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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 53
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desesperados intentos de huida. Carne despedazada, cabezas cortadas. Buitres aleteando con las extremidades manchadas de sangre; cabezas desplumadas desgarrando y llenando el buche. Desconectó la mente para no ponerse a vomitar.

Por encima de un bosquecillo, en la lejanía, distinguió unos puntos negros volando en círculo casi a ras de tierra, aterrizando y remontando el vuelo. Buitres que se disputaban la comida.

—Hay algo horrible allá. —Tragó saliva, topando con la mirada de Ingtar. ¿Cómo podía resultar verosímil esa escena en boca de un supuesto husmeador? «No quiero acercarme para verlo. Sin embargo, ellos querrán investigar cuando hayan avistado los buitres. He de contarles algo que los haga desistir de aproximarse»—. La gente de ese pueblo… Creo que los trollocs los han matado.

Ino comenzó a proferir maldiciones y algunos de los otros shienarianos murmuraron para sí. Ninguno de ellos dio muestras de notar algo extraño en dicha afirmación. Lord Ingtar decía que era un husmeador, y los husmeadores detectaban el olor de las matanzas.

—Y alguien viene siguiéndonos —anunció Ingtar.

—A lo mejor es Rand —aventuró Mat, volviendo grupas ansiosamente—. Sabía que no se iría sin mí.

Por el norte se elevaban tenues polvaredas que indicaban la proximidad de un caballo a la carrera. Los shienarianos se diseminaron, con las lanzas en ristre, mirando en todas direcciones. Aquéllos no eran parajes en donde fuera habitual la presencia de un desconocido.

Cuando los demás sólo avistaban un punto, Perrin percibió un caballo y un jinete y después una mujer. A medida que se acercaba, ésta redujo la marcha al trote abanicándose con una mano. Era una mujer entrada en carnes, de pelo gris, con la capa atada detrás de la silla, que los observaba vagamente con ojos entornados.

—Es una de las Aes Sedai —la identificó, decepcionado, Mat—. La reconozco. Es Verin.

—Verin Sedai —lo corrigió Ingtar, antes de dedicar desde su silla una reverencia a la recién llegada.

—Moraine Sedai me ha enviado, lord Ingtar —anunció Verin con una sonrisa de satisfacción—. Pensó que tal vez me necesitaríais. Vaya una galopada. Temía no daros alcance hasta cerca de Cairhien. ¿Habéis visto el pueblo? Claro. Oh, era algo horrible, ¿verdad? Y ese Myrddraal. Había cuervos y grajos encima de todos los tejados, pero ni uno se acercaba a él, a pesar de estar muerto. Tuve que espantar el propio peso del Oscuro en moscas, empero, para poder averiguar de qué se trataba. Es una lástima que no tuviera tiempo para descolgarlo. Nunca tuve ocasión de estudiar… —De pronto entrecerró los ojos y su aire ausente se desvaneció cual humo—. ¿Dónde está Rand al’Thor?

—Ha desaparecido, Verin Sedai —respondió Ingtar con una mueca—. Desapareció anoche sin dejar rastro. Lo mismo ocurrió con el Ogier y Hurin, uno de mis hombres.

—¿El Ogier, lord Ingtar? ¿Y vuestro husmeador se fue con él? ¿Qué tendrían en común esos dos con…? —Ingtar la miraba boquiabierto y la mujer soltó un resoplido—. ¿Pensabais que podíais mantener en secreto algo semejante? —Volvió a bufar—. ¡Husmeadores! ¿Desaparecido decís?

—Sí, Verin Sedai. —Ingtar parecía inquieto. No era tranquilizador descubrir que las Aes Sedai estaban al corriente de secretos que uno pretendía mantener al margen de ellas; Perrin confió en que Moraine no hubiera hablado a nadie de su caso—. Pero tengo…, tengo otro husmeador. —El lord shienariano señaló a Perrin—. Este hombre dispone, al parecer, de la misma habilidad. Encontraré el Cuerno de Valere, cumpliendo mi juramento, no temáis. Vuestra compañía será bienvenida, Aes Sedai, si deseáis cabalgar con nosotros. —Ante la sorpresa de Perrin, su voz indicaba que no era del todo sincero en su ofrecimiento.

Verin lanzó una ojeada a Perrin y éste movió el cuerpo con desasosiego.

—Un nuevo husmeador, precisamente cuando perdéis el otro. Qué… providencial. ¿No habéis encontrado huellas? No, por supuesto que no. Habéis dicho sin rastro. Curioso. Anoche. —Se arrellanó en la silla, mirando hacia atrás y Perrin pensó por un momento que iba a emprender camino por donde había venido.

—¿Creéis que su desaparición guarda alguna relación con el Cuerno, Aes Sedai? —inquirió Ingtar, frunciendo el entrecejo.

—¿El Cuerno? —Verin volvió la cabeza—. No. No, me parece… que no. Pero es extraño, muy extraño. No me gustan las cosas extrañas hasta que no puedo desentrañarlas.

—Puedo hacer que os escolten dos hombres hasta el lugar donde desaparecieron, Verin Sedai. No tendrán problemas para acompañaros hasta allí.

—No. Si decís que se desvanecieron sin dejar rastro… —Durante un largo momento, examinó a Ingtar con semblante inescrutable—. Cabalgaré con vosotros. Es posible que volvamos a encontrarlos o que ellos nos localicen a nosotros. Habladme mientras cabalgamos, lord Ingtar. Contadme todo lo relativo a ese joven. Todo lo que hizo, todo lo que dijo.

Emprendieron la marcha con un tintineo de arneses y armaduras, con Verin al lado de Ingtar, interrogándolo exhaustivamente, pero en voz demasiado baja para ser escuchada por los demás. La mujer lanzó una significativa mirada a Perrin cuando éste intentó mantener la posición que ocupaba antes, por lo que optó por rezagarse.

—Va en busca de Rand —murmuró Mat—, no del Cuerno.

Perrin asintió. «Dondequiera que hayas ido, Rand, quédate allí. Estarás más seguro que aquí.»

CAPÍTULO 15

Verdugo de la Humanidad

El modo como las extrañamente imprecisas colinas parecían deslizarse hacia Rand cuando éste las miraba directamente le producía vértigo, a menos que se protegiera con el vacío. En ocasiones, éste se apoderaba de su interior sin que él se lo propusiera, pero lo evitaba a toda costa. Era mejor sentirse mareado que compartir el vacío con esa inquietante luz. Sin duda era preferible contemplar el desvaído paisaje. Con todo, trataba de no mirar nada demasiado alejado a menos que se hallara frente a ellos.

Hurin mantenía la vista fija mientras se concentraba en husmear el rastro, como si procurara no reparar en la tierra que éste cruzaba. Cuando el husmeador advertía lo que se extendía a su alrededor, se sobresaltaba y se enjugaba las manos en la chaqueta y volvía a situarse con la nariz hacia adelante a la manera de los sabuesos, con los ojos vidriosos, sin prestar atención al resto. Loial cabalgaba hundido en la silla y fruncía el entrecejo al mirar en torno a sí, agitando inquieto las orejas y murmurando para sus adentros.

Volvieron a cruzar un retazo de terreno renegrido y quemado, cuya tierra crujía incluso bajo los cascos de los caballos como si hubiera sido abrasada. Las franjas quemadas, a veces de una anchura de un kilómetro y otras de pocos cientos de metros, se extendían indefectiblemente hacia oriente o poniente, tan rectas como el curso de una flecha. En dos ocasiones Rand vio el fin de una de ellas, al pasar a poca distancia; se estrechaban en el extremo hasta no ser más que un punto. Ése era al menos el caso de las que observó de cerca, pero sospechaba que todas presentaban la misma característica.

Un día había estado mirando cómo Whatley Eldin decoraba un carro para el Día Solar, en el Campo de Emond. What pintaba escenas de abigarrado colorido, rodeándolas de intrincadas volutas. En los rebordes, dejaba que la punta del pincel rozara la madera, trazando una fina línea que iba ensanchándose a medida que aplicaba mayor presión, para volver a estrecharse al aflojarla de nuevo. Ése era el aspecto que presentaba el terreno, como si alguien lo hubiera rayado con un descomunal pincel de fuego.

Nada crecía en esos parajes, aun cuando algunos de ellos, al menos, ofrecían el vestigio de que algo había crecido mucho tiempo atrás. El aire no olía ni remotamente a quemado allí, ni siquiera cuando se inclinaba para recoger una negra ramita y la acercaba a la nariz. Había transcurrido tiempo tras el incendio, pero nada había venido a reclamar la tierra. El negro daba paso al verde y el verde al negro, a lo largo de las afiladas líneas que los delimitaban.

A su manera, el resto de la tierra parecía tan carente de vida como las parcelas abrasadas, a pesar de la hierba que cubría el suelo y las hojas que poblaban el ramaje de los árboles. Todo tenía ese aspecto desvaído, similar al de la ropa que se había lavado demasiadas veces o había sido expuesta en exceso al sol. No había pájaros ni animales; al menos Rand no los veía ni oía. No percibía ningún halcón revoloteando en el cielo, ningún ladrido de una zorra, ningún trino. Nada se agitaba en la hierba ni en las ramas; ni abejas ni mariposas. Habían cruzado varios arroyos, de aguas poco profundas, aun cuando éstas hubieran socavado a menudo profundos barrancos de empinadas orillas que los caballos habían de descender y remontar con cautela. El agua discurría clara, exceptuando el barro que removían los cascos de los caballos, pero ningún pececillo ni renacuajo se había asomado entre el caudal y ni tan sólo había arañas de agua danzando en la superficie o libélulas que la sobrevolaran.

El agua era potable, lo cual era de agradecer, dado que el contenido de sus cantimploras no podía durar indefinidamente. Rand la probó primero y no consintió en que Loial y Hurin lo hicieran hasta no haber transcurrido un tiempo y comprobar que no le ocurría nada. Él los había arrastrado a aquella aventura y, por lo tanto, en él recaía la responsabilidad. Todo cuanto podía decirse del agua es que era fresca e insípida, como si la hubieran hervido. Loial esbozó una mueca de disgusto, y tampoco les gustó a los caballos, que la bebieron a desgana y cabeceando.

Había una señal de vida, o lo que Rand interpretó como tal. En dos ocasiones vio un fino trazo que avanzaba por el cielo como una diminuta hilera de nubes. Las líneas parecían demasiado rectas para ser naturales, pero no alcanzaba a imaginar qué podía provocarlas. No hizo mención de ello a los demás. Tal vez no las vieran, dada la concentración de Hurin en el rastro y el ensimismamiento de Loial. En todo caso, ellos no realizaron ningún comentario al respecto.

Tras media mañana de cabalgada, Loial desmontó de improviso de su enorme caballo y sin decir nada se encaminó hacia un bosquecillo de retama gigante, cuyos troncos se ramificaban en numerosos y erguidos ramales a escasa distancia del suelo. La copa, profusamente dividida asimismo, estaba coronada de las foliosas ramas que le eran características.

Rand refrenó a Rojo, dispuesto a preguntarle qué hacía, pero había algo en el porte del Ogier, una cierta incertidumbre, que lo indujo a guardar silencio. Después de contemplar el arbusto, Loial posó la mano en un tronco y empezó a cantar con voz profunda y cavernosa.

Rand había escuchado una de las canciones que los Ogier componían en honor de los árboles, cuando Loial la había entonado ante un árbol moribundo que había devuelto a la vida, y había oído hablar de la madera cantada, que consistía en objetos obtenidos de los árboles por medio de las canciones a ellos dedicadas. El talento para lograrlo estaba en retroceso, a decir de Loial —uno de los pocos que aún conservaban dicha habilidad—, lo cual había ocasionado una mayor apreciación de la madera cantada. Cuando había oído cantar a Loial anteriormente, había tenido la impresión de que la propia tierra participaba de su canto, pero ahora el Ogier murmuraba su cántico casi con timidez y la tierra devolvía el eco en un susurro.

Parecía una canción pura, compuesta de música sin palabras, o al menos no tenía ninguna que Rand llegara a captar; si tenía letra, ésta se confundía con la música al igual que el agua que manaba hacia un arroyo. Hurin lo observaba

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