de nuevo en el Campo de Emond, pero aquella esperanza se había desvanecido desde el día en que Moraine había llegado a Dos Ríos—. ¡Aun cuando ello represente que va a convertirse en una Aes Sedai! —Por el rabillo del ojo advirtió la ceja enarcada de Lan y se ruborizó.
—¿Y ése es todo el motivo? ¿Que quieres pasar el mayor tiempo posible con tus amigos antes de que se vayan? ¿Eso es lo que te hace aminorar el paso? Tú sabes muy bien lo que significa que anden pisándote los talones.
Rand se incorporó, lleno de furia.
—¡De acuerdo, es por Moraine! Ni siquiera estaría aquí a no ser por ella, y ella ni se digna dirigirme la palabra.
—Estarías muerto de no ser por ella, pastor —indicó tranquilamente Lan. Pero la indignación de Rand no disminuyó.
—Me dice…, me dice cosas horribles sobre mí mismo… —Sus nudillos se tornaron blancos con la presión que aplicaba sobre el puño de la espada. «¡Que voy a volverme loco y a morir!»— …Y luego de pronto no me dedica ni dos palabras seguidas. Se comporta como si no fuera diferente de como era el día en que me conoció, y eso también me da mala espina.
—¿Quieres que te trate de acuerdo con lo que eres?
—¡No! No me refiero a eso. Caramba, la mitad del tiempo no sé lo que quiero decir. No quiero eso y lo otro me atemoriza. Ahora se ha ido a algún sitio, se ha esfumado sin más…
—Ya te he dicho que a veces necesita estar sola. No te corresponde a ti, ni a nadie, cuestionar sus acciones.
—… sin explicarle a nadie a donde iba, cuándo volvería ni si volvería. Ella tiene que poder decirme algo que me sirva de ayuda, Lan. Algo. Tiene que poder. Si es que regresa.
—Ya ha regresado, pastor. Anoche. Pero me parece que ya te ha dicho cuanto podía. Quédate tranquilo. Ya has obtenido toda la información que ella podía darte. —Sacudiendo la cabeza, Lan adoptó un enérgico tono de voz—. Lo que sí es seguro es que no estás aprendiendo nada estando allí de pie. Es hora de que ejercites el equilibrio. Pasa a La garza arremetiendo en los juncos, comenzando por Partir la seda. Recuerda que esa figura de la garza sólo es para fortalecer la capacidad de dominio del contrapeso. Fuera del campo de práctica, deja el pecho al descubierto; uno puede dar en el blanco desde esa postura, si aguarda a que el contrincante ataque primero, pero le es imposible esquivar su estocada.
—Ella tiene que ser capaz de decirme algo, Lan. Ese viento… no era natural, y no me importa a qué distancia estemos de la Llaga.
—La garza arremetiendo en los juncos, pastor. Y concéntrate en tus muñecas.
Por el lado sur se oyó un toque de trompetas, un estrépito continuado que iba incrementando paulatinamente su potencia, acompañado por el monótono percutir de los tambores. Por un instante, Rand y Lan intercambiaron una mirada y luego el sonido los atrajo hacia las almenas para averiguar su origen.
La ciudad se extendía sobre elevadas colinas y el terreno que circundaba sus murallas estaba despejado de todo obstáculo visual que superara la altura de los tobillos en un kilómetro a la redonda. Desde la torre de la fortaleza, ubicada en el lugar más alto, Rand obtuvo una visión panorámica que, extendiéndose más allá de chimeneas y tejados, llegaba hasta el bosque. Los tambores aparecieron los primeros entre la arboleda; eran doce y elevaban sus instrumentos con cada paso que daban al compás de su son, haciendo girar los mazos. Después surgieron los heraldos, sin cesar de soplar sus largos y resplandecientes cuernos. A aquella distancia, Rand no lograba distinguir el enorme estandarte cuadrado que ondeaba al viento tras ellos. Lan exhaló un gruñido; el Guardián tenía la vista tan acerada como un águila.
Rand lo miró, pero el Guardián no dijo nada y continuó concentrado en la comitiva que salía de la espesura. Unos jinetes vestidos con armadura cabalgaron hacia el claro, y mujeres, montadas a caballo también. Luego surgió un palanquín transportado por dos caballos, con las cortinas corridas, y más jinetes. Hileras de infantes, con las picas en alto, como si estuvieran erizadas de largas púas, y arqueros, con sus armas cruzadas en diagonal sobre el pecho, marchando al unísono al ritmo marcado por los tambores. Las trompetas volvieron a lanzar su toque. Como una serpiente cantarina la columna giró en dirección a Fal Dara.
El viento agitó el estandarte, de tamaño superior a la estatura de un hombre, extendiéndolo hacia un lado. Ahora estaba lo bastante cerca como para que Rand lo distinguiera con claridad. Había un torbellino de colores que carecían de significado para él, pero, en el centro, se recortaba una forma similar a la de una lágrima blanca. Se quedó sin resuello: la Llama de Tar Valon.
—Ingtar va con ellos. —Lan hablaba como si estuviera pensando en otra cosa—. Por fin ha vuelto de su cacería. Hace mucho que se fue. Me pregunto si lo habrá acompañado la suerte…
—Aes Sedai —susurró Rand cuando al fin pudo articular una palabra. Todas aquellas mujeres que se acercaban… Moraine era una Aes Sedai, sí, pero él había viajado con ella y, si no acababa de confiar en ella, al menos la conocía. O creía conocerla. Pero ella era sólo una. Tantas Aes Sedai juntas y aproximándose de ese modo, era algo muy distinto. Se aclaró la garganta, pese a lo cual su voz sonó ronca—. ¿Por qué hay tantas, Lan? ¿Por qué vienen? Y con tambores y heraldos y un estandarte para anunciarlas.
Las Aes Sedai eran respetadas en Shienar, al menos por gran parte de la población, y la restante les profesaba un respetuoso temor, pero Rand había visitado lugares donde las cosas eran diferentes, donde únicamente existía el miedo y a menudo el odio. En la comarca donde se había criado, algunos hombres se referían a ellas como «las brujas de Tar Valon» con el mismo tono que empleaban para hablar del Oscuro. Trató de contar a las mujeres, pero éstas no se mantenían en filas, sino que iban de un lado a otro con sus caballos para conversar entre sí o con quienquiera que ocupase el palanquín. Tenía la carne de gallina. Había viajado con Moraine y conocido a otra Aes Sedai, y había comenzado a considerarse como un hombre de mundo. Nadie, o apenas nadie, salía nunca de Dos Ríos, pero él se había marchado. Había visto cosas que nadie de Dos Ríos había contemplado y había realizado actos que sus convecinos sólo habían efectuado en sueños, suponiendo que en sueños hubieran aspirado a tanto. Había visto a la reina y hablado con la heredera del trono de Andor; se había enfrentado a un Myrddraal y viajado por los Atajos, y nada de aquello lo había preparado para vivir con calma aquel momento.
—¿Por qué hay tantas? —volvió a susurrar.
—Viene la Sede Amyrlin en persona. —Lan lo miró, con expresión tan dura e inescrutable como una roca—. Tu clase ha acabado, pastor. —Se detuvo entonces, y Rand casi creyó percibir simpatía en su semblante. Aquello no era posible, desde luego—. Habría sido preferible para ti que te hubieras ido una semana antes. —Dicho esto, el Guardián recogió su camisa y desapareció por la escalera en el interior de la torre.
Rand trató de segregar saliva. Contempló la columna que se aproximaba a Fal Dara como si realmente se tratara de una serpiente, una víbora venenosa. Los tambores y trompetas sonaban con estruendo en sus oídos. La Sede Amyrlin, la mujer que gobernaba a las Aes Sedai. «Ha venido por mí.» No encontraba otra explicación.
Ellas sabían cosas, poseían conocimientos que podían ayudarlo, estaba convencido de ello. Y no osaba preguntar a ninguna de ellas. Temía que hubieran venido a amansarlo. «Y también que no vengan a hacerlo —admitió de mala gana—. Luz, no sé qué me asusta más. »
—Yo no tenía intención de encauzar el Poder —musitó—. ¡Fue un accidente! Luz, no quiero tener nada que ver con él. ¡Juro que nunca más voy a utilizarlo! ¡Lo juro!
Advirtió, sobresaltado, que la comitiva de Aes Sedai estaba entrando en las puertas de la ciudad. El viento se agitó en violentos remolinos que le helaron el sudor, y el sonido de las trompetas se le antojó unas perversas carcajadas; le pareció percibir el insidioso olor de una tumba recién abierta. «De mi tumba, si me quedo parado aquí.»
Tras recoger su camisa, descendió las escaleras y echó a correr.
CAPÍTULO 2
La bienvenida
Las salas de la fortaleza de Fal Dara, con sus paredes de piedra lisa austeramente decoradas con simples tapices y telas pintadas, bullían con las noticias de la eminente llegada de la Sede Amyrlin. Los criados de libreas negras y doradas se afanaban en sus tareas, corriendo a preparar habitaciones o transmitir órdenes a las cocinas, lamentándose de que no tendrían todo dispuesto para un personaje de tamaña categoría sin haber sido avisados con antelación. Los guerreros de ojos oscuros, con las cabezas rapadas a excepción de una cola atada con un cordel de cuero, no corrían, pero su paso era presuroso y sus rostros revelaban una excitación normalmente reservada para las batallas. Algunos de los hombres dirigían unas palabras a Rand mientras éste se precipitaba por los corredores.
—Ah, aquí estás, Rand al’Thor. Que la paz propicie el uso de tu espada. ¿Vas a asearte? Querrás lucir un óptimo aspecto cuando te presenten a la Sede Amyrlin. Seguro que querrá veros a ti y a tus amigos al igual que a las mujeres, date por advertido.
Avanzó al trote hacia las amplias escaleras, por las que podían pasar veinte hombres de frente, las cuales conducían a los aposentos de los hombres.
—La Sede Amyrlin en persona, llegada sin más aviso que un simple buhonero. Debe de haber venido por Moraine Sedai y vosotros los del sur, ¿eh? ¿Para qué si no?
Las grandes puertas, reforzadas con hierro, de los apartamentos de los hombres estaban abiertas, y medio atascadas con soldados con coleta que cuchicheaban acerca de la imprevista visita de la Sede Amyrlin.
—¡Hola, sureño! La Amyrlin está aquí. Habrá venido a veros a ti y a tus amigos, supongo. ¡Paz, qué honor para vosotros! Raras veces abandona Tar Valon y, que yo recuerde, nunca ha visitado las Tierras Fronterizas.
Se alejó de ellos tras pronunciar unas breves frases. Debía lavarse y buscar una camisa limpia. No tenía tiempo para charlar. Ellos creían comprender su estado de ánimo y lo dejaron marchar. Ninguno de ellos sabía nada más aparte de que él y sus amigos habían viajado en compañía de una Aes Sedai y que dos de ellos eran mujeres que iban a ir a Tar Valon a formarse como Aes Sedai, pero sus palabras no hacían más que aumentar sus temores. «Ha venido por mí»
Se precipitó hacia la habitación que compartía con Mat y Perrin… y se quedó petrificado y boquiabierto. El dormitorio estaba lleno de mujeres vestidas de blanco y dorado, que trabajaban diligentemente. No era una estancia grande y las ventanas, un par de altas y angostas aspilleras que daban a uno de los patios interiores, no contribuían a ampliar la sensación de espacio. Tres camas situadas sobre plataformas con baldosas negras y blancas, un baúl al pie de cada una de ellas, tres sillas, una jofaina y un aguamanil junto a la puerta y un gran armario casi abarrotaban la habitación. Las ocho mujeres parecían peces que rebulleran en el interior