A pesar de que los jugadores no llevaban armas ni armadura, sino sólo toscas chaquetas y pantalones de color azul oscuro, su porte hizo sospechar a Rand que se trataba de soldados. Desvió la mirada hacia el cliente solitario. Un oficial con los bordes de sus botas de caña alta doblados y la espada reclinada contra la mesa al lado de su silla. Una banda roja y otra amarilla cruzaban el pecho de su chaqueta azul de hombro a hombro y la parte delantera de su cabeza estaba afeitada, si bien el negro cabello le caía en largos mechones por la espalda. Los soldados llevaban el pelo corto, cortado por el mismo patrón. Los siete se volvieron para mirar cuando Rand y sus acompañantes entraron.
La posadera era una delgada mujer con prominente nariz y cabellos grises, cuyas arrugas parecían deberse más a su pronta sonrisa que a otra causa. Se acercó a ellos diligentemente, enjugándose las manos en un inmaculado delantal blanco.
—Buenas tardes tengáis… —sus vivos ojos repararon en la chaqueta roja con bordados de oro de Rand y en el elegante vestido de Selene—… mi señor, mi señora. Soy Maglin Madwen, mi señor. Sed bienvenidos a Los Nueve Anillos. Y un Ogier. No hay muchos de vuestra raza que vengan por aquí, amigo Ogier. ¿No seréis, por ventura, del stedding Tsofu?
Loial logró realizar un remedo de reverencia bajo el peso del cofre.
—No, buena posadera. Provengo del otro lado, de las Tierras Fronterizas.
—¿De las Tierras Fronterizas decís? Bien, ¿y vos, mi señor? Disculpad mi pregunta pero no tenéis aspecto de ser de las Tierras Fronterizas, si no os molesta que lo diga.
—Soy de Dos Ríos, señora Madwen, de Andor. —Lanzó una mirada a Selene, la cual no parecía advertir su existencia; su inexpresiva mirada apenas advertía incluso la estancia—. Lady Selene es de Cairhien, de la capital, y yo de Andor.
—Como digáis. —La mirada de la señora Madwen se desplazó a la espada de Rand, en cuya vaina y empuñadura eran patentes las garzas de bronce. Frunció ligeramente el entrecejo, pero su semblante recobró la serenidad en un abrir y cerrar de ojos—. Desearéis una comida para vos y vuestra hermosa dama, y vuestros acompañantes. Y habitaciones, supongo. Haré que se ocupen de vuestros caballos. Tengo una buena mesa para vos, justo allí, y cerdo con pimientos amarillos en el fuego. ¿Viajáis entonces en pos del Cuerno de Valere, mi señor, vos y vuestra dama?
Rand, que comenzaba a caminar tras ella, casi tropezó.
—¡No! ¿Por qué habríais de pensar tal cosa?
—No era por ofender, mi señor. Ya han venido dos aquí este mes, tan bien puestos que parecían héroes, y no es que quiera sugerir algo parecido en vos, mi señor. No hay muchos forasteros que nos visiten, salvo los comerciantes que vienen de la capital a comprar avena y cebada. Según barrunto, la cacería aún no ha partido de Illian, pero quizás algunos creen que no necesitan recibir la bendición y así toman la delantera a los otros.
—Nosotros no participamos en esa cacería, señora. —Rand evitó mirar la carga de Loial; la manta con sus coloridas rayas pendía plegada sobre los recios brazos del Ogier, disimulando el arcón—. Podéis estar segura. Vamos de camino a la capital.
—Como vos digáis, mi señor. Disculpad la pregunta, pero ¿se encuentra bien vuestra dama?
Selene la miró y habló por vez primera.
—Estoy bastante bien. —Su voz dejó una tensión en el aire que ahogó durante un momento la conversación.
—Vos no sois cairhienina, señora Madwen —señaló de pronto Hurin. Cargado con sus alforjas y el hatillo de Rand parecía una carretilla de equipaje que se moviera sola—. Perdonad, pero no tenéis el acento.
La señora Madwen enarcó una ceja, lanzó una ojeada a Rand y luego sonrió.
—Debí intuir que permitíais que vuestro criado tome la palabra libremente, pero me he acostumbrado a… —Su mirada se posó brevemente en el oficial, que había vuelto a concentrarse en su plato—. Luz, no, no soy cairhienina pero, por mis pecados, me casé con uno. Veintitrés años viví con él y cuando murió, la Luz lo ilumine, estaba dispuesta a regresar a Lugard, pero él fue quien rió el último. Me dejó la posada y a su hermano el dinero, cuando yo estaba convencida de que sería al revés. Tramposo e intrigante, eso es lo que era Barin, como todos los hombres que he conocido, la mayoría de ellos cairhieninos. ¿Queréis tomar asiento, mi señor? ¿Mi señora?
La posadera parpadeó, sorprendida, cuando Hurin se sentó a la mesa con ellos; un Ogier era, por lo visto, una cosa, pero Hurin era evidentemente un criado a sus ojos. Dirigiendo otra vez una rápida mirada a Rand, se marchó apresuradamente a la cocina y a poco comparecieron varias camareras con su cena; emitieron risitas sin parar de mirar al señor y la dama, y al Ogier, hasta que la señora Madwen las volvió a mandar a la cocina.
En un principio, Rand observó con gesto dubitativo la comida. El cerdo estaba cortado en pequeñas tajadas, mezclado con largas tiras de pimientos amarillos, guisantes y diversas verduras y aderezos que le eran desconocidos, sumergidos en una especie de salsa espesa de color claro. Tenía un olor dulce y a un tiempo acre. Selene sólo picó algunos pedazos, pero Loial comía de buena gana. Hurin sonrió a Rand.
—Sazonan la comida de una manera extraña los cairhieninos, lord Rand, pero, con todo, no es mala.
—No va a morderte, Rand —terció Loial.
Rand se llevó con cautela un bocado a la boca y quedó casi estupefacto. El sabor era exactamente igual que el olor: dulce y acre, con la carne crujiente por fuera y tierna por dentro y una extraordinaria variedad de aromas y especias entremezclados y contrastados. No había probado nunca algo que tuviera un sabor semejante. Estaba delicioso. Dio cuenta de su plato y, cuando la señora Madwen regresó con las camareras para llevárselo, a punto estuvo de pedir una nueva ración al igual que lo había hecho Loial. El plato de Selene aún estaba medio lleno, pero ella indicó secamente a una de las doncellas que lo retirara.
—Será un placer, amigo Ogier. —La posadera sonrió—. Se precisa una buena cantidad para llenar a uno de vosotros. Catrine, trae otra ración y date prisa. —Una de las muchachas se marchó corriendo. La señora Madwen volvió su mirada hacia Rand—. Mi señor, tenía aquí a un hombre que tocaba la vihuela, pero se casó con una chica de una de las granjas y ahora ella le hace rasguear las riendas detrás de un arado. No he podido evitar fijarme en lo que parece ser el estuche de una flauta asomando en el fardo de vuestro criado. Ya que me he quedado sin músico, ¿os importaría que vuestro criado nos deleitara con un poco de música?
Hurin pareció embarazado.
—No es él quien toca —explicó Rand—. Soy yo.
La mujer parpadeó. Por lo visto, los señores de Cairhien no tocaban la flauta.
—Retiro mi petición, mi señor. La pura verdad es que no era mi intención ofenderos, os lo aseguro. Nunca pediría a nadie como vos que tocase en la sala de una posada.
Rand vaciló sólo un instante. Hacía demasiado tiempo que había desechado la práctica de la flauta en favor de la espada, y las monedas de su bolsillo no durarían indefinidamente. Una vez que se despojase de sus lujosas ropas y entregara el Cuerno a Ingtar y la daga a Mat, necesitaría la flauta para pagarse nuevamente la cena mientras buscaba algún paraje donde estar a recaudo de las Aes Sedai. «¿Y a recaudo de mí mismo? Allá ha ocurrido algo. ¿Qué?»
—No me importa hacerlo —dijo—. Hurin, pásame el estuche. Sólo has de tirar de él. —No era preciso enseñar la capa de un juglar; ya había demasiadas preguntas no expresadas reluciendo en los oscuros ojos de la señora Madwen.
De oro y con incrustaciones de plata, el instrumento tenía el aspecto del que utilizaría un señor, en el caso de que los aristócratas tocaran la flauta. La garza marcada en su palma derecha no entorpecía el movimiento de sus dedos. El bálsamo de Selene había sido tan efectivo que apenas recordaba la herida a no ser que la viera. No obstante, ésta se hallaba en su mente en esos momentos y, por ello, comenzó a tocar de manera inconsciente La garza en el ala.
Hurin movía la cabeza al compás de la melodía y Loial marcaba con un dedo el ritmo en la mesa. Selene observó a Rand como si se planteara qué era. «No soy un señor, milady. Soy un pastor y toco la flauta en las posadas.» Los soldados abandonaron sus conversaciones para escuchar y el oficial cerró la tapa de madera del libro que había empezado a leer. La fija mirada de Selene encendió una chispa de obstinación en el interior de Rand. Con determinación, evitó cualquier canción susceptible de ser escuchada en un palacio o en la casa solariega de un noble. Interpretó Un solo cubo de agua, La vieja hoja de Dos Ríos, Jak subido a un árbol y La pipa del compadre Priket.
En la última, los seis soldados comenzaron a cantar con voces roncas, si bien con una letra distinta de la que conocía Rand.
Cabalgamos río Iralell abajo
sólo para ver llegar a los tearianos.
Nos plantamos en la orilla
a la salida del sol.
Sus caballos abarrotaron la llanura estival,
sus estandartes oscurecieron el cielo.
Pero nosotros mantuvimos nuestras posiciones en el Iralell.
Oh, resistimos.
Sí, resistimos.
Permanecimos toda la mañana junto al río.
No era la primera ocasión en que Rand descubría que una melodía tenía diferente letra y nombre en distintas tierras, a veces incluso en pueblos de un mismo país. Continuó tocando hasta que pararon de cantar, dándose mutuamente palmadas en los hombros y realizando rudos comentarios sobre lo desafinado de su canto.
Cuando Rand se detuvo, el oficial se levantó e hizo un lacónico gesto, tras lo cual los soldados interrumpieron sus risas, se pusieron en pie y dirigieron una reverencia, con la mano en el pecho, a su superior y a Rand antes de abandonar la estancia.
El oficial se aproximó a la mesa de Rand y efectuó una inclinación, también con la mano en el pecho, mostrando la parte rasurada de su cabeza, que parecía llevar empolvada.
—Que la gracia os sea propicia, mi señor. Espero que no os hayan molestado, cantando de ese modo. Son plebeyos, pero no querían insultaros, os lo garantizo. Soy Aldrin Caldevwin, mi señor, capitán del Ejército de Su Majestad, que la Luz ilumine. —Sus ojos se desviaron hacia la espada de Rand, el cual tenía la impresión de que Caldevwin había reparado en las garzas tan pronto como había entrado.
—No me han insultado. —El acento del oficial, preciso y con una pronunciación completa de las palabras, le recordó el de Moraine. «Me dejó ir realmente? Me pregunto si estará siguiéndome. O esperándome»—. Sentaos, capitán. Por favor. —Caldevwin acercó una silla de otra mesa—. Decidme, capitán, si no es molestia. ¿Habéis visto a otros extranjeros recientemente? Una dama, delgada y de baja estatura y un guerrero de ojos azules. Él es alto y a veces lleva la espada a la espalda.
—No he visto a ningún forastero —repuso, tomando asiento con rigidez—. Exceptuándoos a vos y a vuestra dama, mi señor. Son pocos los nobles que vienen aquí. —Sus ojos se desplazaron hacia Loial, y su expresión se tornó ceñuda por un instante. Hizo caso omiso de la presencia de Hurin, dado que le había atribuido la condición de