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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 7
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de un cubo.

Las doncellas apenas si le dedicaron una mirada antes de continuar sacando sus ropas —y las de Mat y Perrin— del armario para sustituirlas por otras nuevas. Dejaban sobre los arcones lo que encontraban en los bolsillos y luego amontonaban sus viejos atuendos como si de harapos se tratara.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó cuando hubo recobrado el aliento—. ¡Esta ropa es mía!

Una de las mujeres introdujo un dedo en un desgarrón de la manga de su única chaqueta y luego la arrojó al montón del suelo.

Otra, una mujer de cabello oscuro con un gran manojo de llaves colgado en el pecho, posó la vista en él. Era Elansu, shatayan de la fortaleza. Él la consideraba como un ama de casa, si bien la casa de que ella se ocupaba era una fortaleza y a su servicio trabajaba casi un ejército de sirvientes.

—Moraine Sedai dijo que todas vuestras ropas están gastadas y lady Amalisa os ha mandado hacer otras. Ahora sal de en medio —agregó con firmeza— y así terminaremos antes. —Había pocos hombres a los que la shatayan no era capaz de imponer sus deseos, algunos opinaban que de ello no se libraba ni el propio lord Agelmar, y era evidente que no estaba dispuesta a aceptar ninguna resistencia por parte de un hombre tan joven que incluso hubiera podido ser su hijo.

Reprimió lo que iba a contestar; no había tiempo para discutir. La Sede Amyrlin podía mandarlo llamar de un minuto a otro.

—Que lady Amalisa sea honrada por su presente —logró articular, a la usanza de Shienar— y vos también, Elansu shatayan. Dignaos transmitir mis palabras a lady Amalisa y decirle que me declaro, en cuerpo y alma, su humilde servidor. —Aquello bastaría para satisfacer la afición shienariana por el trato ceremonioso que debían de tener ambas mujeres—. Pero ahora, si me excusáis, debo cambiarme.

—Eso está mejor —alabó Elansu—. Moraine Sedai ha dicho que os quitarais todo lo que llevabais. Todas las prendas, incluida la ropa interior. —Varias de las criadas lo miraron de reojo, pero ninguna de ellas se dirigió a la puerta.

Se mordió la lengua para no echarse a reír con nerviosismo. Había muchas costumbres en Shienar que diferían bastante de las de su tierra y había algunas a las que no se habituaría aunque viviera allí durante el resto de sus días. Había optado por tomar el baño a primeras horas del día, cuando los grandes estanques embaldosados estaban vacíos, después de descubrir que en cualquier otro momento podía introducirse en el agua una mujer junto a él. Tanto podía tratarse de una fregona como de lady Amalisa, la propia hermana de lord Agelmar —los baños eran uno de los lugares de Shienar donde no había diferencias de rango—, abrigando la expectativa de frotarle la espalda a cambio del mismo favor y preguntándole por qué tenía la cara tan colorada: ¿acaso había tomado demasiado sol? Pronto habían aprendido a reconocer que aquello era rubor y no había ni una mujer en la fortaleza que no se sintiera fascinada por verlo.

«¡Podría estar muerto o en un estado aún peor dentro de una hora, y están esperando a que me ponga colorado!» Se aclaró la garganta.

—Si aguardáis afuera, os entregaré el resto. Por mi honor.

Una de las doncellas emitió una risa ahogada e incluso Elansu arqueó los labios, pero la shatayan asintió e indicó a las otras mujeres que recogieran los bultos de ropa. Ella fue la última en salir y se detuvo bajo el dintel para añadir:

—Las botas también. Moraine Sedai ha especificado que habíamos de retirarlo todo.

Rand abrió la boca y luego la cerró de nuevo. Sus botas, manufacturadas por el zapatero del Campo de Emond, se hallaban sin duda en buen estado, bien moldeadas a sus pies. Sin embargo, si el hecho de renunciar a sus botas tenía como resultado que la shatayan lo dejara solo, se las entregaría; y, si quería algo más, también se lo daría. No disponía de tiempo.

—Sí. Sí, claro. Por mi honor. —Empujó la puerta, obligándola a salir.

Ya solo, se sentó en su cama para quitarse las botas —todavía estaban en buen estado; un poco gastadas, con el cuero estriado aquí y allá, pero resultaban cómodas y útiles— y después se desvistió apresuradamente, apilando su atuendo encima del calzado, y se lavó en la palangana con igual celeridad. El agua estaba fría, al igual que lo estaba siempre en los aposentos de los varones.

El armario tenía tres anchas puertas labradas con una simple decoración al gusto shienariano, que en este caso sugería más que representaba una serie de cascadas que se precipitaban entre peñascos. Tras abrir la hoja central, observó durante un momento lo que había ido a sustituir el escaso vestuario que había traído consigo. Una docena de chaquetas de cuello alto de la más fina lana y de corte tan elegante como las que había admirado en los mercaderes y nobles, en su mayoría bordadas como las prendas de días festivos. ¡Una docena! Tres camisas para cada chaqueta, de lino y de seda, con holgadas mangas y ceñidos puños. Dos capas. Dos, cuando él se había conformado con una durante toda su vida. Una de ellas era sencilla, de gruesa lana de color verde oscuro; la otra era de tonalidad azul intensa con un cuello rígido bordado en oro con garzas… y un dibujo en el pecho izquierdo, donde los aristócratas lucían su emblema.

Sus manos se lanzaron hacia la capa por propio impulso. Como si no supiera lo que iban a tantear, sus dedos rozaron los hilos que dibujaban una serpiente enroscada casi en círculo, pero una serpiente con cuatro patas y una melena de león, con escamas doradas y carmesí y los dedos rematados con cinco garras doradas. Retiró precipitadamente la mano como si se hubiera quemado. «¡Que la Luz me asista! ¿Esto lo ha encargado Amalisa, o Moraine? ¿Cuántas personas lo han visto? ¿Cuántas saben lo que es, lo que significa? Aunque sólo sea una ya es suficiente. Que me aspen si no está tratando de matarme. ¡La condenada Moraine no se digna hablarme pero ahora me ha dado unos malditos ropajes de lujo para que perezca vestido elegantemente!»

Un repiqueteo en la puerta lo sobresaltó.

—¿Has terminado? —inquirió la voz de Elansu—. Todas las piezas, ahora mismo. Quizá sería mejor que… —Sonó un crujido, como si accionara la manecilla.

Rand advirtió, horrorizado, que aún estaba desnudo.

—¡Ya he acabado! —gritó—. ¡Paz! ¡No entréis! —Recogió deprisa lo que llevaba puesto—. ¡Ya os lo alcanzo! —Ocultándose tras la puerta, la abrió lo bastante para entregar el bulto en los brazos de la shatayan—. Ahí está todo.

La mujer intentó lanzar una ojeada por el resquicio.

—¿Estás seguro? Moraine Sedai dijo que tenía que ser todo. Tal vez debería mirarlo yo…

—Está todo —gruñó—. ¡Por mi honor! —Cerró la puerta en sus narices y luego oyó risas procedentes del otro lado.

Murmurando para sí, se vistió presurosamente. No estaba dispuesto a darles ninguna excusa para que volvieran a invadirle la habitación. Los pantalones grises eran más ajustados que los que estaba acostumbrado a llevar, pero cómodos a pesar de ello, y la camisa, con sus mangas abombadas, tenía una blancura que hubiera enorgullecido a cualquier ama de casa de Dos Ríos en día de colada. Las botas de caña alta se amoldaban a sus pies como si las hubiera utilizado durante un año. Esperaba que fueran obra de un buen zapatero y no otro producto creado por Aes Sedai.

Todos aquellos atuendos conformarían un equipaje tan voluminoso como él mismo. No obstante, se había vuelto a habituar a la agradable sensación de llevar las camisas limpias y a no utilizar los mismos pantalones día tras día hasta que el sudor y la suciedad los dejaban tan rígidos como sus botas y continuar usándolos a pesar de ello. Sacó las alforjas del baúl e introdujo en ellas lo que cabía; luego extendió de mala gana la lujosa capa sobre la cama y apiló sobre ella algunas camisas y pantalones más. Plegada con el peligroso emblema en el interior y atada con una cuerda que dejaba un bucle para colgarla al hombro, apenas parecía distinta de los hatillos que había visto transportar a otros jóvenes por los caminos.

Un toque de trompetas atravesó las aspilleras, saludando desde las torres de la fortaleza a los heraldos que se anunciaban desde el exterior de las murallas.

—Voy a descoser los puntos cuando tenga ocasión —murmuró para sí. Había visto cómo las mujeres deshacían los bordados cuando habían cometido un error o cambiaban de opinión respecto al diseño, y no le parecía dificultoso.

El resto de los ropajes —la mayoría de ellos, de hecho— los introdujo en el armario. Era mejor no dejar señales evidentes de su huida.

Todavía ceñudo, se arrodilló junto a la cama. Las plataformas embaldosadas sobre las que se apoyaban las camas eran estufas, en el interior de las cuales una pequeña hoguera cubierta ardía toda la noche para mantener cálido el lecho en el transcurso de la más gélida noche del invierno shienariano. Las noches todavía eran más frescas que aquellas a las que estaba habituado en esta época del año, pero las mantas eran suficientes. Después de abrir la puerta de la estufa, sacó un hatillo que no podía dejar allí. Se alegró de que a Elansu no se le hubiera ocurrido pensar que alguien podía guardar ropa allí adentro.

Después de depositar el bulto sobre las mantas, desató una de las esquinas y lo desplegó parcialmente. Era una capa de juglar, vuelta del revés para ocultar los centenares de parches multicolores que la cubrían. La capa era austera en sí; los parches eran el reclamo de un juglar. Habían sido el reclamo de un juglar.

En su interior había dos rígidas cajas de cuero. La mayor contenía un arpa, la cual él nunca tocaba. «El arpa es demasiado delicada para las torpes manos de un campesino, muchacho.» La otra, larga y delgada, protegía la flauta con incrustaciones de oro y plata que había utilizado para pagarse la cena y el lecho en más de una ocasión desde que había abandonado el hogar. Thom Merrilin le había enseñado a tocarla, antes de morir. Rand no podía contemplarla nunca sin recordar al juglar, con sus vivos ojos azules y sus largos bigotes blancos, arrojándole la capa a las manos y gritándole que corriera. Y luego Thom también había echado a correr, esgrimiendo unos cuchillos que habían aparecido como por arte de magia en sus manos al igual que en sus representaciones, para enfrentarse al Myrddraal que había acudido a darles muerte a ellos. Volvió a atar el fardo con un escalofrío.

—Esto se ha acabado. —Rememorando el viento que lo había empujado en la torre, agregó—: Suceden cosas extrañas a tan corta distancia de la Llaga.

No estaba seguro de dar crédito a aquella afirmación, al menos, no con el sentido que Lan le había conferido. En todo caso, aun sin la presencia de la Sede Amyrlin, ya era hora sobrada de que se marchara de Fal Dara.

Encogiéndose de hombros dentro de la chaqueta que había dejado afuera —era de un tono verde oscuro, que le recordaba los bosques de su región, la granja del Bosque del Oeste de Tam donde se había criado y el Bosque de las Aguas donde había aprendido a nadar—, se ciñó la espada con la marca de la garza y se colgó el carcaj, rebosante de flechas, en el otro costado. Su aflojado arco, dos palmos más alto

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