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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 67
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vendrá mal, lord Rand —manifestó su acuerdo Hurin, al tiempo que Loial asentía con la cabeza.

—¡Una posada de pueblo! —exclamó con desdén Selene—. Sucia, sin lugar a dudas, y atestada de hombres desaseados borrachos de cerveza. ¿Por qué no podemos volver a dormir bajo las estrellas? Encuentro placentero dormir bajo la bóveda celeste.

—No lo sería tanto si Fain llegara mientras dormimos —señaló Rand—, él y esos trollocs. Viene detrás de mí, Selene. En busca del Cuerno, pero es a mí a quien puede encontrar. ¿Por qué creéis que he mantenido una vigilancia tan rígida las noches pasadas?

—Si Fain nos encuentra, podéis darle su merecido. —Su voz expresaba un frío convencimiento—. Y también cabe la posibilidad de que haya Amigos Siniestros en el pueblo.

—Pero, aunque supieran quiénes somos, poco pueden hacer estando rodeados de vecinos. A menos que penséis que todos los habitantes son Amigos Siniestros.

—¿Y si descubren que tenéis el Cuerno? Tanto si a vos os interesa la grandeza como si no, incluso los campesinos sueñan con él.

—Tiene razón, Rand —la apoyó Loial—. Me temo que incluso los campesinos querrían quedarse con él.

—Loial, desdobla tu manta y cubre el cofre con ella. —Loial hizo lo indicado y Rand asintió. Era evidente que había una caja o un arcón sobre la montura del Ogier, pero nada demostraba que no se tratara de un baúl de viaje—. El baúl de equipaje de mi señora —manifestó Rand con una sonrisa y una reverencia.

Ante su ocurrencia, Selene guardó silencio y le lanzó una mirada indescifrable. Minutos después, reemprendieron la marcha.

A poco, a la izquierda de Rand, un rayo del sol poniente arrancó destellos en algo situado a ras del suelo, algo de gran tamaño. Algo enorme, a juzgar por la luz que despedía. Aguijoneado por la curiosidad, volvió el caballo en su dirección.

—Mi señor —se asombró Hurin—, ¿no vamos al pueblo?

—Sólo quiero ver eso antes —explicó Rand. «Tiene más brillo que la luz del sol proyectada sobre el agua. ¿Qué puede ser?»

Con la vista fija en el reflejo, se sorprendió al advertir que Rojo se detenía en seco. A punto de conminar al caballo a avanzar, cayó en la cuenta de que se hallaban al borde de un precipicio de arcilla, que daba a un socavón de imponentes dimensiones. La mayor parte de la colina había sido excavada hasta una profundidad de unos cien pasos. Sin duda había desaparecido más de una colina y tal vez algunos campos, pues el hoyo tenía un diámetro diez veces superior a su hondura. El lado opuesto era una especie de rampa, formada seguramente con tierra apisonada. En el hoyo había una docena de hombres que encendían un fuego; allá abajo ya estaba oscureciendo. De vez en cuando un pedazo de armadura reflejaba la luz y en sus costados oscilaban espadas. Rand apenas les prestó atención.

Del fondo del socavón surgía una gigantesca mano de piedra que sostenía una esfera de cristal y ésta era lo que resplandecía con los últimos rayos de sol. Rand apreció con estupor el gran tamaño de aquella bola de superficie increíblemente lisa que no parecía mellada por ninguna fisura. A cierta distancia de la mano, habían desenterrado una cara que guardaba proporción con ella. El rostro de un hombre con barba, cuyos rasgos eran la viva imagen de la sabiduría y el conocimiento, representaba entre la arcilla la dignidad de la ancianidad.

Sin apelar a él, el vacío se prendió por completo a sí en un instante, acompañado del Saidin, que lo atraía en todo su esplendor. Se hallaba tan absorto en la contemplación de la cara y la mano que apenas advirtió lo ocurrido. Un capitán de barco le había hablado de una mano gigante que sostenía una descomunal esfera de cristal, pero Bayle Domon había precisado que se encontraba en la isla de Tremalking.

—Esto es peligroso —advirtió Selene—. Vamos, Rand.

—Creo que encontraría el modo de bajar ahí —comentó con aire ausente. El Saidin lo tentaba con su canto. La enorme bola parecía brillar con la luz del sol poniente. Se le antojó que en las profundidades del cristal, la luz giraba y danzaba al compás de la canción del Saidin. Se preguntó, extrañado, por qué los hombres de ahí abajo no daban muestras de reparar en ello. Selene se acercó a él y le tomó el brazo.

—Por favor, Rand, debéis apartaros. —Miró su brazo con estupor y luego dirigió la mirada a su rostro. Parecía sinceramente preocupada, atemorizada incluso—. Si este reborde no se viene abajo con el peso de nuestros caballos y nos rompemos la crisma al caer, esos hombres son guardias, y nadie pone guardia en un sitio que deseen que sea examinado por cualquiera que pase a su lado. ¿De qué servirá que esquivéis a Fain si os arrestan los guardias de algún señor? Venid.

De pronto, con un impreciso y distante pensamiento, advirtió que el vacío lo envolvía. El Saidin cantaba y la esfera vibraba con su pulsión —lo sentía incluso sin mirarla— y se le ocurrió que, si se sumaba el cántico del Saidin, aquella enorme cara de piedra abriría la boca para cantar con él. Con él y con el Saidin, al unísono.

—Por favor, Rand —insistió Selene—. Iré al pueblo con vos. No volveré a mencionar el Cuerno. ¡Pero alejaos de aquí!

Intentó ahuyentar el vacío… y éste no se marchó. El Saidin canturreaba y la luz de la esfera palpitaba como un corazón. Igual que su propio corazón. Loial, Hurin, Selene, todos lo miraban, pero no parecían percibir el glorioso resplandor del cristal. Trató de desprenderse del vacío y éste parecía tan consistente como el granito; flotaba en una vacuidad tan dura como la piedra. Sentía el canto del Saidin, el canto de la bola, estremeciendo sus huesos. Inflexiblemente, se negó a ceder a él, sacando fuerzas de su interior… «No voy a…»

—Rand. —No sabía de quién era esa voz.

… invocó la esencia de su persona, aferrándose a lo que era… «No voy a…»

—Rand. —El cántico lo llenaba, ocupaba el vacío.

… tocó la piedra, caliente a causa de un despiadado sol, fría a causa de una inclemente noche… «No…»

La luz lo henchía, lo cegaba.

—Hasta que la luz se desvanezca —murmuró—, hasta que el agua se agote…

Se sentía repleto de Poder, componiendo una unidad con la esfera.

—… hacia la Sombra con las mandíbulas comprimidas…

El poder era suyo, estaba en él.

—… para escupir en el ojo del Cegador de la Vista…

Poder para Desmembrar el Mundo.

—… ¡en el último día!

Brotó como un grito, tras el cual se replegó el vacío. Rojo se asustó al oírlo; la arcilla se desprendió bajo las patas del semental y rodó socavón abajo. El gran caballo alazán se postró de rodillas. Rand se inclinó, aferrando las riendas, y Rojo se apartó del borde, en busca de la seguridad.

Advirtió que todos estaban mirándolo: Selene, Loial y Hurin.

—¿Qué ha ocurrido? —«El vacío…» Se tocó la frente. El vacío no lo había abandonado cuando él había querido y el brillo del Saidin había aumentado su fulgor y… No recordaba nada más. El Saidin. Tenía frío—. ¿He…, hecho algo? —Frunció el entrecejo, tratando de rememorar—. ¿He dicho algo?

—Simplemente te has quedado sentado allí tan rígido como una estatua —refirió Loial—, murmurando para ti sin prestar atención a lo que te hablábamos. No he entendido lo que decías, hasta que has gritado «¡día!» lo bastante alto como para despertar a los muertos y casi has empujado tu caballo hasta el precipicio. ¿Te encuentras bien? Últimamente estás comportándote de una manera extraña.

—No estoy enfermo —replicó Rand con brusquedad—. Estoy bien, Loial —agregó, suavizando el tono. Selene lo observaba con recelo.

En la hondonada sonaron gritos indistintos.

—Lord Rand —señaló Hurin—, creo que esos guardias nos han visto. Si conocen la manera de subir por este lado, podrían abalanzarse sobre nosotros de un momento a otro.

—Sí —convino Selene—. Salgamos deprisa de aquí.

Rand lanzó una ojeada a la excavación y apartó rápidamente la mirada. El gran cristal no retenía nada a excepción de la luz del atardecer que en él se reflejaba, pero no quería mirarlo. En su mente despuntaba un recuerdo…, algo relacionado con la esfera.

—No veo razón para esperarlos. No hemos hecho nada. Vayamos a buscar una posada. —Giró a Rojo en dirección al pueblo y pronto quedaron atrás la hondonada y sus guardianes.

Al igual que muchos otros pueblos, Tremonsien estaba emplazado sobre una colina que en aquel caso había sido modificada en terrazas con muros de retención. Las casas de piedra se asentaban en precisos rectángulos de tierra, con jardines de formas idénticas en la parte trasera, a lo largo de unas cuantas calles rectas que las unían en ángulos rectos. La necesidad de un trazado de calles curvadas en torno al promontorio parecía haber sido desechada en beneficio de un mejor aprovechamiento del terreno.

Los lugareños, deteniéndose para saludarse mientras se afanaban en sus tareas antes de que oscureciera, presentaban una actitud abierta y amigable. Eran gente de baja estatura, ninguna de las cuales superaba el hombro de Rand y pocas la altura de Hurin, con ojos oscuros y delgados y pálidos rostros, y vestían ropas oscuras que sólo alegraban unos trazos de color en los atuendos de algunas. El aroma a comida, mezclado con extraños olores de especias para el olfato de Rand, impregnaba el aire, pese a que un cierto número de comadres todavía se apoyaban en las puertas para charlar; éstas estaban divididas en dos, con lo cual la parte superior podía estar abierta mientras se mantenía cerrada la otra, Los habitantes observaban con curiosidad a los recién llegados, sin muestras de hostilidad. Algunos detuvieron algo más la mirada en Loial, lo cual no era raro tratándose de un Ogier que caminaba junto a un caballo tan grande como los más poderosos sementales.

La posada, en el punto culminante de la colina, era de piedra al igual que el resto de edificios de la población y estaba anunciada por un ostentoso letrero pintado que colgaba sobre las amplias puertas: Los Nueve Anillos. Rand desmontó sonriendo y ató a Rojo a una de las estacas de la parte delantera. Los nueve anillos había sido uno de sus libros de aventura favoritos durante su infancia y todavía seguía gustándole.

Selene aún parecía inquieta cuando la ayudó a bajar de la yegua.

—¿Estáis bien? —le preguntó—. No os habré asustado allá, ¿verdad? Rojo nunca se despeñaría en un precipicio conmigo. —Se preguntó qué era lo que había sucedido realmente.

—Me habéis aterrado —repuso con voz tensa—, y yo no me asusto con facilidad. Hubierais podido mataros, matar… —Se alisó el vestido—. Cabalgad conmigo. Esta noche, ahora. Traed el Cuerno, y me quedaré a vuestro lado para siempre. Imaginadlo: yo junto a vos y el Cuerno de Valere en vuestras manos. Y eso sólo será el principio, os lo garantizo. ¿Qué otra cosa podríais desear?

—No puedo, Selene. El Cuerno… —Miró en torno a sí. Un hombre se asomó a la ventana de enfrente y luego corrió las cortinas; el crepúsculo cubría de sombras la calle y ahora no había nadie afuera a excepción de Loial y Hurin—. El Cuerno no es mío. Ya os lo dije. —La muchacha le dio la espalda, formando con su blanca capa un muro más efectivo que una pared de ladrillos.

CAPÍTULO 21

Los Nueve Anillos

Rand esperaba encontrar medio vacía la sala principal, dado que ya era casi la hora de la cena, pero había media docena de hombres jugando a los dados entre jarras de cerveza y otro comiendo solo en una mesa.

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