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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 69
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criado.

—Sólo era una ocurrencia.

—La Luz es testigo, mi señor, de que no os lo pregunto por faltaros al respeto, pero ¿podéis decirme vuestro nombre? Tenemos tan pocos extranjeros por aquí que es mi deseo conocer a cada uno de ellos.

Rand se lo dio, sin añadir título alguno, lo cual no pareció advertir el oficial, y repitió lo que había dicho a la posadera.

—De Dos Ríos, en Andor.

—Un maravilloso lugar tengo entendido, lord Rand, si me permitís llamaros así, y unos excelentes hombres, los andorianos. Ningún cairhienino ha obtenido una espada de maestro a edad tan temprana como la vuestra. Conocí a unos andorianos, una vez, entre los que se hallaba el capitán general de la guardia de la reina. No recuerdo su nombre, es una pena. ¿Tal vez vos podáis ayudarme en ello?

Rand era consciente de la presencia de las camareras tras ellos, que comenzaban a limpiar y barrer. Caldevwin sólo parecía inmerso en una conversación amistosa, pero su mirada tenía un cariz investigador.

—Gareth Bryne.

—Claro está. Joven, para ostentar tamaña responsabilidad.

—Gareth Bryne tiene tantas canas en el pelo como para ser vuestro padre, capitán —señaló Rand, sin modificar el tono de voz.

—Disculpad. Quería decir que accedió al cargo siendo joven. —Caldevwin se volvió hacia Selene y la contempló un momento. Luego sacudió la cabeza, como si saliera de un estado de trance—. Perdonadme por miraros de este modo, mi señora, y por hablar así, pero la Gracia os ha favorecido con sus dones. ¿Me daréis un nombre que otorgar a tanta belleza?

En el preciso instante en que Selene abría la boca, una de las doncellas gritó y dejó caer una lámpara que se disponía a bajar de un estante. El aceite se derramó y se incendió al punto. Rand se levantó de un salto, al igual que sus compañeros de mesa, pero la señora Madwen apareció enseguida y, ayudada por la criada, apagó las llamas con el delantal.

—Te he recomendado que tengas cuidado, Catrine —recordó la posadera, agitando su ahora tiznado delantal ante la muchacha—. Un día de éstos vas a quemar la posada y a consumirte dentro de ella.

—Si ponía cuidado, señora —replicó la chica, a punto de echarse a llorar—, pero me ha dado una punzada muy fuerte en el brazo.

La señora Madwen puso las manos en alto.

—Siempre tienes alguna excusa y a pesar de ello rompes más platos que las demás. Ah, está bien. Límpialo y no te quemes. —La posadera se giró hacia Rand. y los otros, que se encontraban de pie junto a la mesa—. Confío en que nadie interprete mal esto. No es que la chica vaya a quemar el establecimiento. Le bailan los platos en las manos cuando se pone a pensar en las musarañas, pero nunca se le había caído una lámpara.

—Querría que me mostrarais mi habitación. No me encuentro demasiado bien. —Selene habló con tono cauteloso, como si desconfiara de la reacción de su estómago, pero aun así parecía tan fría y serena como siempre—. El viaje, y el fuego.

La posadera cloqueó como una gallina al cuidado de un polluelo.

—Desde luego, mi señora. Tengo una elegante habitación para vos y vuestro señor. ¿Queréis que mande llamar a la madre Caredwain? Tiene buen tino con las hierbas curativas.

—No —respondió Selene, con voz más dura—. Y quiero una habitación aparte.

La señora Madwen lanzó una ojeada a Rand, pero al cabo de un momento ya estaba inclinándose solícitamente ante Selene indicándole la dirección de las escaleras.

—Como deseéis, mi señora. Lidan, lleva las cosas de la dama como una buena chica, ahora mismo. —Una de las doncellas corrió a tomar las alforjas de Selene que le tendió Hurin y las tres mujeres se fueron, Selene con la espalda erguida y en silencio.

Caldevwin las miró hasta que hubieron desaparecido y luego volvió a sacudir la cabeza. Aguardó a que Rand estuviese sentado antes de tomar asiento.

—Perdonadme, mi señor Rand, por mirar de este modo a vuestra dama, pero la Gracia la ha favorecido sin duda con sus dones. No lo digo con ánimo de insultar.

—En absoluto —respondió Rand, preguntándose si todos los hombres sentían lo mismo que él al mirar a Selene—. Cuando cabalgaba hacia el pueblo, capitán, he visto una enorme esfera de cristal, o algo parecido. ¿Qué es?

—Forma parte de una estatua —repuso lentamente el cairhienino, con mirada penetrante que luego fijó en Loial; por un instante dio la impresión de reflexionar sobre algo novedoso.

—¿Una estatua? He visto una mano y una cara también. Debe de ser descomunal.

—Lo es, mi señor Rand. Y antigua. —Caldevwin hizo una pausa—. De la Era de Leyenda, me han dicho.

Rand sintió un escalofrío. De la Era de Leyenda, cuando el uso del Poder era omnipresente, si las historias eran ciertas. «¿Qué ha pasado allí? Sé que ha sucedido algo.»

—La Era de Leyenda —dijo Loial—. Sí, es lo más probable. Nadie ha hecho algo tan descomunal desde entonces. Un gran trabajo excavar eso, capitán. —Hurin permanecía sentado en silencio, como si estuviera ausente.

Caldevwin asintió a desgana.

—Tengo quinientos obreros acampados más allá de las excavaciones y aun así no habremos concluido hasta otoño. Son hombres de extramuros. La mitad de mi trabajo consiste en hacerlos cavar y la otra en mantenerlos alejados de este pueblo. Los habitantes de extramuros son aficionados a la bebida y a las juergas, ¿comprendéis?, y esta gente lleva una vida tranquila. —Su tono indicaba que sus simpatías se hallaban del lado de los lugareños.

Rand asintió, aunque no tenía ningún interés respecto a los de extramuros, fueran quienes fuesen.

—¿Qué haréis con la estatua? —El capitán vaciló, pero Rand se limitó a mirarlo hasta que se decidió a responder.

—Galldrain en persona ha ordenado que se lleve a la capital.

—Una tarea monumental —comentó, sorprendido, Loial—. No estoy seguro de cómo puede desplazarse tan lejos algo tan grande.

—Su Majestad lo ha ordenado —precisó secamente Caldevwin—. Se erigirá fuera de la ciudad, como un monumento a la grandeza de Cairhien y la casa Riatin. Los Ogier no son los únicos que saben cómo mover las piedras. —Loial mostró desconcierto y el capitán moderó visiblemente el tono—. Perdonad, amigo Ogier. He hablado de manera ruda y precipitada. —A pesar de las disculpas, todavía parecía algo hosco—. ¿Vais a quedaros muchos días en Tremonsien, mi señor Rand?

—Partimos por la mañana —le informó Rand—. Vamos a Cairhien.

—Precisamente iba a enviar a mis hombres de regreso a la ciudad mañana. Debo sustituirlos periódicamente; de lo contrario, les invade la desidia de tanto vigilar a hombres que no hacen más que manejar picos y palas. ¿No os importará que cabalguen en vuestra compañía? —Lo formuló como una pregunta, pero parecía contar de antemano con una respuesta afirmativa. La señora Madwen apareció en las escaleras y él se puso en pie—. Si me excusáis, mi señor Rand, debo levantarme temprano. Hasta mañana entonces. Que la Gracia os favorezca. —Dedicó una reverencia a Rand, un cabeceo a Loial y se fue.

Cuando las puertas se cerraron tras el cairhienino, la posadera se acercó a su mesa.

—Ya he instalado a vuestra dama, mi señor. Y he preparado unas confortables habitaciones para vos y vuestro criado, y para vos, amigo Ogier. —Calló un momento, examinando a Rand—. Disculpad si me extralimito, mi señor, pero creo que puedo hablar claramente a un noble que permite que su criado tome la palabra. Si me equivoco…, bueno, no es por ofenderos. Durante veintitrés años Barin Madwen y yo tuvimos muchas rencillas y reconciliaciones. Os lo digo para demostraros que tengo cierta experiencia. En estos momentos, estáis pensando que vuestra dama no quiere volver a veros, pero, según mi entender, si llamáis a su puerta esta noche, os dejará entrar. Sonreíd y reconoced que fue un error vuestro, tanto si lo fue como si no.

Rand se aclaró la garganta, con la confianza de no estar ruborizándose. «Luz, Egwene me mataría si supiera tan sólo que se me ha pasado por la cabeza. Y Selene me mataría si lo hiciera. ¿O no lo haría?» Eso le hizo arrebolar las mejillas.

—Eh… Os doy las gracias por vuestra sugerencia, señora Madwen. En cuanto a las habitaciones… —Evitó dirigir la mirada al cofre tapado con la manta, que no se atrevían a dejar sin que alguien lo vigilara despierto—. Los tres dormiremos en la misma.

La posadera pareció estupefacta, pero se recobró enseguida.

—Como deseéis, mi señor. Por aquí, si hacéis el favor.

Rand la siguió escaleras arriba. Loial transportaba el arcón envuelto en su manta —las escaleras gruñían bajo el peso de ambos, pero la posadera lo atribuyó únicamente al del Ogier— y Hurin aún llevaba todas las alforjas y la capa con el arpa y la flauta.

Entonces, la señora Madwen hizo traer una tercera cama, con lo que apenas si quedó sitio para pasar entre los lechos, habida cuenta de que uno de ellos, que había sido dispuesto sin duda para el Ogier, casi llegaba de pared a pared. Tan pronto como salió la posadera, Rand se volvió hacia los otros. Loial había colocado el cofre bajo su cama y estaba probando el colchón. Hurin descargaba las alforjas.

—¿Sabe alguno de vosotros por qué el capitán ha estado tan suspicaz con nosotros? Lo ha estado, estoy seguro. —Sacudió la cabeza—. Casi estoy por creer que ha pensado que podríamos robar esa estatua, por la manera como ha hablado.

—Da’es Daemar, lord Rand —dijo Hurin—. El Gran juego. El juego de las Casas, lo llaman algunos. Este Caldevwin cree que debéis de estar haciendo algo para conseguir ventaja o de lo contrario no estaríais aquí. Y sea lo que fuere lo que hagáis podría ponerlo en desventaja, por lo que debe comportarse con cautela.

—¿El Gran Juego? ¿Qué juego?

—No se trata de un juego precisamente —le explicó Loial desde el lecho. Había sacado un libro del bolsillo, pero éste permanecía cerrado sobre su pecho—. No sé mucho al respecto, pues los Ogier no están al corriente de tales cosas, pero he oído hablar de él. Los aristócratas y las casas nobles hacen manejos para conseguir ventajas. Realizan cosas que creen que les serán de ayuda, o perjudicarán a un enemigo, o ambas cosas. Normalmente, todo se efectúa en secreto y, si no es así, tratan de aparentar que hacen algo distinto de lo que en realidad es. —Se rascó una oreja con estupor—. Aun sabiendo lo que es, no lo comprendo. El abuelo Halan siempre decía que se requeriría una mente más avisada que la suya para comprender las maniobras de los humanos, y yo no conozco muchos que tengan una inteligencia superior a la del abuelo Halan. Los humanos sois extraños.

—Tiene razón acerca del Da’es Daemar, lord Rand —admitió Hurin, si bien mirando de soslayo al Ogier—. Los cairhieninos los practican más que la mayoría, aunque es un hábito de todos los sureños.

—Esos soldados que partirán por la mañana —caviló Rand—, ¿son piezas que utiliza Caldevwin para participar en ese Gran juego? No podemos permitirnos involucrarnos en algo así. —No era necesario mencionar el Cuerno, puesto que todos eran conscientes de su presencia.

—No lo sé, Rand. Él es un humano, lo cual puede significar cualquier cosa.

—¿Qué crees tú, Hurin?

—Tampoco lo sé. —Hurin parecía tan preocupado como el Ogier—. Podría ser lo que ha dicho o… Así es el juego de las Casas. Uno nunca sabe. La mayor parte del tiempo que estuve en Cairhien lo pasé extramuros, lord Rand, y no sé mucho acerca de los nobles cairhieninos, pero… Bueno, el Da’es Daemar puede ser peligroso en todas partes, pero en especial

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