En una ocasión hubo de detenerse para dejar pasar otro desfile de títeres gigantes. Mientras los tambores brincaban, haciendo sonar sus instrumentos, un trolloc con cara de cerdo luchaba con un hombre tocado con una corona. Tras unos cuantos golpes descargados sin orden ni concierto, el trolloc se desmoronó para regocijo de los espectadores.

Rand emitió un gruñido. «No mueren con tanta facilidad como lo presentan.»

Deteniéndose para mirar por la puerta, lanzó una ojeada al interior de uno de los grandes edificios sin ventanas. Para su sorpresa, era una enorme habitación, abierta al cielo en el medio y rodeada de palcos, con un gran escenario a un lado. Nunca había visto ni oído describir algo así. La gente se arracimaba en las gradas, observando a quienes ofrecían su representación en el estrado. Se asomó a otros al pasar y vio malabaristas, músicos, titiriteros e incluso un juglar, con su capa de parches, recitando con sonora voz una historia de La Gran Cacería del Cuerno en Cántico alto.

Aquello le trajo a Thom Merrilin a la memoria y le hizo apresurar el paso. El recuerdo de Thom siempre lo ponía triste. Thom había sido su amigo, un amigo que había muerto por él. «Mientras yo huía, abandonándolo a su suerte.»

En otra de las grandes edificaciones, una mujer ataviada con voluminosos ropajes hacía desaparecer cosas de un cesto para materializarlas en otro y luego hacer que se esfumaran de sus manos entre nubes de humo. La multitud que la contemplaba emitía ruidosas exclamaciones de asombro.

—Dos piezas de cobre, mi señor —dijo un andrajoso hombrecillo en la puerta—. Dos monedas de cobre para ver a la Aes Sedai.

—No creo que me interese entrar. —Rand volvió a mirar a la mujer, en cuyas manos aparecía una paloma blanca. «¿Aes Sedai?» Dedicó una leve reverencia al hombrecillo y se marchó.

Estaba abriéndose camino entre la muchedumbre, sin saber adónde dirigirse, cuando una voz profunda, acompañada por el tañido de un arpa, brotó de un portal presidido por un letrero que representaba un malabarista.

—… el frío vuela con el viento por el paso de Shara; el frío cruza la tumba sin marca. Pero cada año, en el Día Solar, sobre esas piedras amontonadas aparece una rosa, con una lágrima de cristal semejante al rocío sobre los pétalos, depositada por la justa mano de Dunsinin, pues ella se mantiene fiel al trato realizado por Rogosh Ojo de Águila.

La voz tiraba de él cual una cuerda. Se asomó a la puerta cuando comenzaban a sonar los aplausos.

—Dos monedas de cobre, buen señor —suplicó un individuo de rostro ratonil—. Dos piezas de cobre para ver…

Rand sacó varias monedas y se las entregó al hombre. Entró aturdido, mirando al individuo que se inclinaba en el escenario agradeciendo los aplausos de los oyentes, sosteniendo un arpa en un brazo mientras con el otro ahuecaba su capa multicolor como si quisiera albergar en ella todo el ruido ambiental. Era un hombre maduro, alto y desgarbado, con largos bigotes tan blancos como el pelo de su cabeza. Y, cuando se enderezó y vio a Rand, los ojos que se abrieron eran penetrantes y azules.

—Thom. —El susurro de Rand se perdió entre el alboroto reinante.

Mirándolo a los ojos, Thom Merrilin le señaló con un breve movimiento de cabeza una puertecilla lateral. Después volvió a hacer reverencias, sonriendo y dejándose acariciar por los aplausos.

Rand se encaminó a la puerta y la traspuso. Sólo era un pequeño corredor con tres escalones que conducían al estrado, al otro lado del cual había una malabarista practicando con pelotas de colores y seis titiriteros que hacían ejercicios de calentamiento.

Thom apareció en las escaleras, cojeando, como si su pierna derecha no se doblara tan bien como antes. Lanzó una mirada al malabarista y a los acróbatas, se atusó con gesto desdeñoso el bigote y se volvió hacia Rand.

—Todo cuanto quieren oír es La Gran Cacería del Cuerno. Yo me inclinaría a pensar que, con las noticias que llegan de Haddon Mirk y Saldaea, uno de ellos solicitaría el Ciclo Kareathon. Bueno, quizá no eso, pero daría algo por contar otra cosa. —Miró a Rand de pies a cabeza—. Parece que te van bien las cosas, chico. —Señaló el cuello de la chaqueta de Rand y frunció los labios—. Muy bien.

Rand no pudo contener la risa.

—Me fui de Puente Blanco convencido de que habíais muerto. Moraine dijo que aún estabais vivo, pero yo… ¡Luz, Thom, cómo me alegra veros de nuevo! Debí haber regresado para ayudaros.

—Hubiera sido una gran idiotez, muchacho. Ese Fado… —miró en torno a sí; no había nadie cerca, pero aun así bajó la voz—… no tenía ningún interés en mí. Me dejó el pequeño recuerdo de una pierna tiesa y salió corriendo detrás de ti y Mat. Lo único que habrías hecho sería morir. —Guardó silencio, con aire pensativo—. Moraine dijo que estaba vivo, ¿eh? ¿Está contigo entonces?

Rand sacudió la cabeza. Para su sorpresa, Thom pareció decepcionado.

—Mala cosa, en cierto modo. Es una buena mujer, a pesar de ser… —Dejó inconclusa la frase—. De manera que era a Mat o a Perrin a quien buscaba. No voy a preguntarte cuál. Son buenos chicos y no quiero saberlo. —Rand se movió, inquieto, y se sobresaltó cuando Thom lo apuntó con un huesudo dedo—. Lo que sí me interesa saber es, ¿todavía tienes mi arpa y mi flauta? Quiero que me las devuelvas. Lo que tengo ahora no vale ni para que lo toquen los cerdos.

—Las tengo, Thom. Os las traeré, lo prometo. No puedo creer que estéis vivo, y que no estéis en Illian. La Gran Cacería está a punto de partir. El premio por la mejor recitación de la Gran Cacería del Cuerno… Os moríais de ganas de ir.

—¿Después de lo de Puente Blanco? —resopló Thom—. Me dejaría matar antes de hacerlo. Aun cuando hubiera podido llegar al barco antes de que partiera. Domon y toda su tripulación hubieran propagado por toda Illian el cuento de que los trollocs iban persiguiéndome. Si vieron el Fado, u oyeron hablar de él, antes de que Domon soltara las amarras… La mayoría de los illianos creen que los trollocs y Fados son personajes de ficción, pero habría otros que querrían averiguar por qué perseguían a un hombre, los suficientes como para hacer de Illian un lugar desagradable.

—Thom, tengo algo que contaros.

—Más tarde, chico —lo interrumpió el juglar, que intercambiaba miradas con el hombre de rostro enjuto situado al otro lado del corredor—. Si

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