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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 56
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desaparecido. Hurin se revolvía en sueños; el husmeador y Loial aún eran dos montículos que sobresalían en la baja niebla. «Lo he imaginado.»

Antes de tener ocasión de disfrutar del alivio, sintió un terrible dolor en la mano derecha y la volvió para mirarla. Su palma estaba atravesada por la marca de una garza; la garza del puño de su espada, inflamada y roja, grabada con la misma precisión que el dibujo de un artista.

Hurgó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un pañuelo que se ató alrededor de la mano, que le daba punzadas. El vacío le sería de ayuda para soportarlo; estando inmerso en él, sería consciente del dolor pero no lo sentiría. Aun así desechó tal posibilidad. En dos ocasiones, una inadvertidamente y otra a propósito, había intentado encauzar el Poder Único mientras estaba arropado en el vacío. Era con eso con lo que quería tentarlo Ba’alzemon. Era eso lo que querían que hiciera Moraine y la Sede Amyrlin. Pues no lo haría.

CAPÍTULO 16

En el espejo de la oscuridad

—No debierais haberlo hecho, lord Rand —lo reconvino Hurin cuando Rand los despertó justo antes del alba. El sol todavía se ocultaba tras el horizonte, pero ya había luz suficiente para ver. La niebla se había fundido mientras se mantenía aún la oscuridad, desvaneciéndose con reluctancia—. Si os extenuáis para preservar nuestras fuerzas, mi señor, ¿quién se ocupará de que regresemos al hogar?

—Necesitaba meditar —se excusó Rand. No restaba ningún indicio de la presencia de la niebla, ni de Ba’alzemon. Rozó con un dedo el pañuelo que le envolvía la mano derecha. Ésa era la prueba de que Ba’alzemon había estado allí. Sentía ansias de abandonar aquel lugar—. Es hora de que montemos a caballo si queremos atrapar a los Amigos Siniestros. Hora sobrada. Podemos comer mientras cabalgamos.

Loial se detuvo en el acto de estirar los músculos; sus brazos estirados llegaban a una altura que Hurin sólo habría alcanzado estando de pie sobre los hombros de Rand.

—Tu mano, Rand. ¿Qué te ha pasado?

—Me hice un poco de daño. No es nada.

—Tengo un ungüento en mi alforja…

—¡No es nada! —Rand era consciente de su rudeza, pero una mirada a la marca, realizada por metal candente, suscitaría preguntas que no deseaba responder—. Estamos perdiendo el tiempo. Pongámonos en camino. —Se dispuso a ensillar a Rojo, con torpeza a causa de la herida y Hurin saltó sobre su montura.

Una huella, decidió Rand mientras emprendían la marcha, devolvería la naturalidad a ese mundo. Había demasiadas cosas antinaturales allí. Aun una sola pisada sería un buen augurio. Fain y los Amigos Siniestros y los trollocs debían dejar por fuerza alguna huella. Se concentró en el terreno por el que pasaban, tratando de distinguir alguna señal que hubiera podido dejar otro ser vivo.

No había nada, ni una piedra volcada ni un terrón de tierra movido. En una ocasión examinó la tierra que dejaban tras de sí; el terreno arañado y la tierra aplastada marcaban con evidencia sus pasos y sin embargo ante ellos no había ninguna señal. Hurin, no obstante, insistía en que olía el rastro, leve e impreciso, pero que aún apuntaba en dirección sur.

Una vez más el husmeador dedicó toda su atención a la pista que seguía, como un sabueso que persiguiera un ciervo, y Loial volvió a sumirse en sus propios pensamientos, murmurando para sí y acariciando la enorme barra, que aún mantenía sobre la silla ante él.

Aún no habían cabalgado una hora cuando Rand vio la aguja que se alzaba frente a ellos. Estaba tan abstraído escrutando el suelo que la afilada columna ya se mostraba en todo su tamaño por encima de los árboles, a corta distancia, cuando reparó en ella por vez primera. Se hallaba directamente en su línea de marcha.

—¿Qué será?

—Lo ignoro —respondió Loial.

—Si éste…, si éste fuera nuestro propio mundo, lord Rand… —Hurin se movió con inquietud en la silla—. Bueno, ese monumento del que estaba hablando lord Ingtar, el que conmemoraba la victoria de Artur Hawkwing sobre los trollocs, era una gran aguja. Pero fue derribado hace mil años. Sólo queda de él un gran montículo, parecido a una colina. Yo lo vi, cuando fui a Cairhien por encargo de lord Agelmar.

—De acuerdo con las indicaciones de Ingtar —arguyó Loial—, eso está aún a tres o cuatro jornadas. Suponiendo que quede algún vestigio. No veo cómo podría ser ese monumento. No me parece que esto esté habitado por nadie.

El husmeador volvió a posar la vista en el suelo.

—Ésa es la cuestión, ¿no es cierto, constructor? No hay gente, pero ahí está, delante de nosotros. Quizá deberíamos soslayarlo, mi señor Rand. No se puede prever qué o quiénes puede haber en un sitio así.

—Debemos mantenernos lo más cerca posible del rastro —opinó al fin Rand, después de reflexionar un momento—. Tal como están las cosas, no parece que estemos ganándole terreno a Fain y no quiero perder más tiempo, a ser posible. Si vemos gente o algo anormal, los rodearemos hasta volver a encontrar la pista. Pero, hasta entonces, seguiremos el mismo rumbo.

—Como vos digáis, mi señor. —El husmeador habló con un extraño tono de voz y miró de soslayo a Rand—. Como vos digáis.

Rand frunció el entrecejo antes de comprender y entonces fue él quien suspiró. Los señores no daban explicaciones a sus inferiores; sólo lo hacían a los otros nobles. «Yo no le pedí que me confundiera con un maldito señor», se dijo. «Pero lo ha hecho —pareció reprocharle una vocecilla— y tú no lo has sacado de su error. Tú efectuaste la elección. Ahora la responsabilidad es tuya.»

—Sigue el rastro, Hurin —indicó Rand.

Con evidente alivio en el semblante, el husmeador espoleó el caballo.

El débil sol iba ascendiendo mientras cabalgaban y, cuando alcanzó su cenit, se hallaban ya a tan sólo un kilómetro de la aguja. Habían llegado a uno de los arroyos, hundido en un barranco poco profundo, y ahora los árboles que mediaban entre ellos y el promontorio eran escasos. Rand vio que estaba construida sobre una colina redondeada de cima achatada. La gris espiral tenía como mínimo una altura de cien palmos y, como alcanzó a distinguir a poco, su cúspide estaba rematada por una escultura que representaba un ave con las alas extendidas.

—¡Un halcón! —exclamó Rand—. Es el monumento de Artur Hawkwing. No puede ser otro. Hubo gente aquí, tanto si la hay ahora como si no. La diferencia es que aquí lo construyeron en otro lugar y que no lo derruyeron. Míralo, Hurin. Cuando regresemos, podrás describirles cómo era en realidad el monumento. En todo el mundo, sólo nosotros tres lo habremos visto.

—Sí, mi señor —asintió Hurin—. A mis hijos les gustaría oír que su padre ha visto la columna de Hawkwing.

—Rand… —comenzó a hablar con tono preocupado Loial.

—Podemos cubrir la distancia al galope —propuso Rand—. Vamos. Una galopada nos sentará bien. Aunque estuviera muerto este lugar, nosotros estamos vivos.

—Rand —volvió a insistir Loial—, no creo que esto sea el…

Sin aguardar a escucharlo, Rand hincó los talones en los flancos de Rojo y el semental partió a la carrera. Atravesó el escaso caudal de agua en dos zancadas y luego remontó la otra orilla. Hurin precipitó su montura tras él. Rand oyó que Loial los llamaba, pero lanzó una carcajada, hizo señas al Ogier para que los siguiera y siguió galopando. Si mantenía los ojos fijos en un punto, la tierra no aparentaba deslizarse y resbalar de manera tan horrible y el viento le producía una agradable sensación en el rostro.

El montículo cubría considerable terreno, pero la ladera cubierta de hierba no era empinada. La grisácea aguja se alzaba hacia el cielo, con un perímetro cuadrado y un grosor que, a pesar de su altura, le confería un aire voluminoso, casi achaparrado. Rand paró de reír y refrenó a Rojo con gesto sombrío.

—¿Es éste el monumento a Hawkwing, lord Rand? —preguntó Hurin con inquietud—. No sé, no es como debería ser.

Rand reconoció la tosca escritura angulosa que cubría la parte frontal del monumento, como también identificó la naturaleza de algunos símbolos cincelados a lo ancho, los cuales alcanzaban la estatura de un hombre: la calavera con cuernos de los trollocs Dha’vol, el puño de hierro de los Dhai’mon, el tridente de los Ko’bal y el torbellino de los Ahf’frait. Había un halcón también, labrado cerca de la cúspide. Con una envergadura de diez pasos, yacía de espaldas, atravesado por un rayo y los cuervos le horadaban los ojos. Las enormes alas que culminaban la torre parecían obstruir el sol.

Oyó que Loial llegaba al galope tras él.

—Intentaba advertirte, Rand —dijo—. Es un cuervo, no un halcón. Lo he visto claramente. —Hurin volvió grupas, rehusando volver a mirar la aguja.

—Pero ¿cómo es posible? —exclamó Rand—. Artur Hawkwing obtuvo la victoria sobre los trollocs aquí. Ingtar así lo afirmó.

—No aquí —replicó quedamente Loial—. Es evidente que no aquí. «De piedra a piedra circulan las líneas de lo condicional, entre los mundos posibles.» He estado reflexionando en esto y creo saber lo que significa «los mundos posibles». Se refiere al mundo o a los mundos que podrían haber sido si las cosas hubieran sucedido de diferente manera. Tal vez ésa sea la razón de que todo parezca tan… desvaído: porque es una condición, una posibilidad. Como una simple sombra del mundo real. Mi opinión es que, en este mundo, los trollocs ganaron. Es posible que ése sea el motivo de que no hayamos visto poblados ni gente.

Rand sintió un escalofrío. Si los trollocs habían ganado allí, sólo habrían dejado con vida a las personas necesarias para su alimentación. Y si habían triunfado en todo el mundo…

—Si los trollocs hubieran ganado, deberían estar por todas partes —adujo—. Ya deberíamos haber visto a millares de ellos. Y deberíamos haber muerto hace tiempo.

—No lo sé, Rand. Quizá, después de matar a las personas, se exterminaron entre sí. Los trollocs viven para matar. Eso es lo único que hacen, lo que los determina. Sencillamente no lo sé.

—Lord Rand —dijo de improviso Hurin—, se ha movido algo allí.

Rand giró el caballo, dispuesto a ver un pelotón de trollocs a la carga, pero Hurin estaba señalando el camino que habían recorrido.

—¿Qué has visto, Hurin? ¿Dónde?

—Justo en el lindero de esos árboles de ahí —explicó el husmeador, bajando el brazo—, a un kilómetro de distancia. Me ha parecido que era una mujer y otra cosa que no he logrado distinguir, pero… —Se estremeció—. Es muy difícil precisar las cosas que no están delante de las narices. Aaah, este sitio me tiene anonadado. Seguramente era una alucinación, mi señor. Este lugar da pie a imaginar fantasías. —Hundió los hombros como si la aguja ejerciera su presión sobre ellos—. Sin duda era el viento, mi señor.

—Me temo que hay otra cosa a tomar en cuenta —observó Loial con voz alterada—. ¿Qué veis allí? —Apuntó hacia el sur.

Rand entornó los ojos para protegerse de la tergiversación visual del horizonte.

—Terrenos como los que hemos cruzado. Árboles. También algunas colinas y montañas. Nada más. ¿Qué quieres que vea?

—Las montañas —suspiró Loial, con los pelos de las orejas caídos y las puntas de las cejas apuntando a las mejillas—. Eso ha de ser la Daga del Verdugo de la Humanidad, Rand. No hay otras montañas que puedan confundirse con ellas, a menos que este mundo sea completamente diferente del nuestro. Pero la Daga del Verdugo de la Humanidad se encuentra a más de quinientos kilómetros al sur del Erinin. A unos cuantos más. No resulta fácil calcular

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