sí. A ambos lados se alzaba una pared de piedra que doblaba su altura, de superficie lisa, como si la hubieran pulido. Los dedos de sus pies se deslizaban sobre un irregular y polvoriento pavimento. El cielo era mate y plomizo, a pesar de la inexistencia de nubes, y el sol parecía hinchado y rojo. En ambas direcciones había aberturas en el muro, entradas marcadas con cortas y angulosas columnas. Las paredes constreñían su campo visual, pero el suelo tomaba pendiente a partir del lugar donde se hallaba, tanto por delante como por detrás. Más allá de los dinteles se veían más paredes y pasadizos. Se encontraba en un gigantesco laberinto.
«¿Dónde está esto? ¿Cómo he venido aquí?» Como una voz distinta, la asaltó otro pensamiento: «El camino de retorno sólo aparecerá una vez».
—Si sólo hay una salida, no la encontraré aquí pasmada —se dijo. El aire era al menos cálido y seco—. Espero que hallaré algún atuendo antes de topar con alguien —murmuró.
Vagamente, recordó haber jugado de niña a trazar laberintos en un papel; había un truco para encontrar la salida, pero no lograba traerlo a la mente. Todo su pasado le parecía impreciso, como si perteneciera a otra persona. Apoyando una mano en la pared, comenzó a caminar, alzando nubes de polvo bajo sus pies desnudos.
Al asomarse a la primera abertura del muro, divisó otra galería que no difería en nada de la que ocupaba. Haciendo acopio de aire, continuó recto, atravesando pasadizos que parecían todos iguales. Pronto descubrió algo distinto: el camino se bifurcaba. Dobló a la izquierda y volvió a desembocar en una bifurcación. Tomó de nuevo el ramal izquierdo. En la tercera derivación, el pasillo izquierdo la llevó a un muro sin salida.
Con expresión sombría, retrocedió hasta la última encrucijada y se desvió hacia la derecha. En aquella ocasión llegó a una galería cegada después de doblar cuatro veces a la derecha. Por un momento permaneció de pie, contemplándola con furia.
—¿Cómo he llegado aquí? —se preguntó en voz alta—. ¿Dónde está este lugar?— «El camino de retorno sólo aparecerá una vez.»
Volvió a retroceder. Tenía la certeza de que debía haber una manera de guiarse por aquellos meandros. En la última bifurcación, tomó el lado izquierdo, y el derecho en la siguiente. Continuó avanzando resueltamente. Recto hasta llegar a una encrucijada. Izquierda y después derecha.
Se le antojó una estrategia efectiva. Al menos, había pasado una docena de desvíos sin topar con un callejón sin salida. Entonces desembocó en otro.
Por el rabillo del ojo, percibió un amago de movimiento. Cuando se volvió a mirar, sólo vio el polvoriento pasadizo entre pulidas paredes de piedra. Se dispuso a tomar la bifurcación izquierda… y giró sobre sí al captar un nuevo movimiento fugaz. No había nada allí, pero aquella vez tenía la convicción de que había habido alguien tras ella. De que había alguien. Desasosegada, partió presurosa en dirección opuesta.
Una y otra vez, ahora, justo en el límite de su campo visual al fondo de ese o aquel pasillo lateral, veía agitarse algo, demasiado velozmente para distinguirlo, que se esfumaba antes de que hubiera girado la cabeza para mirarlo de frente. Echó a correr. Pocos muchachos habían sido capaces de derrotarla en una carrera siendo muchacha allá en Dos Ríos. «¿Dos Ríos? ¿Qué es eso?»
Un hombre surgió de una abertura delante de ella. Sus oscuros ropajes tenían un aspecto enmohecido, medio corroído, y era viejo, más viejo que Matusalén. Una piel excesivamente tensada, semejante al pergamino cuarteado, le cubría la calavera, como si no tuviera carne con que rellenarla. Unos finos mechones de pelo quebradizo colgaban de un cuero cabelludo devastado y sus ojos estaban tan hundidos que parecían asomar del fondo de dos cavernas.
Paró en seco, sintiendo el crudo roce de las piedras bajo los pies.
—Soy Aginor —anunció el aparecido, sonriendo— y he venido a buscarte.
El corazón le dio un vuelco. Uno de los Renegados.
—No. ¡No, no es posible!
—Eres una chica muy bonita. Gozaré de ti.
De pronto Nynaeve recordó que estaba completamente desnuda. Con un grito y la cara arrebolada sólo en parte por la rabia, se precipitó por uno de los pasadizos del siguiente cruce. Unas agudas risotadas la persiguieron y el sonido de unos pasos arrastrándose que parecían correr tan velozmente como ella y de una voz velada que susurraba promesas acerca de lo que haría cuando la atrapara, promesas que le revolvían el estómago aun escuchadas a medias.
Buscó con desesperación una salida, mirando frenéticamente en derredor mientras corría con los puños apretados. «El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.» No veía nada, salvo nuevos retazos de interminable dédalo. Por más que corría, sus repugnantes palabras sonaban indefectiblemente a sus espaldas. Poco a poco, el miedo se convirtió en furia desatada.
—¡Así lo parta un rayo! —sollozó—. ¡Así la Luz lo consuma! ¡No tiene derecho! —Notó en su interior una floración, una brecha que se abría a la luz.
Con las mandíbulas comprimidas, se volvió para encararse a su perseguidor cuando éste apareció, riendo y dando bandazos en su galopada.
—¡No tenéis derecho! —Tendió un puño hacia él y abrió los dedos como si le arrojase algo. Experimentó una ligera sorpresa al ver brotar de él una bola de fuego.
Ésta estalló en el pecho de Aginor y lo derribó. Permaneció tendido un solo instante antes de levantarse tambaleante, ajeno al parecer al fuego que consumía la parte frontal de su chaqueta.
—¿Cómo te atreves? ¿Cómo osas? —espetó, escupiendo.
De improviso el cielo se ensombreció con amenazadores nubarrones grises y negros, entre los que surgió un rayo que apuntaba directamente al corazón de Nynaeve.
Durante una fracción de segundo, le pareció que el tiempo se había detenido súbitamente, como si aquel instante durara una eternidad. Sintió el flujo dentro de ella —un lejano pensamiento le indicó que era el flujo del Saidar— y captó su igual en el relámpago. Y entonces alteró la trayectoria del rayo. El tiempo volvió a discurrir bruscamente.
La descarga provocó una estrepitosa avalancha de piedras sobre la cabeza de Aginor. Los hundidos ojos del Renegado se abrieron con estupor mientras retrocedía con paso vacilante.
—¡No puedes! ¡No es posible! —Se apartó de un brinco, esquivando la lluvia de piedras, que se precipitó en el lugar que había ocupado.
Nynaeve caminó ferozmente hacia él. Y Aginor emprendió la huida.
El Saidar era un torrente que le recorría tumultuosamente las entrañas. Percibía las rocas a su alrededor, el aire y los minúsculos fragmentos del Poder Único. Y notaba que Aginor hacía… algo asimismo. Lo advirtió oscura y remotamente como si estuviera realizando algo que ella nunca conocería de verdad, pero cuyos efectos notó y reconoció en torno a sí.
El suelo bramó y se resquebrajó bajo sus pies. Las paredes se abatieron ante ella, formando montañas de piedra que le cerraban el paso. Trepó sobre ellas, sin prestar atención a las aristas que le arañaban los pies y manos, manteniendo la mirada fija en Aginor. Entonces se alzó un viento que, aullando en las galerías, la golpeó con furia hasta aplastar sus mejillas y arrasarle los ojos; Nynaeve cambió el curso del flujo, y Aginor cayó rodando por el corredor como un arbusto arrancado de cuajo. Dirigió la corriente hacia el suelo, modificó su impulso, y los muros se desmoronaron sobre Aginor. Obedeciendo a su mirada, una descarga eléctrica se abalanzó hacia el Renegado, haciendo estallar las piedras cada vez más cerca de él. Notaba cómo Aginor forcejeaba para hacer retroceder los rayos contra ella, pero, paso a paso, los deslumbrantes rayos avanzaban implacablemente hacia él.
Algo resplandeció a su derecha, algo que quedó descubierto por las paredes derrumbadas.
Nynaeve sentía cómo Aginor perdía energías, captaba la creciente fragilidad y frenesí de sus esfuerzos por contraatacar, pero, aun así, tenía la certeza de que él no iba a cejar. Si lo dejaba escapar ahora, la perseguiría con tanto ahínco como antes, convencido de que al fin y al cabo ella era demasiado débil para derrotarlo, demasiado endeble para impedirle disponer de su persona a su antojo.
Un arco se erguía en el lugar que había ocupado la piedra, un arco impregnado de una suave irradiación plateada. «El camino de retorno…»
Tuvo conciencia del momento en que el Renegado abandonó su ataque, concentrando todos sus esfuerzos en rechazar sus acometidas. Y su poder era insuficiente: ya no podía parar sus descargas. Ahora debía esquivar, brincando, las innumerables piedras que precipitaban sus rayos, cada uno de cuyos estallidos lo tiraba al suelo invariablemente.
«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.»
Los relámpagos cesaron. Nynaeve apartó la mirada de Aginor para contemplar el arco. Volvió la vista hacia el Renegado, justo a tiempo para ver cómo éste se arrastraba sobre las piedras amontonadas antes de desaparecer. Nynaeve bufó decepcionada. La mayor parte del laberinto aún permanecía en pie, a lo cual había que sumar un centenar de nuevos lugares donde ocultarse en los escombros que ambos habían creado. Tardaría en encontrarlo nuevamente, pero estaba persuadida de que, si no lo localizaba ella primero, él lo haría. Una vez recobradas las fuerzas, se precipitaría sobre ella cuando menos lo esperase.
«El camino de retorno sólo aparecerá una vez.»
Asustada, volvió a mirar y vio con alivio que la arcada continuaba allí. Si pudiera encontrar rápidamente a Aginor…
«Ten firmeza.»
Con un grito de frustración, escaló las piedras apiladas en dirección al arco.
—Quienquiera que sea el responsable de que yo esté aquí —murmuró— haré que envidie la suerte que ha corrido Aginor. Voy a… —Entró bajo el arco y la luz la ofuscó.
—Voy a…
Nynaeve salió del arco y se paró a observar en torno a sí. Todo era como recordaba: el ter’angreal de plata, las Aes Sedai, la estancia… Pero las evocaciones la sacudieron como un golpe; un tropel de memorias ausentes invadieron contundentemente su cabeza. Había salido por el mismo arco que entró.
La hermana Roja levantó uno de los cálices de plata y derramó un chorro de fresca y clara agua sobre la cabeza de Nynaeve.
—Quedas limpia del pecado en que hayas incurrido —entonó la Aes Sedai— y de los cometidos contra ti. Quedas limpia del delito que hayas podido perpetrar y de los que han sido dirigidos contra ti. Acudes a nosotras pura e inmaculada, en cuerpo y alma.
Nynaeve se estremeció mientras el agua corría por su cuerpo, goteando en el suelo.
Sheriam la tomó del brazo con una sonrisa de alivio, a pesar de no mostrar asomo de haber estado preocupada anteriormente.
—Por ahora vas bien. Regresar implica hacerlo bien. Recuerda cuál es tu propósito y continuarás con la buena racha. —La pelirroja la condujo a un nuevo arco del ter’angreal.
—Era tan real… —susurró Nynaeve. Guardaba plena conciencia de todo, recordaba haber encauzado el Poder Único con tan poco esfuerzo como empleaba para levantar un brazo. Recordaba a Aginor y los horrendos usos que reservaba para ella. Se estremeció una vez más—. ¿Era real?
—Nadie lo sabe —repuso Sheriam—. Parece verdadero en el recuerdo, y algunas han salido con las marcas reales de las heridas recibidas adentro. Otras se han hecho profundos cortes y han regresado sin rastro de ellos. Todo es diferente para cada mujer que entra. Los antiguos decían que había muchos mundos. Tal vez este ter’angreal nos conduce a ellos. Si ése fuera el caso, no obstante, lo hace siguiendo unas reglas muy severas para tratarse de algo que únicamente tenga el cometido de trasladar a alguien de un lugar a otro. Yo creo que no es real. Pero recuerda: tanto si lo que ocurre es verídico como si no lo es,