en Cairhien, según me han dicho. —Alegró el rostro súbitamente—. Lady Selene debe de saberlo, lord Rand. Ella con seguridad estará más informada que yo o el constructor. Podéis consultárselo mañana.
Por la mañana, no obstante, Selene había desaparecido. Cuando Rand bajó al comedor, la señora Madwen le entregó un pergamino sellado.
—Si me perdonáis, mi señor, debisteis hacerme caso. Debisteis haber llamado a la puerta de vuestra dama.
Rand esperó a que se fuera para romper el sello de cera blanca, en el que estaban impresas una luna creciente y estrellas.
«Debo irme por un tiempo. Hay demasiada gente aquí y no me gusta Caldevwin. Os aguardaré en Cairhien. Nunca penséis que estoy demasiado lejos de vos. Estaréis siempre en mis pensamientos, como sé que yo estoy en los vuestros.»
No estaba firmado, pero aquella elegante y fluida letra era propia de Selene.
Lo plegó con cuidado y se lo puso en el bolsillo antes de salir afuera, donde lo esperaba Hurin con los caballos.
El capitán Caldevwin estaba allí también, con otro oficial joven y cincuenta soldados montados que abarrotaban la calle. Los dos militares tenían la cabeza desnuda, pero llevaban guanteletes reforzados con acero y petos dorados sujetos con correas sobre sus chaquetas azules. Una corta vara estaba prendida al arnés en la espalda de cada uno de ellos, sosteniendo un pequeño pendón azul sobre su cabeza. El estandarte de Caldevwin lucía una estrella solitaria, mientras que el de su compañero más joven estaba atravesado por dos barras blancas. Ambos hombres ofrecían un marcado contraste con los soldados, vestidos con sencillas armaduras y yelmos que parecían campanas con un trozo de metal retirado para dejar sus caras al descubierto.
—Buenos días tengáis, mi señor Rand —lo saludó Caldevwin cuando salió de la posada—. Éste es Elricain Tavolin, que irá al mando de vuestra escolta, si puedo llamarla así. —El otro oficial realizó una reverencia. Tenía la cabeza afeitada de la misma manera que Caldevwin.
—Será un placer viajar con escolta, capitán —respondió Rand, logrando aparentar tranquilidad. Fain no intentaría nada contra cincuenta soldados, pero Rand deseaba estar persuadido de que sólo se trataba de una escolta.
El capitán dirigió la mirada a Loial, de camino a su montura con el cofre cubierto con la manta.
—Una pesada carga, Ogier.
—No me gusta alejarme nunca de mis libros —replicó el Ogier, que casi estuvo a punto de tropezar. Su gran boca se abrió en una sonrisa cohibida, Y luego se apresuró a atar el arcón a su silla.
—Vuestra dama no ha bajado todavía —observó Caldevwin, mirando ceñudo a su alrededor—. Y su magnífica yegua tampoco está aquí.
—Ya se ha ido —le explicó Rand—. Tenía que llegar a Cairhien sin tardanza, durante la noche.
—¿Durante la noche? —se sorprendió Caldevwin, enarcando las cejas—. Pero mis hombres… Disculpadme, mi señor Rand. —Se llevó aparte al joven oficial y susurró furiosamente.
—Ha hecho vigilar la posada, lord Rand —musitó Hurin—. Seguramente lady Selene ha pasado inadvertida ante ellos. Tal vez se durmieran.
Rand montó con una mueca de disgusto. Si había alguna posibilidad de que Caldevwin no sospechara de ellos, Selene había acabado con ella al parecer.
—Demasiada gente, dice —murmuró—. Habrá muchísima más en Cairhien.
—¿Decíais algo, mi señor?
Rand levantó la mirada hacia Tavolin, montado en un alto caballo castrado de color terroso. Hurin estaba a caballo también y Loial permaneció de pie junto a la cabeza de su enorme montura. Los soldados habían formado filas. No se veía a Caldevwin por ningún lado.
—Nada sucede como yo esperaba —dijo Rand.
Tavolin le dedicó una breve sonrisa, apenas esbozada.
—¿En marcha, mi señor?
La extraña procesión tomó el camino de tierra apelmazada que conducía a la ciudad de Cairhien.
CAPÍTULO 22
Espías
—Nada sucede como yo lo preveía —murmuró Moraine, sin aguardar respuesta de Lan.
La larga y pulida mesa que se hallaba frente a ella estaba atestada de libros y papeles, pliegos y manuscritos, muchos de ellos polvorientos a causa de un largo período de almacenamiento y estropeados por el tiempo, algunos reducidos a meros fragmentos. La estancia parecía casi estar formada por libros y manuscritos, dispuestos en estantes salvo en los retazos ocupados por las puertas, las ventanas y el hogar. Las sillas eran de respaldo alto y bien tapizadas, pero la mayoría de ellas, y gran parte de las mesillas, tenían libros encima y algunas también debajo. Sin embargo, Moraine sólo era responsable del desorden situado ante ella.
Se levantó y se trasladó a la ventana, por la que observó la noche y las luces del pueblo, emplazado a corta distancia. No había peligro de sufrir persecución en ese lugar. A nadie se le ocurriría pensar que hubiera ido allí. «Ordenar mis pensamientos y comenzar de nuevo —se dijo—. Eso es cuanto he de hacer.»
Ninguno de los habitantes del pueblo sospechaba que las dos ancianas hermanas que vivían en esa confortable casa fueran Aes Sedai. Nadie recelaba tales cosas en una pequeña aldea como la Fuente de Tifan, una comunidad de campesinos perdida en las praderas de los llanos de Arafel. Los lugareños acudían a las hermanas en busca de consejo sobre sus problemas o cura para sus dolencias, y las tenían por mujeres bendecidas por la Luz, pero nada más. Adeleas y Vandene se habían retirado voluntariamente juntas hacía tanto tiempo que muy pocas incluso en la Torre Blanca recordaban que aún seguían con vida.
Con el también envejecido Guardián que les quedaba, vivían pacíficamente, todavía empeñadas en escribir la historia del mundo desde el Desmembramiento, y de todo lo que pudieran incluir de las épocas anteriores. Entretanto, había muchos datos que reunir, muchos misterios que resolver. Su morada era el lugar más adecuado para que Moraine encontrase la información que buscaba. El inconveniente era que no estaba allí.
Al percibir sus ojos un movimiento, se volvió. Lan estaba repantigado contra la chimenea de amarillentos ladrillos, más impasible que una piedra.
—¿Recuerdas la primera vez que nos vimos, Lan?
Si no hubiera estado atisbando alguna reacción en él, no habría percibido el rápido movimiento de su ceja. No era frecuente que lo tomara por sorpresa. Aquél era un tema que ninguno de los dos mencionaba nunca; hacía casi veinte años que ella —con todo el orgullo de alguien todavía lo bastante joven para ser considerado joven, rememoró— había dicho que jamás volvería a hablar de ello y que esperaba el mismo silencio de él…
—Lo recuerdo —fue cuanto dijo.
—Y todavía no vas a presentarme excusas, supongo. Me tiraste a una charca. —No sonrió, a pesar de considerarlo algo divertido ahora—. Me quedé empapada hasta los huesos, y en lo que los hombres fronterizos llamáis la nueva primavera. Casi me congelé.
—Recuerdo que hice fuego, también, y que colgué unas mantas para que pudieras calentarte en privado. —Atizó el fuego y volvió a colgar las tenazas en su gancho. Aun las noches de verano eran frías en las Tierras Fronterizas—. Recuerdo asimismo que, mientras dormía esa noche, vaciaste la mitad de la charca sobre mí. Nos habríamos ahorrado muchos escalofríos los dos si me hubieras dicho simplemente que eras una Aes Sedai en lugar de demostrarlo. En lugar de tratar de separarme de mi espada. No es un buen modo de presentarse a un hombre de las Tierras Fronterizas, aun tratándose de una mujer.
—Era joven y estaba sola y tú eras entonces tan fornido como lo eres ahora y tu fiereza era más evidente. No quería que supieras que era una Aes Sedai. Me pareció que responderías más abiertamente a mis preguntas si lo ignorabas. —Guardó silencio un momento, pensando en los años transcurridos desde aquel encuentro. Había sido bueno encontrar un compañero que sumar a su búsqueda—. En las semanas siguientes, ¿sospechaste que iba a pedirte que te vincularas a mí? Lo decidí el primer día.
—Jamás se me ocurrió —respondió secamente—. Estaba demasiado ocupado preguntándome si podría escoltarte hasta Chachin y salvar el pellejo. Cada noche me deparabas una sorpresa diferente. Recuerdo en particular las hormigas. No creo que disfrutara de una noche de sueño entera durante todo el viaje.
La mujer se permitió esbozar una sonrisa, rememorando.
—Era joven —repitió—. ¿Y acaso te irrita tu vínculo al cabo de estos años? No eres un hombre que lleve un lazo fácilmente, incluso uno tan liviano como el mío. —Era un comentario hiriente, y ella lo había formulado a propósito.
—No. —Su voz era fría, pero cogió de nuevo las tenazas y propinó a las brasas un fuerte golpe que no precisaban. Las centellas ascendieron en cascada por la chimenea—. Lo elegí libremente, sabiendo lo que implicaba. —Realizó una ceremoniosa reverencia—. Es un honor serviros, Aes Sedai. Así ha sido y será siempre.
—Tu humildad, Lan Gaidin —bufó Moraine—, siempre ha sido más arrogante de lo que lograrían aparentar muchos reyes con sus ejércitos a las espaldas. Desde el primer día que te vi, siempre ha sido así.
—¿Por qué sacas a colación los días pasados, Moraine?
Por centésima vez, o así se le antojó, eligió con cuidado las palabras que iba a pronunciar.
—Antes de partir de Tar Valon dispuse algunas cosas, en previsión de que algo me ocurriera, para que tu vínculo quede transferido a otra. —Lan la observó en silencio—. Cuando experimentes mi muerte, te sentirás compelido a buscarla de inmediato. No quiero que te coja por sorpresa.
—Compelido —musitó quedamente, con furia—. Jamás has utilizado mi vínculo para obligarme. Creía que detestabas eso.
—Si hubiera dejado esto sin resolver, quedarías libre con mi muerte y ni mi más conminatoria orden podría retenerte. No voy a permitir que mueras en un inútil intento de vengarme, como tampoco consentiré que regreses a tu igualmente inútil guerra privada en la Llaga. La contienda que libramos es la misma, aunque seas incapaz de verlo, y voy a ocuparme de que pelees con un objetivo. Ni una venganza ni una muerte sin funeral en la Llaga cumplen con mis deseos.
—¿Y prevés próxima tu muerte? —Su voz era tranquila y su rostro inexpresivo, igual que una piedra azotada por una ventisca de invierno. Era un ademán que ella había visto muchas veces en él, en especial cuando estaba a punto de estallar con violencia—. ¿Has planeado algo, sin mí, que pueda conducirte a la muerte?
—De pronto me alegro de que no haya ninguna charca en esta habitación —murmuró Moraine; luego alzó las manos cuando él se irguió, ofendido por la ligereza de su tono—. Preveo la muerte en cada uno de mis días, al igual que tú. ¿Cómo podría ser de otro modo con la tarea que venimos cumpliendo durante estos años? Ahora, cuando hemos llegado a un punto crítico, debo contemplarla como algo incluso más probable.
Lan examinó por un momento sus anchas y cuadradas manos.
—Nunca había pensado —confesó lentamente— que no fuera yo el primero de nosotros que iba a morir. Con todo, incluso en el peor de los casos, siempre me pareció… —De improviso se frotó las manos—. Si existe la posibilidad de que vaya a ser regalado como un perrillo faldero, me gustaría al menos saber quién va a ser mi ama.
—Jamás te he considerado como un animal de compañía —protestó con vehemencia Moraine— y tampoco lo ve así Myrelle.
—Myrelle. —Hizo una mueca—. Sí, había de ser Verde, o si no algún proyecto de muchacha recién ascendida a hermana de derecho.
—Si Myrelle es capaz de mantener a raya a sus tres Gaidin, tal vez pueda manejarte a ti. Aunque me consta que le gustaría quedarse contigo, ha prometido transferir tu vínculo cuando encuentre a otra que te convenga más.
—Ya. No sólo un perrillo sino un paquete. ¡Myrelle va a ser una… vigilante! Moraine, ni siquiera las Verdes