la persecución de los hombres que podrían encauzar el Poder que viene llevando a cabo desde hace tres siglos el Ajah Rojo, estamos contribuyendo a la disminución de la capacidad de encauzar de toda la especie, aunque yo que tú no mencionaría esto en presencia de ninguna Roja. Sheriam Sedai ha sostenido más de una acalorada discusión a raíz de esto, y nosotras no somos más que novicias.
—No lo haré, descuida.
—¿Está bien Rand? —preguntó Elayne tras una pausa.
Egwene sintió un súbito acceso de celos —Elayne era preciosa— que desapareció casi de inmediato bajo una oleada de temor. Rememoró lo poco que sabía del encuentro de Rand con la heredera del trono, y recobró la calma, diciéndose que no era posible que Elayne conociera la capacidad de Rand para encauzar el Poder.
—Egwene…
—Está bien dentro de lo que cabe. —«Espero que lo esté, ese necio cabeza de chorlito»—. Partía a caballo con algunos soldados shienarianos la última vez que lo vi.
—¡Shienarianos! Él me dijo que era un pastor. —Sacudió la cabeza—. Me descubro pensando en él en las más imprevistas ocasiones. Elaida cree que de alguna manera es importante. No lo expresó abiertamente, pero ordenó que lo buscaran y se puso furiosa al enterarse de que había abandonado Caemlyn.
—¿Elaida?
—Elaida Sedai, la consejera de mi madre. Es del Ajah Rojo, pero a mi madre no parece importarle eso.
Egwene notó la boca seca. «Del Ajah Rojo y se interesa por Rand.»
—No…, no sé dónde está ahora. Se fue de Shienar y no creo que regrese allí.
—Si supiera dónde encontrarlo, no se lo diría a Elaida, Egwene —advirtió Elayne, mirándola a los ojos—. Él no ha hecho nada malo, que yo sepa, y me temo que ella quiere servirse de él de algún modo. De todas maneras, no la he visto desde el día en que llegamos, con los Capas Blancas a la zaga. Todavía están acampados en la ladera del Monte del Dragón. —De improviso se puso en pie—. Hablemos de cosas más alegres. Hay otras dos aquí que también conocen a Rand y me gustaría presentarte a una de ellas. —Tomó a Egwene de la mano y la llevó afuera.
¿Dos muchachas? Al parecer Rand conocía muchas.
Todavía arrastrando a Egwene por el corredor, Elayne observó su expresión.
—Bueno, una de ellas es una chica muy perezosa llamada Elsa Grinwell. No creo que permanezca mucho tiempo aquí. Rehúye sus tareas y siempre se escapa para mirar cómo practican los Guardianes con la espada. Dice que Rand fue a la granja de su padre con un amigo suyo, Mat. Por lo visto le pusieron en la cabeza nociones acerca del mundo que se extendía más allá del siguiente pueblo y se fugó para convertirse en una Aes Sedai.
—Los hombres —murmuró Egwene—. Yo bailo unas cuantas danzas con un joven encantador y Rand pone una cara de mil demonios, pero él… —Se interrumpió cuando un hombre entró en el pasadizo delante de ellas. Elayne se detuvo también y le apretó la mano.
No había nada alarmante en su aspecto, aparte de su súbita aparición. Era alto y bien parecido, de mediana edad, con largos y rizados cabellos oscuros, Pero tenía los hombros caídos y la mirada triste. No hizo ademán de acercarse a Egwene y Elayne; se limitó a permanecer de pie, mirándolas, hasta que una de las Aceptadas apareció tras él.
—No deberíais estar aquí —le dijo sin brusquedad.
—Quería caminar. —Su voz era profunda y tan triste como sus ojos.
—Podéis caminar afuera en el jardín, donde os corresponde estar. El sol os sentará bien.
El hombre lanzó una amarga carcajada.
—¿Con dos o tres de vosotras vigilando todos mis pasos? Lo que ocurre es que teméis que encuentre un cuchillo. —Volvió a reír, habiendo percibido la expresión de los ojos de la Aceptada—. Para mí, mujer, para mí. Llevadme a vuestro jardín y a vuestros atentos ojos.
La Aceptada le tocó ligeramente el brazo y lo condujo afuera.
—Logain —le informó Elayne cuando hubo salido.
—¡El falso Dragón!
—Lo han amansado, Egwene. Ahora no es más peligroso que cualquier hombre ordinario. Pero recuerdo haberlo visto antes, cuando se necesitaban seis Aes Sedai a su alrededor para impedir que esgrimiera el Poder y nos destruyera a todos. —Se estremeció. Egwene también experimentó un escalofrío. Eso era lo que le haría el Ajah Rojo a Rand.
—¿Siempre han de amansarlos? —preguntó, y al ver cómo la observaba Elayne, boquiabierta, añadió—: Es que se me ocurre que las Aes Sedai podrían encontrar otra manera de tratarlos. Anaiya y Moraine afirman que las mayores hazañas de la Era de Leyenda requerían la aplicación conjunta del Poder por parte de hombres y mujeres. Pensé que podrían tratar de encontrar otros métodos.
—Bien, no dejes que ninguna hermana Roja escuche esos pensamientos en voz alta, Egwene. Lo intentaron. Lo hicieron durante los trescientos años posteriores a la construcción de la Torre Blanca, y renunciaron porque no había modo de encontrar otra solución. Vamos. Quiero presentarte a Min. Gracias a la Luz, no está en el jardín adonde va Logain.
Aquel nombre le sonaba vagamente familiar a Egwene quien, al ver a la joven, comprendió el porqué. Había un estrecho arroyo en el jardín, atravesado por un bajo puente de piedra, sobre cuya pared estaba sentada Min con las piernas cruzadas. Llevaba unos ajustados pantalones de hombre y una holgada camisa, que, junto con su oscuro cabello corto, le conferían el aspecto de un muchacho, si bien extraordinariamente guapo. Sobre la piedra de remate, a su lado, había una capa gris.
—Te conozco —dijo Egwene—. Trabajabas en la posada de Baerlon. —Una ligera brisa rizaba el agua bajo el puente y los pájaros trinaban en los árboles del jardín.
—Y tú eres una de esas que atrajeron sobre nosotros a los Amigos Siniestros que quemaron la casa —contestó, sonriendo, Min—. No, no te inquietes. El mensajero que vino a buscarme trajo dinero suficiente para que maese Fitch volviera a levantarla con un tamaño dos veces superior. Buenos días, Elayne. ¿No estás esclavizada con alguna lección? ¿Ni con cazuelas? —Lo preguntó con un tono de chanza, indicativo de una amistosa comprensión que Elayne confirmó con la mueca esbozada por respuesta.
—Veo que Sheriam todavía no ha conseguido meterte dentro de un vestido.
—Yo no soy una novicia —replicó Min, riendo pícaramente. Entonces imitó una voz aguda—. Sí, Aes Sedai. No, Aes Sedai. ¿Queréis que barra otro suelo, Aes Sedai? Yo —agregó, volviendo a adoptar su tono normal— me visto como quiero. —Se volvió hacia Egwene—. ¿Cómo está Rand?
Egwene frunció los labios. «Debería tener cuernos de carnero como un trolloc», pensó furiosa.
—Sentí que tu posada se incendiara y me alegro de que maese Fitch pudiera reconstruirla. ¿Por qué has venido a Tar Valon? Es evidente que no tienes intención de convertirte en una Aes Sedai. —Min enarcó una ceja, en lo que Egwene interpretó como una expresión divertida.
—Rand le gusta —explicó Elayne.
—Lo sé. —Min lanzó una ojeada a Egwene y por un instante ésta creyó percibir tristeza o pesar en sus ojos—. Estoy aquí —respondió prudentemente Min— porque me mandaron llamar, dándome a escoger entre venir cabalgando o atada dentro de un saco.
—Siempre lo cuentas exagerando —objetó Elayne—. Sheriam Sedai vio la carta y dice que era una petición. Min ve cosas, Egwene. Por esa razón está aquí, para que las Aes Sedai puedan estudiar cómo lo hace. No tiene nada que ver con el Poder.
—Una petición —resopló Min—. Cuando una Aes Sedai solicita la presencia de alguien, su pedido es tan conminatorio como la orden de una reina respaldada por un centenar de soldados.
—Todo el mundo ve cosas —observó Egwene.
—No como Min. Ella ve… halos… alrededor de la gente. E imágenes.
—No siempre —puntualizó Min—. No con todas las personas.
—Y puede descubrir detalles sobre ellas a partir de las aureolas, aunque no estoy segura de que cuente siempre la verdad. Me dijo que tendría que compartir a mi marido con otras dos mujeres y que nunca me avendría a ello. No hace más que reírse y repetir que no ha sido ella quien inventó eso. Pero me auguró que sería una reina antes de saber quién era; dijo que veía una corona y que ésta era la Corona de la Rosa de Andor.
—¿Qué ves al mirarme a mí? —inquirió Egwene, a su pesar.
—Una llama blanca y… oh, todo tipo de cosas. Pero en realidad no sé lo que significa.
—No para de repetir eso —terció secamente Elayne—. Una de las cosas que vio al mirarme fue una mano cortada. Dice que no es la mía, pero que no sabe lo que significa.
—Porque no lo sé —aseguró Min—. Ignoro el significado de la mitad de las cosas.
El crujido de unas botas en el paseo las hizo volverse para mirar a dos jóvenes que llevaban las camisas y chaquetas en los brazos y tenían los torsos desnudos y espadas envainadas en las manos. Egwene pensó que jamás había visto un hombre más atractivo que aquel alto y esbelto y a un tiempo musculoso joven que se movía con la agilidad de un gato. De pronto advirtió que él se inclinaba sobre su mano, que sin siquiera darse cuenta ella había tomado en la suya, y se estrujó el cerebro tratando de recordar el nombre que había oído.
—Galad —murmuró. El joven la miró con sus oscuros ojos. Era mayor que ella, mayor que Rand. Al pensar en Rand, tuvo un sobresalto y recobró la conciencia de la realidad.
—Y yo soy Gawyn —anunció, sonriendo, el otro joven—, ya que no creo que lo hayas escuchado la primera vez. —Min también sonreía y sólo Elayne fruncía el entrecejo.
Egwene recordó de repente la mano que aún retenía Galad y la soltó.
—Si vuestras obligaciones lo permiten —propuso Galad— me gustaría volver a veros, Egwene. Podríamos pasear o, si os dan permiso para salir de la Torre, merendar fuera de la ciudad.
—Me…, me encantaría.
La incomodaban las alborozadas sonrisas de Min y Gawyn y el entrecejo aún fruncido de Elayne. Trató de recobrar el aplomo, de pensar en Rand. «Es tan… guapo.» Dio un respingo, temerosa de haber hablado en voz alta.
—Hasta entonces. —Desprendiendo finalmente la mirada de sus ojos, Galad dedicó una reverencia a Elayne—. Hermana. —Flexible como un junco, se alejó caminando por el puente.
—Ése —murmuró Min, mirándolo— siempre hará lo que es debido. Sin tener en cuenta si con ello hiere a alguien.
—¿Hermana? —inquirió Egwene. Elayne todavía tenía la expresión levemente malhumorada—. Me ha parecido que era tu… Quiero decir que por la cara que has puesto… —Había creído que Elayne estaba celosa y aún no estaba segura de lo contrario.
—No soy su hermana —aseveró con firmeza Elayne—. Me niego a serlo.
—Nuestro padre era su padre —aclaró Gawyn—. No puedes negar eso, a menos que quieras tratar de embustera a nuestra madre y para eso, creo, habría que tener más arrestos de los que disponemos entre los dos.
Por primera vez, Egwene reparó en que Gawyn tenía el mismo cabello dorado con tonalidades rojizas que Elayne, si bien algo más oscuro y rizado por el sudor.
—Min tiene razón —comentó Elayne—. Galad carece del más mínimo sentido humanitario. Para él el deber está por encima de la clemencia, de la piedad o de… No es más humano que un trolloc.
—De eso no sé nada. —Gawyn volvió a sonreír—. Pero no lo parece, a juzgar por la manera como miraba a Egwene, aquí presente. —Percibió su mirada, y la de su hermana, y levantó las manos como si quisiera ahuyentarlas con su espada enfundada—. Además, es la persona más diestra en