el manejo de la espada que he visto. Los Guardianes sólo tienen que enseñarle algo una vez, y ya lo ha aprendido. Me hacen sudar como un condenado para aprender la mitad de lo que hace Galad sin esforzarse.
—¿Y ser bueno con la espada ya es suficiente? —espetó Elayne—. ¡Hombres! Egwene: como ya habrás adivinado, este tonto medio desnudo es mi hermano. Gawyn, Egwene conoce a Rand al’Thor. Son del mismo pueblo.
—¿Sí? ¿Nació realmente en Dos Ríos, Egwene?
Egwene se obligó a asentir con naturalidad. «¿Qué es lo que sabe?»
—Desde luego. Crecí con él.
—Desde luego —convino lentamente Gawyn—. Un tipo bien extraño. Un pastor, según dijo, aun cuando no tuviera el aspecto ni los modales propios de un campesino. ¡Qué extraño! He encontrado a toda clase de personas que conocían a Rand al’Thor. Algunas ni siquiera conocen su nombre, pero la descripción no podía corresponder a nadie más, y él ha cambiado el curso de las vidas de cada una de ellas. Había un viejo granjero que fue a Caemlyn sólo para ver a Logain, cuando lo llevaron a la ciudad de camino hacia aquí, y que se quedó, no obstante, para dar su respaldo a nuestra madre cuando comenzaron a producirse los disturbios. A causa de un joven que había salido a ver mundo, el cual le había hecho pensar que la vida era más amplia que su granja: Rand al’Thor. Cualquiera se inclinaría a pensar que es ta’veren. No cabe duda de que Elaida está interesada en él. Me pregunto si el hecho de haberlo conocido modificará el curso de nuestras vidas.
Egwene miró a Elayne y Min. Tenía la certeza de que ellas no podían sospechar con razones fundadas que Rand fuera realmente ta’veren. Nunca hasta entonces había reflexionado en ese aspecto; él era Rand y había recibido la maldición de poder encauzar el Poder. Pero los ta’veren movían a la gente, tanto si lo querían como si no.
—De veras me gustáis —declaró de súbito, abarcando a las dos muchachas en su gesto—. Quiero ser amiga vuestra.
—Y yo tuya —respondió Elayne.
Impulsivamente, Egwene la abrazó y luego Min se unió a ellas.
—Las tres estamos unidas —dijo Min— y no podemos permitir que ningún hombre se entrometa en esto. Ni siquiera él.
—¿Le importaría a alguna de vosotras explicarme qué sucede? —inquirió amablemente Gawyn.
—No lo entenderías —contestó su hermana, y las tres muchachas prorrumpieron en un coro de risas.
—Bueno, si tiene algo que ver con Rand al’Thor, aseguraos de que no os oiga Elaida. Desde que llegamos ha venido a importunarme tres veces, como si de un interrogador Capa Blanca se tratara. No creo que tenga intención de causarle ningún… —Se sobresaltó; había una mujer que cruzaba el jardín, una mujer con un chal de flecos rojos—. Nombra al Oscuro —citó— y éste aparecerá. No necesito escuchar otro sermón sobre la obligación de usar la camisa cuando estoy fuera del campo de práctica. Buenos días a todas.
Elaida dedicó una ojeada a la espalda de Gawyn mientras se acercaba al puente. A juicio de Egwene, era una mujer atractiva más que hermosa, pero su aspecto de edad indefinida evidenciaba su condición con tanta certeza como el chal; sólo las hermanas ascendidas recientemente carecían de ese rasgo. Cuando posó la mirada sobre Egwene, ésta advirtió de pronto una dureza en su rostro. Siempre había considerado a Moraine como a alguien fuerte, una fortaleza de acero cubierta de seda, pero Elaida no recurría a la cobertura de seda.
—Elaida —dijo Elayne—, ésta es Egwene. Ella también nació con la simiente. Y ya ha recibido algunas clases, por lo que está en la misma fase que yo.
El semblante de la Aes Sedai aparecía inexpresivo.
—En Caemlyn, hija, yo soy la consejera de la reina, tu madre, pero esto es la Torre Blanca, y tú, una novicia. —Min hizo ademán de irse, pero Elaida la contuvo bruscamente—. Quédate, muchacha. Quiero hablar contigo.
—Os conozco desde que era niña, Elaida —replicó, incrédula, Elayne—. Me habéis visto crecer y habéis hecho florecer jardines en invierno para que pudiera jugar.
—Hija, allí eras la heredera del trono. Aquí eres una novicia. Debes aprenderlo. ¡Un día serás insigne, pero debes aprender!
—Sí, Aes Sedai.
Egwene estaba estupefacta. Si alguien la hubiera desairado de ese modo delante de otras personas, se habría enfurecido.
—Ahora idos las dos. —Un gong dejó oír su voz honda y resonante, y Elaida ladeó la cabeza. El sol se hallaba a medio trecho de su cenit—. Hora Alta —dijo Elaida—. Debéis apresuraros si no queréis recibir más reprimendas. Elayne, después de realizar tu trabajo ve a ver a la Maestra de las Novicias a su estudio. Una novicia no dirige la palabra a las Aes Sedai a menos que se lo ordenen. Corred las dos. Vais a llegar tarde. ¡Deprisa!
Corrieron, con las faldas arremangadas. Egwene observó a Elayne. Ésta tenía las mejillas sonrojadas y un aire resuelto en la expresión.
—Seré una Aes Sedai —declaró quedamente Elayne, pero su afirmación sonó como una promesa.
Tras ellas, Egwene oyó la voz de la Aes Sedai:
—Según tengo entendido, hija, Moraine Sedai te trajo aquí.
Quería quedarse para escuchar, para oír si Elaida hacía preguntas acerca de Rand, pero el gong resonaba en la Torre Blanca, y debía acudir a sus quehaceres. Corrió, obedeciendo la orden de Elaida.
—Seré una Aes Sedai —gruñó. Elayne le dedicó una breve sonrisa comprensiva y ambas aceleraron el paso.
Min tenía la camisa pegada al cuerpo cuando al fin abandonó el puente. No era un sudor causado por el sol, sino por el interrogatorio de Elaida. Miró hacia atrás para cerciorarse de que no la siguiera la Aes Sedai, pero no la vio en ningún sitio.
¿Cómo sabía Elaida que Moraine la había mandado llamar? Min estaba convencida de que aquello era un secreto del que únicamente participaban ella, Moraine y Sheriam. Y todas aquellas preguntas sobre Rand… No había sido fácil mantener el semblante impasible y la vista fija mientras le decía a la cara a una Aes Sedai que nunca había oído hablar de él ni sabía nada al respecto. «¿Qué quiere de él? Luz, ¿qué quiere Moraine de él? ¿Qué es él? Luz, no quiero enamorarme de un hombre que sólo he visto una vez, y un campesino precisamente.»
—Así te ciegue la Luz, Moraine —murmuró—. Sean cuales sean los motivos por los que me trajiste aquí, ¡sal del lugar donde te escondes y dime que me puedo ir!
La única respuesta fue el dulce canto de los pájaros. Malhumorada, se alejó en busca de un rincón donde calmar su furia.
CAPÍTULO 25
Cairhien
La ciudad de Cairhien, que Rand contempló por vez primera desde las colinas del lado norte a la luz del mediodía, estaba situada entre cerros junto al río Alguenya. Todavía tenía la impresión de que Elricain Tavolin y los cincuenta soldados cairhieninos lo custodiaban y dicha sensación no había hecho más que incrementarse después de cruzar el puente del Gaelin —su actitud se tornaba más rígida a medida que cabalgaban hacia el sur— pero a Loial y Hurin parecía tenerles sin cuidado, por lo cual trató de no darle importancia. Observó la ciudad, cuya extensión no desmerecía en nada frente a cualquiera de las que había visitado él. El río estaba lleno de grandes barcos y amplias barcazas y en la orilla opuesta abundaban los graneros, pero Cairhien parecía hallarse constreñida dentro de sus altas murallas grises. Dichos muros formaban un cuadrado perfecto, uno de cuyos lados seguía el curso del río. A lo largo de aquel trazado exacto se alzaban torres cuya altura superaba más de veinte veces la de los muros y cuyos remates dentados podía distinguir Rand incluso desde las colinas.
Fuera de las murallas se extendía un laberinto de calles, entrecruzadas en toda suerte de ángulos y rebosantes de gente. Extramuros, sabía Rand que lo llamaban, según le había informado Hurin; otrora había habido un mercado en cada puerta de la fortaleza, que con el tiempo se había convertido en un batiburrillo de calles y callejas que crecía en todas direcciones.
Cuando Rand y sus compañeros se introdujeron en aquel dédalo de sucias calles, Tavolin dispuso algunos soldados para abrir paso entre el gentío, gritando y apremiando a avanzar a los caballos como si fueran a pisotear a quienes no se apartaban con bastante rapidez. Los transeúntes se hacían a un lado sin apenas dedicarles una mirada, como si aquello fuera algo cotidiano. Rand advirtió que, a pesar de todo, estaban sonriendo.
Los ropajes de las gentes de extramuros eran andrajosos las más de las veces, pero abigarrados en su mayoría, y el lugar ofrecía una inusitada y estridente animación. Los vendedores ambulantes pregonaban sus mercancías y los tenderos invitaban a los viandantes a examinar los artículos expuestos sobre mesas junto a sus tiendas. Barberos, fruteros, afiladores, hombres y mujeres que ofrecían docenas de servicios y cientos de objetos en venta, recorrían la multitud. Entre la barahúnda sonaba música procedente de más de un edificio, que al principio Rand identificó como posadas, pero los carteles de las fachadas representaban a hombres tocando flautas o arpas, haciendo acrobacias o malabarismos, y, a pesar de sus grandes dimensiones, carecían de ventanas. La mayoría de las edificaciones de extramuros eran de madera, a despecho de sus tamaños, y un buen número de ellas parecían nuevas, aunque levantadas con pobreza de recursos. Rand contempló con asombro varias que tenían siete pisos e incluso más; se balanceaban ligeramente, aun cuando la gente que entraba y salía de ellos no parecía reparar en ello.
—Campesinos —murmuró Tavolin, mirando al frente con repugnancia—. Miradlos, corrompidos por costumbres extranjeras. No deberían estar aquí.
—¿Dónde deberían estar? —preguntó Rand.
El oficial cairhienino lo miró con expresión airada y espoleó el caballo, azotando a la muchedumbre con su látigo corto.
—Fue a causa de la Guerra de los Aiel, lord Rand —le explicó Hurin, tocándole el brazo y mirando en derredor para comprobar que los soldados no lo oían—. Muchos de los campesinos temieron regresar a sus tierras, próximas a la Columna Vertebral del Mundo, y casi todos vinieron aquí. Por eso tiene Galldrain el río lleno de barcazas de grano proveniente de Andor y Tear. No reciben cosechas de las granjas del este porque ya no hay granjas allí. No obstante no es aconsejable mencionarlo a ningún cairhienino, mi señor, pues tienden a mostrar la pretensión de que la guerra no tuvo lugar o, al menos, de que ellos la ganaron.
A pesar de la fusta de Tavolin, se vieron obligados a detenerse cuando una extraña procesión cruzó ante ellos. Media docena de hombres, haciendo sonar tambores y danzando, abrían la marcha de una sarta de enormes marionetas, de un tamaño dos veces superior al de los hombres que las accionaban con largos palos. Gigantescas figuras coronadas de hombres y mujeres vestidos con largos y lujosos atuendos dirigían reverencias a la multitud entre las formas de fantásticas bestias: un león con alas; una cabra, erguida sobre las patas traseras, con dos cabezas que semejaban exhalar fuego, a juzgar por los regueros carmesí que colgaban de ambas bocas; algo que parecía ser medio gato y medio águila, y otra criatura con cabeza de oso y cuerpo humano, que Rand tomó por un trolloc. La muchedumbre los aclamaba y reía mientras avanzaba haciendo cabriolas.
—El que lo hizo no ha visto en su vida un trolloc —gruñó Hurin—. La cabeza es demasiado grande y está demasiado delgado. Seguramente no creen en su existencia, mi señor, no más que en estos monigotes. Los únicos monstruos en los que creen los de extramuros