las distancias aquí, pero… creo que llegaremos a ellas antes de que oscurezca. —No tenía nada que añadir. Era imposible que hubieran recorrido quinientos kilómetros en menos de tres días.
—Tal vez este lugar sea como los Atajos —murmuró irreflexivamente Rand. Después oyó gemir a Hurin y al instante lamentó no haber refrenado su lengua.
No era aquélla una comparación halagüeña. Los Atajos, cuyas entradas se hallaban únicamente en los steddings Ogier y en arboledas Ogier, eran un medio con el que se podía recorrer un trecho similar en tan sólo una jornada. Los Atajos eran ahora oscuras y tenebrosas cavernas y quien viajara en su interior corría el riesgo de perder el juicio o morir. Incluso los Fados temían entrar en ellos.
—En caso de que lo fuera, Rand —reflexionó Loial—, ¿también aquí podríamos hallar la muerte dando un paso en falso? ¿Habrá fenómenos que aún no hemos percibido capaces de producir un daño superior a la muerte? —Hurin volvió a gemir.
Habían estado bebiendo agua, cabalgando por aquellos terrenos como si no hubiera nada que recelar. La imprudencia representaba la muerte en los Atajos. Rand tragó saliva, intentando calmar los nervios.
—Es demasiado tarde para preocuparnos de lo que ya ha pasado —dijo—. De ahora en adelante, sin embargo, pondremos buen cuidado en mirar dónde ponemos los pies. —Lanzó una ojeada a Hurin. Éste tenía la cabeza hundida entre los hombros y movía los ojos sin cesar como si temiera un inminente ataque. El husmeador había abatido a asesinos, pero aquello superaba su capacidad—. Ánimo, Hurin. Aún no estamos muertos, y no lo vamos a estar. Lo único que debemos hacer es obrar con cautela a partir de ahora. Eso es todo.
Fue en ese momento cuando oyeron el grito, procedente de la lejanía.
—¡Una mujer! —exclamó Hurin, únicamente aquella voz, que era algo natural, pareció devolverle cierta confianza—. Sabía que la había visto…
Se oyó otro grito, más desesperado que el primero.
—No es la misma a menos que pueda volar —observó Rand—. Se encuentra en dirección sur. —Espoleó a Rojo, el cual partió como una centella.
—¡Has dicho que obremos con cautela! —le gritó Loial—. ¡Luz, Rand, recuérdalo! ¡Ten cuidado!
Rand se pegó al cuello del semental, dejando que corriera a tienda suelta. Los gritos lo atraían como un imán. Era sencillo decirle que fuera con cuidado, pero había terror en la voz de esa mujer, que lo urgía como si no hubiera tiempo que perder. Paró en seco al borde de la ribera de otro arroyo, que discurría entre un inhóspito barranco más profundo que la mayoría. Rojo patinó, arrojando una lluvia de piedras y tierra bajo sus pies. Sonó un nuevo alarido. ¡Allí estaba!
A unos doscientos pasos de distancia, con la espalda protegida por la otra orilla, había una mujer de pie en el río, junto a su caballo. Con una rama se defendía de un repulsivo animal. Rand tragó saliva consternado. Si una rana pudiera alcanzar el tamaño de un oso, o si un oso pudiera tener la tonalidad verde grisácea de la piel de la rana, tendrían un aspecto similar a aquel ser. Un gran oso.
Apartando de sí las consideraciones acerca de la criatura, saltó al suelo y desató el arco. Si perdía más tiempo aproximándose a caballo, tal vez fuera demasiado tarde. La mujer apenas conseguía mantener a raya al… animal… con su estaca. No paraba de parpadear tratando de calcular la distancia, que le pareció considerable, a pesar de modificarse cada vez que aquel ser se movía. De todas maneras el blanco era de grandes dimensiones. La mano vendada le hizo tensar el arco con torpeza, pero ya había disparado la flecha casi antes de afianzar los pies.
El proyectil se hundió hasta la mitad en el rugoso cuero y la criatura se volvió para encararse a Rand. Éste retrocedió un paso a pesar de la distancia que los separaba. Aquella enorme cabeza angulosa no era atribuible ni en sueños a ningún animal conocido, con ese pico de labios callosos que hacía las veces de boca, terminado en un gancho destinado a desgarrar la carne. Y tenía tres ojos, pequeños y fieros, rodeados de horribles arrugas. Tras recobrar fuerzas, la criatura se precipitó hacia él con grandes saltos. Según la percepción de Rand, algunos de ellos parecían cubrir una distancia que doblaba la de los otros, aun cuando estuviera seguro de que todos eran iguales.
—Un ojo —advirtió la mujer, cuya voz sonaba sorprendentemente tranquila, a diferencia de sus gritos—. Debéis darle en un ojo para matarlo.
Se acercó la pluma de otra flecha a la oreja. Aun reacio, apeló al vacío, pues con ese fin se lo había enseñado Tam y tenía la convicción de que erraría el tiro sin él. «Mi padre», pensó con un sentimiento de pérdida y vacío. La trémula luz del Saidin estaba allí, pero la evitó. Se fundió en una totalidad con el arco, la flecha, la monstruosa forma que se precipitaba sobre él y el diminuto ojo. Ni siquiera notó cómo la saeta abandonó el arco.
La criatura se alzó con un nuevo impulso y la flecha quedó clavada en el ojo del medio. El animal se desplomó, en medio de una oleada de agua y fango.
—Un buen tiro —alabó la mujer.
Había montado y cabalgaba hacia él. Rand se sintió vagamente sorprendido de que no hubiera echado a correr cuando él había desviado la atención del monstruo. Pasó junto a éste, todavía estremecido por los estertores de muerte, sin siquiera dedicarle una mirada, ascendió la ribera y desmontó.
—Pocos hombres se quedarían parados para afrontar la acometida de un grolm, mi señor.
Llevaba un vestido blanco de montar con un cinturón de plata y las botas, que asomaban bajo el dobladillo, también estaban adornadas con dicho metal. Incluso su silla era blanca, con montura de plata. Su nívea yegua, con su esbelto cuello y elegante paso, era casi tan alta como el caballo alazán de Rand. Pero fue la mujer en sí, tal vez de la misma edad de Nynaeve, lo que atrajo su atención. Era alta; unos cuantos centímetros más, y habría podido mirarlo directamente a los ojos. Además era hermosa, con una pálida piel marfileña que ofrecía un marcado contraste con sus oscuros ojos y su cabellera, negra como la noche. Había visto mujeres hermosas. Moraine lo era, a pesar de la frialdad de su belleza, y también Nynaeve, cuando no se dejaba arrastrar por el mal genio. Egwene y Elayne, la heredera del trono de Andor, eran capaces de dejar a un hombre sin aliento. Pero aquella mujer… La lengua se le pegó al paladar; sintió cómo el corazón comenzaba a latirle de nuevo.
—¿Vuestros criados, mi señor?
Estupefacto, miró en derredor. Hurin y Loial se habían unido a ellos. Hurin estaba mirando a la desconocida del mismo modo como sabía que debía haberlo hecho él e incluso el Ogier parecía fascinado.
—Mis amigos —respondió—, Loial y Hurin. Me llamo Rand, Rand al’Thor.
—Nunca me lo había planteado —expuso de improviso Loial, como si estuviera hablando para sí—, pero si existe algo que pueda representar la perfección de la belleza humana, facial y corporal, entonces vos…
—¡Loial! —lo atajó Rand. El Ogier irguió las orejas, embarazado. Rand tenía las suyas rojas; no en vano las palabras de Loial se asemejaban demasiado a sus propios pensamientos.
La mujer rió con voz cantarina, pero al cabo de un instante adoptó un porte majestuoso, como el de una reina sentada en un trono.
—Yo me llamo Selene —dijo—. Habéis arriesgado la vida para salvar la mía. Soy vuestra, lord Rand al’Thor. —Y, para horror de Rand, se arrodilló ante él.
Sin mirar a Hurin ni a Loial, se apresuró a ponerla en pie.
—El hombre que no esté dispuesto a morir por salvar a una mujer no es digno de tal nombre. —De inmediato estropeó su frase sonrojándose. Era una expresión shienariana, de cuya pomposidad era consciente antes de pronunciarla, pero sus modales lo habían contagiado y no pudo contenerse—. Quiero decir que… Es decir, era… —«Idiota, no puedes decirle a una mujer que salvarle la vida es algo insignificante»—. Era una cuestión de honor. —Aquello sonaba vagamente shienariano y ceremonioso. Confió en que no quedara mal; tenía la mente en blanco y era incapaz de agregar nada más, como si todavía estuviera sumido en el vacío.
De pronto cayó en la cuenta de que ella estaba observándolo. Su expresión permanecía inalterable, pero sus oscuros ojos lo hicieron sentirse desnudo. Involuntariamente, se imaginó a Selene sin ropa, y volvió a ruborizarse.
—¡Aaah! Ah, ¿de dónde sois, Selene? No hemos visto ningún ser humano desde que llegamos aquí. ¿Se encuentra cerca vuestra ciudad? —La mujer lo miró con aire pensativo y él retrocedió. Su mirada le había hecho caer en la cuenta de cuán cerca se hallaba de ella.
—No pertenezco a este mundo, mi señor —repuso—. No hay gente aquí. Ningún ser vivo a excepción de los grolm y algunas criaturas parecidas. Soy de Cairhien. Y, respecto a la manera como llegué aquí, no lo sé con exactitud. Salía a pasear a caballo y me detuve para echar una siesta y, al despertar, mi caballo y yo nos encontrábamos aquí. Mi única esperanza, mi señor, es que seáis capaz de salvarme nuevamente y devolverme al hogar.
—Selene, yo no soy… Es decir, llamadme Rand. —Volvió a notar las orejas enrojecidas. «Luz, no pasará nada porque me considere un señor. Diantre, no perjudicaría a nadie.»
—Si así lo deseáis…, Rand. —Su sonrisa le atenazó la garganta—. ¿Me ayudaréis?
—Desde luego, lo haré. —«Demonios, ¡qué hermosa es! Y está mirándome como al héroe de un relato.» Sacudió la cabeza para ahuyentar tales desatinos—. Pero primero debemos encontrar a los hombres que buscamos. Intentaré manteneros a salvo, pero debemos encontrarlos. Si venís con nosotros estaréis más protegida.
Selene guardó silencio por un momento, con rostro inexpresivo y calmado. Rand no tenía noción de qué pensaba, pero intuía que estaba examinándolo como si acabara de conocerlo.
—Un hombre responsable —apuntó al fin, con una sonrisa en los labios—. Me gusta. Sí. ¿Quiénes son esos bellacos que perseguís?
—Amigos Siniestros y trollocs, mi señora —respondió precipitadamente Hurin, realizando una torpe reverencia desde la silla—. Mataron a varias personas en la fortaleza de Fal Dara y robaron el Cuerno de Valere, mi señora, pero lord Rand lo recuperará.
Rand miró con rudeza al husmeador, el cual esbozó una débil sonrisa. «Vaya modo de guardar un secreto.» Aquello no importaba demasiado allí, pero, una vez de regreso a su mundo…
—Selene, no debéis hablar a nadie del Cuerno. Si trasciende la noticia, tendremos a un centenar de personas pisándonos los talones con intención de obtener el Cuerno para sí.
—No, jamás lo haría —lo tranquilizó Selene—, sabiendo el riesgo que entraña el que caiga en poder de desalmados. El Cuerno de Valere… No sabría deciros la de veces que he soñado tocarlo, tenerlo en mis manos. Debéis prometerme que, cuando lo tengáis, me dejaréis tocarlo.
—Antes de eso, debemos encontrarlo. Será mejor que nos pongamos en camino. —Rand le ofreció la mano para ayudarla a montar y Hurin desmontó para sostenerle el estribo—. Sea lo que fuere eso que maté, ¿un grolm?, es posible que haya más por los alrededores. —Su mano era firme y su presión denotaba una fuerza sorprendente… y su piel era… ¿seda? Algo aún más suave.
—Siempre los hay —le informó Selene. La blanca yegua brincó, mostrando los dientes a Rand, pero se calmó cuando su ama tomó las riendas.
Rand se colgó el arco a la espalda y montó. «¡Luz! ¿Cómo puede existir una piel tan