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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 63
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para efectuar la descarga. De las murallas se elevaron toques de trompetas que competían con las ovaciones de los espectadores.

—Por lo visto se ha olvidado de nosotras —se indignó Nynaeve—. Vamos. Nos las ingeniaremos solas.

Egwene sólo tenía ganas de seguir contemplando Tar Valon, pero siguió a su amiga hacia los camarotes con el fin de recoger el equipaje. Cuando volvieron a subir con los bultos en los brazos, los soldados y heraldos habían desaparecido, y también las Aes Sedai. Los obreros cerraban escotillas y bajaban cabos a la bodega.

En la cubierta, Nynaeve agarró por el brazo a un fornido sujeto vestido con una tosca camisa sin mangas.

—Nuestros caballos… —empezó a decir.

—Estoy ocupado —gruñó el hombre, soltando el brazo—. Todos los caballos serán conducidos a la Torre Blanca. —Las miró de arriba abajo—. Si tenéis tratos con la Torre, será mejor que vayáis allá. Las Aes Sedai no aprueban la tardanza en los novatos. —Otro hombre, que forcejeaba por sacar de la bodega un fardo atado a una soga, le gritó algo y su interlocutor se alejó de ellas sin más preámbulo.

Egwene intercambió una mirada con Nynaeve. Al parecer, se hallaban al cuidado de sí mismas.

Nynaeve abandonó el barco a grandes zancadas con una inflexible determinación en el semblante, pero Egwene atravesó con desaliento la plancha entre el olor a brea que despedían los muelles. «Tanto hablar de que querían que viniéramos, y ahora ya no parece importarles.»

Unas amplias escaleras ascendían del puerto a un gran arco de piedra rojiza. Al llegar a él, Egwene y Nynaeve se detuvieron a contemplar la vista panorámica.

Cada uno de los edificios parecía un palacio, a pesar de que la mayor parte de los que se encontraban en las proximidades del arco contenían, a juzgar por los letreros que colgaban en sus puertas, posadas o tiendas. Había piedras elegantemente labradas por doquier y las líneas de cada estructura parecían diseñadas para complementar y resaltar la contigua, ofreciendo la imagen de un conjunto pensado en su totalidad. Algunas formas no semejaban edificios, sino gigantescas olas rompiéndose, descomunales conchas o fantásticos acantilados erosionados por el viento. Delante del portal de piedra había una gran plaza, con fuentes y árboles, y Egwene advirtió otra más allá. Las altas y gráciles torres se elevaban en el cielo, algunas unidas entre sí por medio de pasarelas. Y por encima de todo se alzaba una torre, mayor que las restantes, tan blanca como las propias Murallas Resplandecientes.

—Su belleza quita el aliento al contemplarla por primera vez —observó una voz de mujer tras ellas—. Por décima vez, a decir verdad. Y por centésima.

Egwene se volvió. La mujer era una Aes Sedai; Egwene estaba segura de ello, a pesar de que no llevara chal. Nadie más tenía ese semblante de edad indefinida. La certidumbre y la confianza de su actitud no hicieron más que confirmar dicha apreciación. Una ojeada a su mano mostró el anillo de oro con la forma de una serpiente que se mordía la cola. La Aes Sedai era algo entrada en carnes, con una cálida sonrisa, y una de las mujeres de aspecto más curioso que Egwene había visto. Su gordura no ocultaba los prominentes huesos de sus mejillas, sus ojos estaban inclinados y eran de un verde extremadamente pálido y su pelo tenía casi el color del fuego. Egwene apenas logró disimular su mirada desorbitada ante aquel cabello y esos ojos levemente ladeados.

—Obra de los Ogier, claro está —prosiguió la Aes Sedai— y la mejor conseguida, a decir de algunos. Una de las primeras ciudades construidas después del Desmembramiento. Por aquel entonces no había ni medio millar de personas aquí, sólo veinte hermanas, pero la levantaron de acuerdo a las necesidades futuras.

—Es una ciudad preciosa —alabó Nynaeve—. Se supone que hemos de ir a la Torre Blanca. Hemos venido aquí para recibir instrucción, pero, por lo visto, a todos los tiene sin cuidado si nos vamos o nos quedamos.

—Sí les importa —la disuadió la mujer, sonriendo—. He venido a recibiros, pero me he demorado hablando con la Amyrlin. Soy Sheriam, la Maestra de las Novicias.

—Yo no voy a incorporarme al noviciado —precisó con voz firme Nynaeve—. La propia Amyrlin ha dicho que iba a formar parte de las Aceptadas.

—Así me han informado. —Sheriam parecía divertirse—. Nunca he oído que hubiera habido un caso así, pero dicen que eres… excepcional. Recuerda, no obstante, que incluso una de las Aceptadas debe comparecer en mi estudio si se requiere su presencia. Es preciso violar más normas que en el caso de una novicia, pero dicha situación se ha producido. —Se volvió hacia Egwene como si no hubiera advertido el entrecejo fruncido de Nynaeve—. Y tú eres nuestra nueva novicia. Siempre es agradable ver llegar a una novicia. Tenemos demasiado pocas últimamente. Contigo son cuarenta, sólo cuarenta. Y no más de ocho o nueve de ellas serán elevadas a la condición de Aceptadas. Aunque no creo que debas preocuparte demasiado por ello, si trabajas duro y te aplicas con ahínco. La tarea es ardua, e incluso para alguien con el potencial que me han dicho que posees, no será fácil. Si no eres capaz de persistir, a pesar del grado de dureza, o si vas a ceder ante esa carga, es mejor que lo averigüemos ahora y te dejemos seguir tu camino en lugar de esperar a que seas una hermana de plenos derechos y otros dependan de ti. La vida de una Aes Sedai no es fácil. Aquí te prepararemos para sobrellevarla, si tienes madera para ello.

Egwene se preguntó. «¿Cederé ante esa carga?»

—Lo intentaré, Sheriam Sedai —prometió débilmente. «Y no voy a ceder.»

Nynaeve la miró con preocupación.

—Sheriam… —se detuvo y aspiró profundamente—. Sheriam Sedai —pareció esforzarse por pronunciar el tratamiento—, ¿ha de ser tan duro para ella? La carne y la sangre tienen un límite de resistencia. Conozco… algo… de lo que deben soportar las novicias. Seguramente no es preciso tratar de derrumbarla sólo para averiguar hasta dónde llegan sus fuerzas.

—¿Te refieres a lo que te ha hecho hoy la Amyrlin? —Nynaeve enderezó la espalda; Sheriam tenía aspecto de intentar reprimir una sonrisa—. Ya te he dicho que he hablado con ella. No sufras por tu amiga. El entrenamiento de las novicias es duro, pero no tanto. Eso está reservado a las primeras semanas posteriores al acceso al grado de Aceptada. —Nynaeve la miró con semblante desencajado; Egwene pensó que iban a saltársele los ojos—. Para detectar a las pocas que puedan haber traspasado la barrera del noviciado sin cumplir la condiciones. No podemos correr el riesgo de tener entre nosotras a Aes Sedai plenamente formadas que se desmoronen ante la presión del mundo exterior. —La Aes Sedai puso un brazo sobre uno de los hombros de cada una de ellas. Nynaeve apenas pareció advertir adónde se dirigía—. Venid —les indicó Sheriam—, os acompañaré a vuestros aposentos. La Torre Blanca os espera.

CAPÍTULO 19

Bajo la Daga

La noche en la falda de la Daga del Verdugo de la Humanidad era fría, como lo son siempre las noches en las montañas. El viento descendía de los altos picos acarreando la gelidez de las cumbres nevadas. Rand se movió, medio dormido, sobre el duro suelo, tirando de su capa y manta. Su mano se acercó a su espada, que descansaba a un lado. «Un día más —pensó adormilado—. Sólo un día más y luego nos iremos. Si no viene nadie mañana, sea Ingtar o los Amigos Siniestros, llevaré a Selene a Cairhien.»

Se había reiterado el mismo propósito en otras ocasiones. Cada día que pasaban en la ladera de la montaña, vigilando el lugar donde Hurin afirmaba haber perdido el rastro en ese otro mundo, el lugar donde Selene preveía la aparición de los Amigos Siniestros en éste, se decía que era hora de partir. Y Selene hablaba del Cuerno de Valere, le tocaba el brazo, lo miraba a los ojos y, antes de caer en la cuenta de ello, ya había aceptado aguardar un día más.

Se encogió para resguardarse del frío viento, rememorando cómo Selene le tocaba el brazo y lo miraba a los ojos. «Si Egwene lo viera, me esquilaría como a un cordero, y también a Selene. Es posible que Egwene ya esté en Tar Valon ahora, aprendiendo a ser una Aes Sedai. La próxima vez que me vea, seguramente intentará amansarme.»

Al volverse, su mano se deslizó más allá de la espada y rozó el bulto que contenía el arpa y la flauta de Thom Merrilin. Sin darse cuenta, sus dedos apretaron la capa del juglar. «Entonces era feliz, creo, aun cuando corriera para salvar la vida: tocando la flauta para pagarme la cena. Era demasiado ignorante para saber lo que ocurría. Ahora no hay modo de volver atrás.»

Estremeciéndose, abrió los ojos. La única luz existente provenía de la luna menguante, que aún parecía casi llena. Una fogata hubiera alertado a quienes esperaban. Loial murmuró estentóreamente entre sueños. Uno de los caballos piafó. Hurin cumplía la primera guardia, en un saliente de piedra situado unos metros más arriba de la montaña, y pronto acudiría a despertarlo para que lo sustituyera.

Rand volvió a girarse… y se detuvo. A la luz de la luna distinguía la silueta de Selene, inclinada sobre sus alforjas, con las manos en las hebillas. Su vestido blanco resaltaba la débil luz reinante.

—¿Necesitáis algo?

La muchacha dio un salto y se volvió hacia él.

—Me…, me habéis asustado.

Se puso en pie, despojándose de la manta y rodeándose con la capa, y se acercó a ella. Estaba seguro de haber dejado las alforjas junto a él al acostarse; siempre las mantenía cerca de sí. Se las cogió de la mano. Todas las hebillas estaban abrochadas, incluso las que cerraban el bolsillo lateral donde guardaba el maldito estandarte. «¿Cómo va a depender mi vida del hecho de conservarlo conmigo? Si alguien lo viera y lo reconociera, moriría por tenerlo en mi poder.» La miró con suspicacia.

Selene permaneció donde estaba, devolviéndole la mirada. La luna relumbraba en sus oscuros ojos.

—Se me ocurrió —explicó— que he estado llevando este vestido durante demasiado tiempo. Si pudiera cepillarlo, al menos, si tuviera algo que ponerme mientras lo hago… Una de vuestras camisas, tal vez.

Rand asintió, notando un súbito alivio. A sus ojos, el vestido aparecía tan limpio como la primera vez que la había visto, pero sabía que, si Egwene tenía una mancha en el vestido, no había nadie capaz de impedirle que la limpiara de inmediato.

—Desde luego. —Abrió el espacioso bolsillo donde había introducido todas sus cosas a excepción del pendón y sacó una de las camisas blancas de seda.

—Gracias. —Sus manos se dirigieron a su espalda. A los botones, advirtió Rand.

Con ojos desorbitados, se volvió para alejarse de ella.

—Si pudierais ayudarme, sería más sencillo.

—No sería correcto —adujo Rand, tras aclararse la garganta—. Nosotros no estamos prometidos ni… —«¡Deja de pensar en eso! Nunca podrás casarte con nadie»—. Simplemente no sería correcto.

La queda carcajada de la muchacha lo estremeció, tal como si le hubiera recorrido la columna con un dedo. Intentó no prestar oídos al crujido de la tela.

—Ah…, mañana…, mañana —anunció— partiremos hacia Cairhien.

—¿Y qué ocurrirá con el Cuerno de Valere?

—Tal vez nos equivocamos. Quizá no vengan. Hurin dice que hay varios pasos en la Daga del Verdugo de la Humanidad. Si se han desviado tan sólo un poco más al oeste, no tienen que pasar por estas montañas.

—Pero el rastro que seguíamos conducía a este lugar. Vendrán aquí. El Cuerno pasará por aquí. Ahora ya podéis

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