volveros.
—Esa es vuestra opinión, pero no sabemos… —Giró sobre sí y fue incapaz de acabar la frase. Selene tenía el vestido colgado de un brazo y llevaba puesta su camisa, que pendía en holgados pliegues en torno a su cuerpo. Era una camisa de faldón largo, confeccionada para su estatura, pero ella era alta para ser mujer. El borde inferior apenas bajaba más allá de la mitad de sus muslos. No era que no hubiera visto nunca las piernas de una chica, puesto que las muchachas de Dos Ríos siempre se arremangaban la falda para vadear las charcas del Bosque de las Aguas. Sin embargo, dejaban de hacerlo cuando tenían edad suficiente para trenzarse el cabello y, además, entonces todo estaba oscuro. La luz de la luna parecía brillar en su piel.
—¿Qué es lo que no sabéis, Rand?
El sonido de su voz deshizo el hechizo. Con un sonoro carraspeo, volvió la cara a otro lado.
—Eh… yo creo… eh… que… eh…
—Pensad en la gloria, Rand. —La mano de Selene le tocó la espalda y él a punto estuvo de proferir un chillido—. Pensad en la gloria que hallará quien encuentre el Cuerno de Valere. Qué orgullosa me sentiré de encontrarme al lado del hombre que posea ese trofeo. No tenéis idea de las alturas que remontaremos juntos, vos y yo. Con el Cuerno de Valere en vuestras manos, podéis convertiros en un rey. Podéis llegar a ser un nuevo Artur Hawkwing. Podéis…
—¡Lord Rand! —lo llamó jadeante Hurin, irrumpiendo en el campamento—. Mi señor, están… —Se paró en seco, emitiendo un súbito sonido no identificable. Bajó la vista al suelo y se retorció las manos—. Perdonadme, mi señora. No era mi intención… Yo… Perdonadme.
—¿Qué ocurre? —preguntó Loial, incorporándose—. ¿Ya me toca el turno de guardia? —Miró en dirección a Rand y Selene e incluso con la luz de la luna su sorpresa resultó evidente.
Rand oyó cómo Selene suspiró tras él. Se apartó de ella, aún sin mirarla. «Tiene las piernas tan blancas, tan suaves…»
—¿De qué se trata, Hurin? —Moderó el tono de su voz. No sabía si estaba enojado con Hurin, con Selene o consigo mismo. «No tengo motivos para enfadarme con ella»—. ¿Has visto algo, Hurin?
—Una hoguera, mi señor, allá abajo en las colinas. Al principio no la distinguí. La han encendido pequeña, y resguardada, pero la han ocultado de alguien que viniera siguiéndolos, no de alguien que estuviera más adelante. A dos kilómetros, lord Rand, o a menos de tres, sin lugar a dudas.
—Fain —dedujo Rand—. Ingtar no temería a nadie que lo siguiera. Ha de ser Fain. —De improviso, no supo cómo reaccionar. Había estado esperando a Fain, pero, ahora que éste se encontraba cerca, lo invadían las dudas.
—Por la mañana… Por la mañana, iremos tras ellos. Cuando Ingtar y los demás se reúnan con nosotros, estaremos en condiciones de atacarlos.
—De modo —intervino Selene— que vais a permitir que ese Ingtar se lleve el Cuerno de Valere. Y la gloria.
—Yo no quiero… —Irreflexivamente se volvió, y ahí estaba ella, con sus pálidas piernas reflejando la luz de la luna y tan despreocupada por ello como si se hallara sola. «Como si los dos estuviéramos solo», lo asaltó el pensamiento. «Quiere al hombre que encuentre el Cuerno»—. Nosotros tres no podemos arrebatárselo. Ingtar dispone de veinte lanceros.
—Aún no tenéis la certeza de no poder hacerlo. ¿Cuántos secuaces tiene ese hombre? Tampoco lo sabéis. —Su voz era calmada, pero inflexible—. Ni siquiera sabéis si quienes han acampado allá abajo tienen el Cuerno. La única manera de averiguarlo es yendo a comprobarlo por vos mismo. Llevaos al alantin; su raza tiene una vista aguda, incluso de noche. Y él tiene la fuerza para transportar el Cuerno en su arcón, si os decidís a hacerlo.
«Está en lo cierto. No tienes la certeza de que sea Fain.» No sería conveniente enviar a Hurin a buscar un rastro inexistente y dispersarse todos a la intemperie, con la posibilidad de que los Amigos Siniestros llegaran finalmente.
—Iré solo —dijo—. Hurin y Loial se quedarán aquí para protegeros.
Riendo, Selene se acercó a él con tanto donaire que casi parecía bailar. Las sombras de la noche le cubrían el rostro de un velo de misterio que intensificaba su belleza.
—Soy capaz de arreglármelas sola, hasta que volváis para protegerme. Llevaos al alantin.
—Tiene razón, Rand —terció Loial, levantándose—. Yo veo mejor con la luz de la luna que tú. Con mis ojos, no será necesario acercarnos tanto como deberías hacerlo yendo solo.
—Muy bien. —Rand fue a recoger su espada y la prendió a su cinto. El arco y el carcaj los dejó allí, puesto que no eran útiles en la oscuridad y sólo pretendía observar, no pelear—. Hurin, enséñame ese fuego.
El husmeador los condujo ladera arriba hacia el saliente, una especie de dedo pétreo que despuntaba en la montaña. La hoguera era sólo un punto diminuto que no advirtió la primera vez que Hurin señaló hacia él. Quienquiera que la hubiera encendido había tomado precauciones para ocultarla, observó.
Cuando regresaron al campamento, Loial ya había ensillado a Rojo y a su propio caballo. Mientras Rand montaba, Selene le tomó la mano.
—Recordad la gloria —dijo quedamente—. Recordadla. —La camisa parecía ajustase a su cuerpo, modelando sus formas, de un modo que no había advertido antes.
Respiró hondo y retiró la mano.
—Protégela con tu vida, Hurin. En marcha, Loial. —Dio una suave talonada a los flancos de Rojo. La descomunal montura del Ogier emprendió la marcha tras él.
No intentaron avanzar deprisa. La noche envolvía la ladera de la montaña y las sombras tornaban inciertos sus pasos. Rand ya no veía el fuego, el cual estaría sin duda más oculto a los ojos que intentaran descubrirlo desde un mismo nivel, pero sabía qué dirección seguir. Para alguien que había aprendido a cazar en el enmarañado Bosque del Oeste, en Dos Ríos, no sería difícil localizar el fuego. «¿Y qué harás entonces?» El rostro de Selene ocupaba su campo de visión. «Qué orgullosa me sentiré de encontrarme al lado del hombre que posea ese trofeo.»
—Loial —inquirió de improviso, tratando de clarificar sus pensamientos—, ¿qué es eso de alantin que te llama Selene?
—Es en la Antigua Lengua, Rand. —El caballo del Ogier se abría paso con vacilación, pero él lo guiaba casi con igual seguridad que si fuera de día—. Significa Hermano y es la abreviatura de tia avende alantin: Hermano de los Árboles, Hermano Árbol. Es muy ceremonioso, pero, según he oído, los cairhieninos son bastante ceremoniosos. Al menos, los aristócratas. El pueblo llano que vi allí no se andaba con remilgos.
Rand frunció el entrecejo. Un pastor no sería alguien aceptable para una casa de la nobleza cairhienina. «Luz, Mat tiene razón respecto a ti: estás loco de remate. Pero si pudiera casarme…»
Deseaba contener tales cavilaciones y, sin darse cuenta, el vacío se formó en su interior, tornando distantes sus pensamientos, como si surgieran de una mente ajena. El Saidin brilló, atrayéndolo. Hizo rechinar los dientes, haciendo caso omiso de él; era como tratar de no notar un carbón ardiente dentro de la cabeza, pero al menos conseguía mantenerlo a raya… precariamente. A punto estuvo de abandonar el vacío, pero los Amigos Siniestros se hallaban en algún lugar cercano, al amparo de la noche. Necesitaba el vacío, incluso con la inquietante calma que éste acarreaba. «No es preciso que lo toque. No lo es.»
Pasado un rato, refrenó a Rojo. Se encontraban en la base de una colina, en la que se recortaban las negras siluetas de los escasos árboles que allí crecían.
—Creo que debemos de estar ya cerca —apuntó en voz baja—. Será mejor que cubramos a pie el resto del camino. —Se deslizó de la silla y ató las riendas del caballo alazán a una rama.
—¿Estás bien? —susurró Loial, desmontando—. Tienes una voz rara.
—Estoy bien. —Su voz sonaba tensa, advirtió. El Saidin lo llamaba. «¡No!»—. Ten cuidado. No estoy seguro de a qué distancia se encuentran, pero ese fuego debe de estar en algún punto frente a nosotros. En la cima de la colina, creo. —El Ogier asintió.
Rand se desplazó despacio de árbol en árbol, caminando cautelosamente con la espada en la mano para que no golpeara los troncos. Por fortuna no había arbustos. Loial lo seguía como una enorme sombra; Rand apenas percibía algo más de su persona. Todo eran sombras y oscuridad.
De pronto, la luz de la luna dispersó las sombras que se hallaban ante ellos, y Rand quedó paralizado, tocando la áspera corteza de un roble. Unos imprecisos bultos en el suelo se convirtieron en hombres tapados con mantas y más allá había unos montículos mayores: trollocs durmiendo. Habían apagado el fuego. Un rayo de luna, desplazándose entre el ramaje, identificó un relumbre de oro y plata en el suelo, a medio trecho entre los dos grupos. La luz de la luna pareció intensificarse; por un instante pudo ver todo con claridad. La forma de un hombre dormido yacía junto al resplandor, pero no fue aquello lo que retuvo su mirada. «El cofre. El Cuerno.» Y algo encima de éste: un punto rojo que destellaba con el brillo de la luna. «¡La daga! ¿Por qué la habrá puesto Fain…?»
La gran mano de Loial se posó sobre la boca de Rand, y sobre buena parte del resto de su cara. Se volvió para mirar al Ogier. Loial señaló a su derecha, lentamente, como si el movimiento fuera susceptible de llamar la atención.
En un principio Rand no percibió nada; luego una sombra se movió, a menos de diez pasos de distancia. Una alta y abultada sombra, con hocico. Rand contuvo el aliento: un trolloc. Levantaba el hocico como si husmeara algo. Algunos de ellos cazaban por medio del olor.
El vacío tembló por un instante. Alguien se revolvió en el campamento de Amigos Siniestros y el trolloc se giró para mirar en aquella dirección.
Rand permaneció inmóvil, dejando que lo envolviera la calma de la vacuidad. Tenía la espada en la mano, pero no era consciente de ello. El vacío lo era todo. Lo que hubiera de ocurrir, ocurriría. Miró al trolloc sin pestañear.
La hocicuda sombra observó el campamento durante unos minutos y luego, como si hubiera quedado satisfecha, se plegó sobre sí junto a un árbol. Casi de inmediato dejó escapar unos sonidos bajos, similares a los producidos al desgarrar una burda tela. Loial pegó la boca a la oreja de Rand.
—Está dormido —susurró con incredulidad.
Rand asintió. Tam le había dicho que los trollocs eran perezosos, propensos a cejar en cualquier tarea excepto dar muerte, a menos que estuvieran atemorizados. Se volvió hacia el campamento.
Todo permanecía calmado y silencioso. El rayo de luna ya no alumbraba el arcón, pero ahora sabía dónde estaba. Podía verlo mentalmente, flotando más allá del vacío, con destellos dorados y argentinos, entre el brillo del Saidin. El Cuerno de Valere y la daga que precisaba Mat, ambos casi al alcance de su mano. El rostro de Selene se entremezcló a la imagen del cofre. Podían seguir a Fain por la mañana y aguardar a que Ingtar se reuniera con ellos. Suponiendo que Ingtar llegara, si aún seguía el rastro sin la ayuda de su husmeador. No, nunca volverían a tener una oportunidad como aquélla. Todo se encontraba al alcance de su mano. Selene estaba esperando en la montaña.
Haciendo señas a Loial para que lo siguiera, Rand se tumbó boca abajo y se arrastró hacia el arcón. Oyó la exhalación contenida del Ogier pero sus ojos permanecieron fijos en un bulto en