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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 55
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notar su contacto, y tocó algunas notas de El viento que agita el sauce, quedamente para no despertar a los demás. Aun tan bajo, la triste melodía sonaba estrepitosa en exceso en aquel lugar, demasiado real. Con un suspiro volvió a cerrar el instrumento y rehizo el hatillo.

Mantuvo la guardia hasta bien entrada la noche, dejando que los otros durmieran. Ignoraba qué hora debía de ser cuando de improviso advirtió que se había levantado una niebla. Ésta se extendía densamente a ras del suelo, tornando las indistintas formas de Loial y Hurin en montículos que despuntaran entre nubes. Con la altura perdía espesor, pese a lo cual envolvía los contornos, ocultando cuanto en ellos había a excepción de los árboles más cercanos. Le parecía contemplar la luna a través de un retazo de seda mojada. Con esa niebla, cualquier ser podía aproximarse a ellos sin ser advertido. Tocó la espada.

—Las espadas no surten efecto contra mí, Lews Therin. Ya debieras saberlo.

La niebla se arremolinó en torno a los tobillos de Rand cuando éste se volvió, con la espada en las manos y la hoja marcada con la garza ante su busto. El vacío ocupó súbitamente su interior; por primera vez, apenas notó la contaminada luz del Saidin.

Una figura cubierta en sombras se acercó entre la neblina, caminando con un largo bastón. Tras ella, insinuando con su sombra la vastedad del visitante, la niebla se oscureció hasta superar la negrura de la noche. A Rand se le erizó el vello. La silueta fue aproximándose, hasta concretarse en la forma de un hombre, vestido de negro, con guantes y una máscara de seda del mismo color que le cubría el rostro, y la sombra se desplazó con él. Su vara era negra también como si la madera se hubiera quemado, y a un tiempo lisa y brillante cual agua que reflejara los rayos de luna. Por un instante los orificios oculares de la máscara relucieron, como si tras ellos hubiera hogueras en lugar de ojos, pero Rand no tuvo necesidad de reparar en ello para saber con quién se encaraba.

—Ba’alzemon —musitó—. Esto es un sueño. No puede ser de otro modo. Tengo sueño y…

Ba’alzemon rió como el crepitar de un horno abierto.

—Siempre intentas negarlo, Lews Therin. Si alargo la mano, puedo tocarte, Verdugo de la Humanidad. Siempre puedo hacerlo. Siempre y en todo lugar.

—¡Yo no soy el Dragón! ¡Mi nombre es Rand al’… —Rand entrechocó los dientes para contener sus gritos.

—Oh, conozco el nombre que utilizas ahora, Lews Therin. Conozco todos los nombres que has usado era tras era, incluso desde mucho antes de que fueras el Verdugo de la Humanidad. —La voz de Ba’alzemon fue incrementando su intensidad; en ocasiones el fuego de sus ojos se elevaba de tal manera que Rand podía verlo a través de las aberturas de la máscara de seda, observarlo cual infinitos mares de llamas—. Te conozco, conozco tu sangre y tu linaje hasta remontarme a la primera chispa de vida que ha existido, hasta el Primer Momento. Jamás podrás ocultarte ante mí. ¡Jamás! Estamos unidos de manera tan efectiva como las dos caras de una moneda. Los hombres ordinarios pueden esconderse en los giros del Entramado, pero los ta’veren se destacan cual señales de fuego en la cumbre de una colina, y tú, ¡tú eres tan perceptible como si diez millares de flechas resplandecientes te apuntaran desde la bóveda celeste! ¡Eres mío y siempre te hallas al alcance de mi mano!

—¡Padre de las Mentiras! —logró articular Rand. A pesar del vacío, su lengua quería adherirse al paladar. «Luz, por favor, haz que sea un sueño.» Aquel pensamiento pasó rozando la superficie de la calma. «Incluso uno de esos sueños que no son tales. No es posible que esté realmente delante de mí. El Oscuro está confinado en Shayol Ghul, en una prisión sellada por el Creador en el momento de la Creación…» Sabía demasiadas cosas que determinaban la realidad para hallar consuelo en tales afirmaciones defensivas—. ¡Un nombre acertado! Si os fuera dado apoderados de mí sin más, ¿por qué no lo habéis hecho? Porque no podéis. ¡Yo sigo la senda de la Luz y no podéis tocarme!

Ba’alzemon se apoyó en su bastón y miró a Rand durante un momento; luego caminó hasta erguirse delante de Loial y Hurin, y bajó la mirada hacia ellos. La inmensa sombra se desplazó con él. Rand advirtió que no agitaba la niebla… Se movía, haciendo oscilar el bastón al ritmo de sus pasos, pero la grisácea neblina no se deshilachaba ni formaba remolinos alrededor de sus pies como lo hacía en torno a los suyos. Aquello le devolvió el coraje. Tal vez Ba’alzemon no estuviera realmente allí. Tal vez fuera un sueño.

—Te buscas unos extraños seguidores —musitó Ba’alzemon—. Siempre lo hiciste. Estos dos, la chica que intenta protegerte… Una pobre y frágil salvaguarda, Verdugo de la Humanidad. Si dispusiera de toda una vida para crecer, nunca sería lo bastante grande para poder ocultarte tras ella.

«¿Una muchacha? ¿Quién? Moraine no es sin duda una muchacha.»

—No sé de qué estáis hablando, Padre de las Mentiras. Mentís sin cesar e incluso cuando decís la verdad, la tergiversáis, convirtiéndola en un embuste.

—¿De veras miento, Lews Therin? Tú sabes qué eres, quién eres. Yo te lo he dicho. Y también lo han hecho esas mujeres de Tar Valon. —Rand basculó nerviosamente el peso del cuerpo y Ba’alzemon soltó una carcajada, similar a un pequeño trueno—. Se creen a salvo en su Torre Blanca, pero mis partidarios se cuentan incluso entre sus filas. La Aes Sedai llamada Moraine te reveló quién eres, ¿no es así? ¿Mentía acaso ella? ¿O es quizás una de las mías? La Torre Blanca pretende utilizarte como un perro con un dogal al cuello. ¿Digo verdad? ¿Miento cuando afirmo que vas en pos del Cuerno de Valere? —Volvió a reír. Fuera gracias a la calma del vacío o no, Rand consiguió reprimir el impulso de taparse los oídos con las manos—. A veces los viejos enemigos pelean durante tanto tiempo que acaban convirtiéndose en aliados sin caer en la cuenta de ello. Piensan que están atacándote, pero el vínculo es tan estrecho que es como si uno mismo hubiera guiado su mano para golpear.

—Yo no sigo vuestra guía —espetó Rand—. Niego vuestra influencia sobre mí.

—Tengo un millar de cuerdas atadas a ti, Verdugo de la Humanidad, cada una de ellas más fina que la seda y más resistente que el acero. El tiempo ha trazado un centenar de hilos entre ambos. La batalla que hemos librado… ¿Recuerdas algún pasaje de ellas? ¿Tienes idea de que hemos luchado antes, en innumerables contiendas que vienen teniendo lugar desde el inicio del tiempo? ¡Sé muchas cosas que tú desconoces! Esa batalla tocará pronto a su fin. La Última Batalla se aproxima. La última, Lews Therin. ¿De veras crees que puedes evitarla? ¡Tú, pobre y trémulo gusano, me servirás o perecerás! Y en esta ocasión el ciclo no volverá a iniciarse después de tu muerte. La tumba pertenece al Gran Señor de la Oscuridad. Esta vez, si mueres, quedarás completamente destruido. Esta vez la Rueda será quebrada hagas lo que hagas y el mundo volverá a formarse con un nuevo molde. ¡Sírveme! ¡Sirve a Shai’tan o serás destruido para siempre!

Al ser pronunciado dicho nombre, el aire pareció espesarse. La oscuridad que se extendía tras Ba’alzemon se hinchó y aumentó de tamaño, amenazando con engullirlo todo. Rand sintió cómo lo circundaba, más fría que el hielo y a un tiempo más ardiente que las brasas, con una negrura más intensa que la muerte, atrayéndolo hacia sus profundidades, cerniendo su red sobre el mundo. Apretó con la mano la empuñadura hasta que le dolieron las articulaciones.

—Niego tu existencia, niego tu poder. Sigo la senda de la Luz. La Luz me protege y estamos guarecidos en la palma de la mano del Creador. —Pestañeó. Ba’alzemon aún estaba allí y la gran oscuridad todavía estaba suspendida tras él, pero era como si todo lo demás no hubiera sido más que un espejismo.

—¿Quieres ver mi cara? —Era un susurro.

—No —respondió Rand después de tragar saliva.

—Deberías verla. —Una mano enguantada se acercó a la negra máscara.

—¡No!

La máscara se levantó. Era el rostro de un hombre, horriblemente quemado. Con todo, entre las grietas de negros rebordes que atravesaban sus rasgos, la piel presentaba un aspecto sano y terso. Unos ojos oscuros miraron a Rand, unos crueles labios sonrieron, enseñando unos relucientes dientes blancos.

—Mírame, Verdugo de la Humanidad, y contempla la centésima parte de tu propio destino. —Por un momento, ojos y boca aparecieron transformados en unas interminables cavernas de fuego—. Esto es lo que el Poder incontrolado es capaz de provocar, incluso a mí. Pero estoy curándome, Lews Therin. Conozco las vías que llevan a incrementar el poder. Te quemaré como a una polilla que sobrevuela un horno.

—¡No pienso tocarlo! —Rand se sintió rodeado por el vacío, notó el Saidin—. No pienso hacerlo.

—No puedes evitarlo.

—¡Dejadme… en… PAZ!

—Poder. —La voz de Ba’alzemon se tornó suave, insinuante—. Puedes recobrar el poder, Lews Therin. Estás ligado a él ahora, en este momento. Lo sé. Lo percibo. Siéntelo, Lews Therin. Siente su brillo en tu interior. Siente el poder que podría ser tuyo. No tienes más que alargar la mano. Pero la Sombra se entromete entre tú y él. La locura y la muerte. No es preciso que mueras, Lews Therin, no tienes por qué volver a morir.

—No —trató de acallarlo Rand. La voz, sin embargo, prosiguió su discurso, ahondando en él.

—Yo puedo enseñarte a controlar ese poder de manera que no te destruya. No hay nadie con vida capaz de enseñarte eso. El Gran Señor de la Oscuridad puede protegerte de la locura. El poder puede ser tuyo y tienes la posibilidad de vivir eternamente. ¡Para siempre! Todo cuanto has de hacer a cambio es servirme. Sólo servirme. Unas simples palabras, «Soy tuyo, Gran Señor», y el poder será tuyo. Un poder que no alcanzan ni en sueños esas mujeres de Tar Valon, y la vida eterna, sólo con que ofrezcas tu persona y te avengas a servirme.

Rand se humedeció los labios. «No volverse loco. No morir.»

—¡Nunca! ¡Sigo la senda de la Luz —dijo con voz ronca— y nunca podréis rozarme!

—¿Rozarte, Lews Therin? ¿Tocarte? ¡Puedo consumirte! ¡Prueba su ardor y arde como yo!

Aquellos oscuros ojos volvieron a convertirse en fuego y de aquella boca brotó una llamarada que creció hasta superar el fulgor de un sol de verano, y de pronto la espada de Rand estuvo incandescente como si acabaran de sacarla de la forja. Lanzó un alarido cuando la empuñadura le quemó las manos, y dejó caer el arma. La niebla se incendió, se transmutó en fuego que todo lo arrasaba.

Chillando, Rand golpeó sus ropas, que humeaban deshaciéndose en cenizas, se golpeó las manos, que ennegrecían y se encogían, al tiempo que la carne desnuda crujía y caía en las llamas. Gritó. El dolor arremetía contra su vacío interior, en cuyas profundidades trató de guarecerse. El resplandor estaba allí, como indicio de la luz infecta que aún no veía. Medio enajenado, sin reparar ya en su naturaleza, llamó al Saidin, intentó envolverse en él, escudarse con él de las llamas y el dolor.

Tan de improviso como se había iniciado, el fuego se extinguió. Rand observó con asombro su mano despuntando por la manga roja de su chaqueta. La lana no se había chamuscado siquiera. «Han sido imaginaciones mías.» Miró frenéticamente alrededor: Ba’alzemon había

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