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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 54
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con estupor.

Rand no estaba seguro de qué era lo que hacía Loial ni cómo, pues, a pesar de su suavidad, el canto se prendía a él de una manera hipnótica, llenando su mente casi como lo hacía el vacío. Loial recorría el tronco con sus grandes manos, cantando, acariciándolo con su voz tanto como con los dedos. La corteza de algún modo, más lisa, como si su contacto estuviera dándole forma. Rand pestañeó. Tenía la certeza de que la pieza en la que se había centrado Loial había estado rematada de ramaje al igual que las demás, pero ahora terminaba en una punta redondeada por encima de la cabeza del Ogier. Rand abrió la boca, pero la canción lo acalló. Parecía tan familiar, aquella canción, como si la conociera.

De pronto la voz de Loial se elevó en un punto culminante, con un sonido similar al de un himno de gracias, y concluyó, desvaneciéndose a la manera como lo hace la brisa.

—Diantre —musitó Hurin, estupefacto—. Diantre, nunca oí algo parecido… Diantre.

Loial sostenía en la mano una vara tan alta como él y tan gruesa como el antebrazo de Rand, suave y pulida. En el lugar que ocupaba el tronco en la retama había un pequeño tallo recién brotado.

Rand respiró hondo. «Siempre hay algo nuevo, siempre algo inesperado, y a veces no es horrible.»

Observó cómo Loial montaba y depositaba el bastón frente a él, atravesado en la silla, y se preguntó para qué quería un cayado el Ogier, puesto que iban a caballo. Entonces vio la recia vara, no en su tamaño real, sino en relación con el del Ogier y la manera como lo empuñaba éste.

—¡Una barra! —exclamó, sorprendido—. No sabía que los Ogier llevaran armas, Loial.

—Normalmente no lo hacemos —replicó Loial con tono casi tajante—. Normalmente. Siempre ha traído malas consecuencias. —Alzó la enorme barra y hundió la nariz con desagrado—. El abuelo Halan diría, sin duda, que estoy poniendo un mango largo a mi hacha, pero no estoy comportándome de un modo precipitado, Rand. Este lugar… —Se estremeció, agitando las orejas.

—Pronto encontraremos la manera de regresar —afirmó Rand, tratando de conferir confianza a su voz.

—Todo está… relacionado, Rand —continuó hablando el Ogier, como si no lo hubiera escuchado—. Se trate de seres vivos o no, con capacidad de pensar o sin ella, todo lo que existe está vinculado a una totalidad. El árbol no piensa, pero forma parte de un conjunto, el cual posee… un sentimiento. No puedo explicarlo, al igual que soy incapaz de expresar la esencia de la felicidad, pero… Rand, esta tierra ha sentido alegría al haberse creado un arma. ¡Alegría!

—La Luz nos ilumine —murmuró Hurin, nervioso— y el Creador nos resguarde. Aunque vayamos al encuentro del último abrazo de la madre, que la Luz ilumine nuestros pasos. —Siguió repitiendo el catecismo como si éste fuera un hechizo destinado a protegerlo.

Rand resistió el impulso de mirar en derredor. Ni siquiera levantó la mirada. El hecho de que en ese momento apareciera otra nueva línea humeante a través del cielo habría bastado para desarmarlos a todos.

—No hay nada aquí que vaya a agredirnos —aseveró con firmeza—. Y nos mantendremos alerta para asegurarnos de que ello no suceda.

Sentía deseos de reírse de sí mismo, hablando con aquel tono tan resuelto a pesar de su incertidumbre casi absoluta. Sin embargo, al ver a los otros, a Loial con sus copetudas orejas caídas y a Hurin tratando de no posar la vista en nada, supo que uno de ellos había de aparentar seguridad, al menos, o de lo contrario el temor y la incertidumbre los carcomerían. «La Rueda gira según sus propios designios.» Desechó aquel pensamiento. «Nada que guarde relación con la Rueda. Nada que tenga que ver con ta’veren, Aes Sedai ni el Dragón. Las cosas son como son, eso es todo.»

—Loial, ¿has acabado con lo que habías de hacer aquí? —El Ogier asintió, acariciando pesaroso la barra. Rand se volvió hacia Hurin—. ¿Conservas el rastro?

—Sí, lord Rand.

—En ese caso, sigámoslo. Una vez que encontremos a Fain y los Amigos Siniestros, volveremos a casa como unos héroes, con la daga para Mat y el Cuerno de Valere. Guíanos, Hurin. —«¿Héroes? Me conformaría con que saliéramos con vida de aquí.»

—No me gusta este sitio —manifestó inexpresivamente el Ogier, que aferraba la barra como si esperara tener que utilizarla de un momento a otro.

—Tampoco tenemos intención de quedarnos aquí, ¿no es cierto? —replicó Rand. Hurin lanzó una carcajada como si hubiera dicho algo gracioso, pero Loial lo miró con seriedad.

—Tampoco la tenemos, Rand.

Mientras proseguían rumbo sur, no obstante, advirtió que su desenfadada pretensión de regresar al hogar les había levantado ligeramente el ánimo. Hurin mantenía la espalda algo más erguida en la silla y las orejas de Loial no parecían tan abatidas. No eran ésos lugar ni ocasión para dejar entrever que él compartía su aprensión, de modo que la ocultó para sí, librando con ella una batalla interior.

Hurin mantuvo el buen humor durante el resto de la mañana, murmurando:

—Tampoco tenemos intención de quedarnos.

Después reía entre dientes, y así alternativamente, hasta que Rand tuvo ganas de pedirle que se callara. Hacia mediodía, el husmeador volvió a guardar silencio, sacudiendo la cabeza y frunciendo el entrecejo, y Rand descubrió que hubiera preferido volver a oírlo repetir sus palabras y reír.

—¿Ocurre algo malo en relación con el rastro, Hurin? —preguntó.

—Sí, lord Rand —repuso el husmeador, encogiéndose de hombros con semblante preocupado— y, al mismo tiempo no, podría decirse.

—Ha de ser lo uno o lo otro. ¿Has perdido el rastro? No tienes por qué avergonzarte si así ha sido. Ya habías dicho al comienzo que era difuso. Si no podemos encontrar a los Amigos Siniestros, buscaremos otra piedra con la que regresar. —«Luz, cualquier cosa menos eso.» Rand mantuvo la serenidad en el semblante—. Si los Amigos Siniestros pueden llegar hasta aquí y marcharse, también podremos hacerlo nosotros.

—Oh, no lo he perdido, lord Rand. Todavía noto su pestilencia. No es eso. Sólo que…, que… —Con una mueca, Hurin se decidió—. Que es como si estuviera recordándolo, lord Rand, en lugar de olerlo. Pero no es eso. Hay docenas de rastros que lo cruzan continuamente, docenas y docenas, y toda clase de olores a violencia, algunos de ellos recientes, casi, pero difuminados como todo lo demás. Esta mañana, justo después de abandonar la hondonada, hubiera jurado que se habían producido cientos de asesinatos bajo mis pies, sólo minutos antes, pero no había ningún cadáver ni ninguna marca en el suelo a excepción de nuestras huellas. Una cosa así no podría producirse sin que el suelo quedara levantado ni teñido de sangre, pero no había ninguna marca. Todo es así, mi señor. Sin embargo, estoy siguiendo el rastro. Estoy siguiéndolo. Este sitio me pone los nervios de punta. Eso es. Debe de ser eso.

Rand lanzó una ojeada a Loial, con la esperanza de que el Ogier aportara, como en otras ocasiones, uno de sus curiosos y variados conocimientos, pero ahora parecía tan abrumado como Hurin. Rand adoptó más seguridad en la voz de la que realmente sentía.

—Sé que estás haciendo cuanto puedes, Hurin. Todos estamos nerviosos. Limítate a seguir el rastro y ya los encontraremos.

—Como vos digáis, lord Rand. —Hurin espoleó el caballo—. Como digáis.

Al caer la tarde, no obstante, aún no había señales de los Amigos Siniestros y Hurin afirmaba que el rastro todavía era difuso. El husmeador no paraba de murmurar para sí acerca de «recordar».

No había visto ninguna huella. Rand no era tan buen rastreador como Ino, pero cualquier muchacho de Dos Ríos era capaz de seguir el rastro para encontrar un cordero extraviado o cazar un conejo para la cena. Él no había visto nada. Era como si ningún ser vivo hubiera hollado la tierra hasta su llegada.

Debería haber habido algo si los Amigos Siniestros se encontraban más adelante. Sin embargo, Hurin continuaba siguiendo el rastro que afirmaba oler.

Cuando el sol se hundía en el horizonte establecieron el lugar de acampada en un bosquecillo de árboles que habían dejado intacto los incendios y comieron parte de las provisiones de sus alforjas. Pan duro y carne seca combinados con aquella insípida agua: una exigua cena. Rand calculó que los alimentos durarían una semana. Después… Hurin masticaba lentamente, con resolución, pero Loial engulló deprisa su ración y luego se sentó a fumar su pipa, con la gruesa barra a mano. Rand encendió una discreta hoguera, oculta entre la espesura. Cabía la posibilidad de que Fain y sus Amigos Siniestros y trollocs se hallaran lo bastante cerca como para ver el fuego, a pesar de la preocupación de Hurin acerca de la peculiaridad de su rastro.

Le pareció curioso que hubiera comenzado a pensar en ellos como los Amigos Siniestros de Fain, los trollocs de Fain. Fain no era más que un hombre que había perdido el juicio. «Entonces ¿por qué lo rescataron?» Fain había sido una pieza clave en el plan del Oscuro para encontrarlo a él. Tal vez la respuesta guardaba relación con eso. «Entonces ¿por qué huye en lugar de perseguirme? ¿Y qué mató a aquel Fado? ¿Qué ocurrió en aquella habitación con moscas? Y ésos ojos, vigilándome en Fal Dara. Y ese viento, atrapándome como un escarabajo en resina de pino. No. No, Ba’alzemon ha de estar muerto.» Las Aes Sedai no habían dado crédito a sus palabras. Moraine no lo había creído, ni tampoco la Amyrlin. Tercamente, rehusó cavilar de nuevo sobre ese tema. Lo único en que debía pensar ahora era en hallar la daga para Mat. Encontrar a Fain y el Cuerno.

«La guerra nunca acaba, al’Thor.»

La voz sonaba como una tenue brisa que susurrara en su nuca, un leve y gélido murmullo que se abría camino entre las grietas de su mente. A punto estuvo de invocar el vacío para rehuirla, pero, al recordar lo que le aguardaba por esa vía, reprimió el deseo de hacerlo.

En la penumbra del ocaso, se adiestró en las figuras con la espada, tal como le había enseñado Lan, si bien sin envolverse en el vacío: Partir la seda, El colibrí besa la madreselva, La grulla arremetiendo en los Juncos, para ejercitar el equilibrio. Enajenado en los veloces y certeros movimientos, olvidado momentáneamente de sí y de la situación, practicó hasta que el sudor le cubrió el cuerpo. Al terminar, no obstante, todo estaba igual; nada había cambiado. El tiempo no era frío, pero se estremeció y se arrebujó en la capa al agacharse junto al fuego. Los otros percibieron su estado de ánimo y acabaron de comer deprisa y en silencio. Nadie expresó queja alguna cuando cubrió de tierra las últimas espasmódicas llamas.

Rand realizó el primer turno de vigilancia, recorriendo los lindes de la arboleda con el arco y a veces aflojando la espada en la vaina. La gélida luna se hallaba casi llena, resaltada en la negrura, y la noche se hallaba tan silenciosa como lo había sido el día, e igualmente vacía. Vacía era la palabra exacta. La tierra estaba tan solitaria como un polvoriento cántaro de leche. Era difícil creer que hubiera alguien en todo ese mundo, a excepción de ellos tres; difícil de imaginar que incluso los Amigos Siniestros se encontraran allí, en algún punto situado más adelante.

Para distraerse, desenvolvió la capa de Thom Merrilin, dejando al descubierto el arpa y la flauta en sus rígidas fundas de cuero sobre los parches multicolores. Sacó la flauta de oro y plata de su estuche, recordando las enseñanzas del juglar al

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