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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 80
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son los Aiel.

—¿Celebran algo? —inquirió Rand. No veía otra señal que aquella comitiva, pero creyó que ésta debía desfilar con algún motivo. Tavolin volvió a ordenar a los soldados que emprendieran la marcha.

—No en especial, Rand —respondió Loial, que, caminando junto a su caballo en cuya silla todavía iba atado el cofre envuelto con la manta, atraía tantas miradas como las marionetas. Algunos incluso reían y aplaudían como lo habían hecho con los títeres—. Me temo que Galldrain los mantiene apaciguados mediante distracciones. Da a los juglares y músicos el Donativo Real, una recompensa en plata, por dar representaciones aquí en extramuros y patrocina carreras de caballo en las riberas del río cada día. También hay fuegos de artificio muchas noches. —Pestañeó, cayendo en la cuenta de lo expresado, y miró apresuradamente en torno a sí para ver si alguno de los soldados lo había oído. Ninguno parecía haberle prestado atención.

—Fuegos de artificio —confirmó Hurin—. Los Iluminadores han construido su cuartel general aquí, me han dicho, al igual que en Tanchico. No me molestó en absoluto ver los fuegos artificiales cuando estuve aquí.

Rand sacudió la cabeza. Nunca había visto fuegos de artificio tan elaborados que requirieran la contribución de un Iluminador. Había oído comentar que sólo salían de Tanchico para organizar espectáculos para los gobernantes. Era un lugar extraño, aquel en el que entraba.

En el elevado arco cuadrado de la puerta de la ciudad, Tavolin ordenó el alto y desmontó junto a una achaparrada edificación de piedra adosada a las murallas. Tenía aspilleras en lugar de ventanas y una pesada puerta reforzada con hierro.

—Un momento, mi señor Rand —dijo el oficial, y, entregando las riendas a uno de los soldados, desapareció en el interior.

Rand miró con recelo a los soldados, montados rígidamente en dos largas filas, preguntándose qué harían si él, Loial y Hurin intentaran marcharse. Aprovechó la coyuntura para observar la ciudad que se extendía ante él.

Cairhien en sí ofrecía un vivo contraste con el caótico bullicio de extramuros. Amplias calles pavimentadas, cuya anchura disimulaba la gran cantidad de transeúntes, se entrecruzaban en ángulos rectos. Al igual que en Tremonsien, las colinas habían sido moldeadas en terrazas y acopladas a un trazado de líneas rectas. Las sillas de manos cubiertas, algunas de ellas con pequeños pendones con la insignia de una casa, avanzaban con lentitud y los carruajes circulaban despacio por las calles. La gente caminaba en silencio, vestida con ropas oscuras que no alegraban más colores que algunas listas de vez en cuando en el pecho de chaquetas o vestidos. Cuantas más lucía, más orgulloso era el porte del viandante, pero nadie reía ni sonreía siquiera. Los edificios levantados en las terrazas eran invariablemente de piedra y su ornamentación se componía de líneas y ángulos rectos. No había vendedores ambulantes ni buhoneros en las calles e incluso las tiendas parecían austeras, con letreros pequeños y sin mercancías expuestas afuera.

Ahora veía con más claridad las grandes torres, rodeadas de andamios de vigas amarradas en los que rebullían los obreros, depositando nuevas piedras para elevarlas aún más.

—Las Torres Infinitas de Cairhien —murmuró con tristeza Loial—. Bueno en un tiempo fueron lo bastante altas para justificar el nombre. Cuando los Aiel tomaron la ciudad, por la época en que naciste tú, las torres se incendiaron y se vinieron abajo. No veo ningún Ogier entre los albañiles. A ninguno le gustaría trabajar aquí, ya que los cairhieninos no quieren más que esto, sin adornos, pero los había cuando estuve aquí anteriormente.

Tavolin salió, seguido de otro oficial y dos funcionarios, uno con un gran libro mayor encuadernado en madera y el otro con una bandeja con objetos de escritorio. La parte delantera de la cabeza del oficial estaba rapada de igual manera que la de Tavolin, aun cuando el avance de la calvicie parecía haber dado cuenta de más cabellos que la hoja de afeitar. Ambos militares miraron alternativamente a Rand y al arcón oculto bajo la manta ligada. Ninguno de ellos preguntó qué había debajo. Tavolin lo había observado con frecuencia durante la jornada desde Tremonsien, pero tampoco había formulado pregunta alguna. El hombre medio calvo posó también la mirada en la espada de Rand y frunció brevemente los labios.

Tavolin lo presentó con el nombre de Asan Sandair y a él lo anunció en voz alta como lord Rand de la casa al’Thor, de Andor, acompañado de su criado, llamado Hurin, y de Loial, un Ogier del stedding Shangtai. El empleado que sostenía el libro mayor lo abrió sobre los brazos y Sandair escribió los nombres.

—Debéis volver a este puesto de guardia mañana a la misma hora, mi señor —le informó Sandair, dejando que el segundo escribano secara la tinta— y dar el nombre de la posada donde os hospedáis.

Rand dirigió la mirada a las severas calles de Cairhien y luego a la vivacidad que imperaba en extramuros.

—¿Podéis indicarme el nombre de alguna buena posada de allá afuera? —señaló a extramuros con la cabeza.

Hurin emitió un frenético siseo y se inclinó hacia él.

—No sería correcto, lord Rand —susurró—. Si os quedáis en extramuros, siendo un señor, estarán seguros de que tramáis algo.

Rand comprendió que el husmeador estaba en lo cierto. Sandair había abierto desmesuradamente la boca y Tavolin había enarcado las cejas al oír su pregunta y ambos lo observaban sin pestañear. Sintió deseos de decirles que no estaba participando en su Gran Juego.

—Tomaremos habitaciones en la ciudad —anunció en su lugar—. ¿Podemos irnos ahora?

—Desde luego, mi señor Rand. —Sandair realizó una reverencia—. Pero… ¿la posada?

—Os lo comunicaré cuando encontremos una. —Rand volvió grupas y luego se detuvo. La misiva de Selene crujía en su bolsillo—. Necesito encontrar a una joven de Cairhien, lady Selene. Tiene mi edad y es hermosa. Ignoro el nombre de su casa.

Sandair y Tavolin intercambiaron una mirada antes de que Sandair respondiera.

—Iniciaré las pesquisas, mi señor. Tal vez mañana pueda deciros algo cuando regreséis.

Rand asintió y condujo a Loial y Hurin hacia la ciudad. Apenas llamaron la atención, a pesar de que había poca gente a caballo. Ni siquiera Loial atrajo las miradas. Las personas casi parecían hacer ostensiblemente caso omiso de cuanto ocurría a su alrededor.

—¿Darán una interpretación errónea —preguntó Rand a Hurin— al hecho de que haya solicitado información sobre Selene?

—¿Quién puede saberlo con los cairhieninos, mi señor Rand? Por lo visto, piensan que todo está relacionado con el Da’es Daemar.

Rand se encogió de hombros. Sentía como si la gente estuviera mirándolo. Estaba impaciente por conseguir de nuevo una buena y sencilla capa y dejar de pretender ser lo que no era.

Hurin conocía varias posadas en la ciudad, aun cuando había permanecido en extramuros durante la mayor parte de su estancia. El husmeador los llevó a una llamada el Defensor de las Murallas del Dragón, en cuyo letrero había un hombre coronado que tenía el pie en el pecho de otro y la espada apoyada en su garganta. El individuo tendido era pelirrojo.

Un mozo de cuadra acudió a hacerse cargo de sus caballos, y dedicó furtivas miradas a Rand y a Loial cuando creía que no lo observaban. Rand se conminó a no dejarse llevar por imaginaciones; no era posible que todos los habitantes de la ciudad participaran en ese juego que le era propio. Y, en el caso de que así fuera, él no tenía nada que ver con ello.

La sala principal estaba limpia, con mesas dispuestas tan ordenadamente como la ciudad y pocos clientes acodados en ellas. Éstos lanzaron una ojeada a los recién llegados y enseguida volvieron a centrar la vista en sus vasos de vino; Rand tenía, no obstante, la impresión de que todavía estaban observando, y escuchando. Un pequeño fuego ardía en la gran chimenea, a pesar de que el día era cálido.

El posadero era un hombre gordo y servil con una sola raya verde cruzada en su chaqueta gris. Se sobresaltó al verlos, lo cual no sorprendió a Rand. Loial, con el cofre en los brazos bajo su manta rayada, había de encorvar la cabeza para atravesar el vano. Hurin iba cargado con todas las alforjas y bultos, y su propia chaqueta roja producía un vivo contraste con los oscuros colores con que vestían las personas sentadas a las mesas.

El posadero reparó en la chaqueta y espada de Rand y volvió a dibujar al punto su zalamera sonrisa. Hizo una reverencia, juntando sus suaves manos.

—Disculpad, mi señor. Es que, por un momento, os había tomado por… Perdonadme. Mi entendimiento ya no es el que era. ¿Deseáis habitaciones, mi señor? —Volvió a realizar una reverencia, menos profunda, dedicada a Loial—. Me llamo Cuale, mi señor.

«Me había tomado por un Aiel», pensó agriamente Rand. Tenía ganas de irse de Cairhien, pero ése era el lugar donde tenía posibilidades de encontrar a Ingtar. Y Selene había dicho que lo aguardaría en Cairhien.

Tomó cierto tiempo preparar las habitaciones pues, según explicó Cuale con una excesiva profusión de sonrisas y reverencias, era necesario trasladar una cama para Loial. Rand quería que los tres ocuparan el mismo dormitorio, pero entre las escandalizadas miradas del posadero y la insistencia de Hurin —«Debemos demostrar a esos cairhieninos que sabemos tan bien como ellos lo que es correcto»— acabaron encargando dos, una para él solo, con una puerta que comunicaba con la otra.

Las habitaciones eran casi iguales, exceptuando el hecho de que la de Loial y Hurin tenía dos camas, una para la talla del Ogier, mientras que la suya sólo tenía una, casi tan espaciosa como las otras dos juntas, con columnas cuadradas que casi llegaban al techo. La silla tapizada de alto respaldo y el lavabo eran también cuadrados e imponentes y el armario adosado a la pared tenía esculpidos unos rígidos y recargados ornamentos que le conferían el aspecto de estar desmoronarse sobre él. Un par de ventanas junto al lecho daban a la calle, dos pisos más abajo.

Tan pronto como hubo salido el posadero, Rand abrió la puerta e hizo pasar a Loial y Hurin.

—Este sitio me causa desazón —confesó—. Todo el mundo te mira como si pensaran que estás haciendo algo. Voy a volver a extramuros y me quedaré una hora allí. Allí la gente ríe, al menos. ¿Cuál de vosotros desea realizar el primer turno de vigilancia del Cuerno?

—Yo me quedaré —se apresuró a ofrecerse Loial—. Me gustaría leer un rato. El hecho de que no haya visto ningún Ogier no significa que no haya picapedreros del stedding Tsofu. No está lejos de la ciudad.

—Pensaba que querrías verlos.

—Ah… no, Rand. Ya me hicieron demasiadas preguntas la otra vez respecto a los motivos por los que iba solo por el mundo. Si han hablado con los del stedding Shangtai… Bueno, creo que me quedaré a descansar y leer.

Rand sacudió la cabeza. A menudo olvidaba que Loial se había escapado de casa para ver mundo.

—¿Y tú, Hurin? Hay música en extramuros y gente que ríe. Apuesto a que nadie juega al Da’es Daemar allí.

—Yo no estaría tan seguro, lord Rand. En todo caso, os agradezco la invitación, pero creo que no voy a ir. Hay tantas riñas, y asesinatos también, en extramuros, que apesta, ya sabéis a qué me refiero. No es que vayan a importunar a un señor, claro está, pues los soldados se abalanzarían sobre ellos. Pero, si no tenéis inconveniente, me gustaría tomar una bebida en el comedor.

—Hurin, no necesitas mi permiso para nada. Ya lo sabes.

—Como digáis, mi señor. —El husmeador hizo un amago de reverencia.

Rand respiró hondo. Si no

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