pensamientos llegaron a él como un remolino de imágenes y emociones. Al principio no había sido capaz de distinguir algo aparte de la emoción descarnada, pero ahora su mente les atribuía palabras. «Hermano lobo. Sorpresa. Un ser de dos piernas que habla.» Una imagen borrosa, difuminada por el tiempo, de hombres corriendo con lobos, en dos manadas que cazaban juntas. «Hemos oído que esto vuelve de nuevo. ¿Eres Diente Largo?»
Era una breve descripción de un hombre vestido con pieles, con un largo cuchillo en la mano, pero a la cual se superponía la imagen, más central, de un lobo de profusa pelambre con un diente más largo que el resto, un diente de acero que relucía bajo el sol mientras el animal dirigía la manada a un desesperado ataque entre profundas nieves contra el venado que representaría la vida en lugar de una muerte paulatina a causa del hambre; y la imagen del venado, en su desesperada huida, del sol reflejándose sobre el blanco manto hasta herir la vista, del viento, aullando en los puertos, levantando torbellinos de fina nieve que semejaban niebla y… Los nombres de los lobos eran siempre imágenes complejas.
«No», pensó tratando de forjar mentalmente su aspecto.
«Sí. Hemos oído hablar de ti.»
La imagen de ellos no era la que él había formado, la de un hombre joven con musculosos hombros y ensortijado pelo castaño, un joven con un hacha en el cinturón, a quien los demás consideraban lento de pensamiento y acción. Ese hombre estaba allí, en algún punto de la imagen mental que le devolvían los lobos, pero en ésta tenía la fuerza de un toro salvaje con curvados cuernos de reluciente metal, corriendo en la noche con la velocidad y exuberancia de la juventud, con el rizado cabello resplandeciendo bajo la luna, arrojándose entre Capas Blancas a caballo, en el aire seco, frío y lóbrego, y la sangre tan roja en los cuernos y…
«Joven Toro.»
Por un momento, Perrin perdió contacto con ellos a causa del estupor. Jamás se le había ocurrido la posibilidad de que le hubieran adjudicado un nombre. Hubiera preferido no recordar qué lo había hecho acreedor de él. Tocó el hacha que pendía de su cinto, con su resplandeciente media luna. «Que la Luz me asista. Maté dos hombres. Ellos me hubieran dado muerte aún con mayor rapidez, y a Egwene, pero…»
Dejando de lado tales cavilaciones, basadas en hechos que no podía remediar ni deseaba recordar, comunicó a los lobos el olor de Rand, Loial y Hurin y les preguntó si lo habían percibido. Aquello era algo que le había sobrevenido junto con la modificación del color de sus ojos; era capaz de identificar a las personas por su olor aun cuando no pudiera verlas. También veía con mayor agudeza, aun en la casi completa oscuridad. Ahora siempre ponía buen cuidado en encender lámparas o velas, en ocasiones antes de que los demás lo creyeran necesario.
Los lobos le transmitieron la visión de unos jinetes acercándose a la hondonada antes del crepúsculo. Ésa era la última vez que habían visto u olido a Rand y a los otros dos.
Perrin titubeó. El paso siguiente sería inútil a menos que hablara con Ingtar. «Y Mat morirá si no encontramos la daga. Diantre, Rand, ¿por qué te has llevado al husmeador?»
En la única ocasión en que había ido a las mazmorras, con Egwene, el olor de Fain le había hecho poner los pelos de punta; ni siquiera los trollocs hedían de ese modo. Sintió impulsos de doblar los barrotes de la celda y despedazar a ese hombre, y el hecho de descubrir tal arrebato en su interior lo había asustado más que el propio Fain. Para amortiguar el olor de Fain en su propia mente, le agregó el de los trollocs, antes de exhalar un aullido.
Procedentes de la lejanía respondieron los gritos de una manada de lobos y en la hondonada los caballos piafaron y relincharon amedrentados. Algunos de los soldados aferraron sus lanzas de larga hoja y observaron con desasosiego el borde de la oquedad. Dentro de la cabeza de Perrin, la situación era peor: sentía la rabia de los lobos, el odio. Únicamente había dos cosas que inspiraban odio a los lobos. Lo demás lo soportaban sin más, pero aborrecían sobremanera el fuego y los trollocs, aunque hubieran atravesado una cortina de llamas para matar trollocs. Aun con mayor intensidad que el de los trollocs, el olor de Fain los había puesto frenéticos, como si olieran algo en comparación de lo cual los trollocs parecieran naturales y casi benignos.
«¿Dónde?»
El cielo se arremolinaba en su cabeza, la tierra giraba. Los lobos no tenían nociones acerca del este y el oeste. Ellos conocían los movimientos del sol, el transcurso de las estaciones, los contornos de la tierra. Perrin interpretó su mensaje: hacia el sur. Y algo más: un ansia por matar a los trollocs. Los lobos permitirían al Joven Toro participar en la matanza. Él podría traer a los dos piernas con sus duras pieles si así lo quería, pero Joven Toro, Dos ciervos, Amanecer de invierno y el resto de la manada perseguirían a los Degenerados que habían osado penetrar en su territorio. Su incomestible carne y agria sangre quemarían su lengua, pero debían darles muerte. Matarlos. Matar a los Degenerados.
Su furia prendió en él. Sus labios se separaron para formar un rictus amenazador y dio un paso para unirse a ellos, para correr con ellos en la cacería, en pos de la matanza.
Con esfuerzo, cortó el contacto con los lobos hasta que sólo quedó la conciencia de que se encontraban allí. Hubiera podido señalar hacia ellos con la tierra de por medio. Sentía desolación. «Soy un hombre, no un lobo. ¡Que la Luz me proteja, soy un hombre!»
—¿Estás bien, Perrin? —preguntó Mat, aproximándose. Tenía el mismo tono impertinente de siempre y otro, amargo, que había adoptado últimamente, pero parecía preocupado—. Lo que me faltaba. Rand se marcha y luego tú te pones enfermo. No sé dónde voy a encontrar una Zahorí que te cuide por aquí. Creo que tengo un poco de raíz de sauce en mis alforjas. Puedo prepararte una infusión, si Ingtar nos permite quedarnos un rato. Si la hago cargada, lo tendrás bien merecido.
—E…, estoy bien, Mat. —Tras deshacerse de su amigo, fue al encuentro de Ingtar. El señor shienariano estaba escrutando el suelo del borde de la hondonada con Ino, Ragan y Masema, quienes lo miraron ceñudos cuando se llevó a Ingtar a un lado. Antes de hablar se cercioró de que éstos se hallaban lo bastante lejos como para no oírlo—. No sé adónde han ido Rand y los demás, Ingtar, pero Padan Fain y los trollocs, y supongo que los Amigos Siniestros también, todavía se dirigen al sur.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Ingtar.
—Los lobos me han informado de ello —respondió, después de aspirar hondo. Aguardó algo cuya naturaleza no acababa de prever: escarnio, desdén o una acusación de ser un Amigo Siniestro o de estar loco. Deliberadamente, introdujo los pulgares bajo el cinturón, distanciándolos del hacha. «No voy a matar. Nunca más. Si intenta darme muerte por Amigo Siniestro, huiré, pero no voy a matar a nadie más.»
—He oído hablar de casos como éste —reconoció lentamente Ingtar tras un momento—. Rumores. Había un Guardián, un hombre llamado Elyas Machera, que a decir de algunos podía hablar con los lobos. Desapareció hace años. —Pareció advertir alguna reacción en la mirada de Perrin—. ¿Lo conoces?
—Lo conozco —repuso llanamente Perrin—. Él es el que… No quiero hablar de ello. Yo no pedí que alguien me iniciara. —«Eso es lo que dijo Rand. Luz, ojalá estuviera en casa trabajando en la herrería de maese Luhhan.»
—Esos lobos —inquirió Ingtar—, ¿seguirán la pista de los Amigos Siniestros y trollocs para informarnos? —Perrin asintió—. Bien. Recuperaré el Cuerno, cueste lo que cueste. —El shienariano dirigió la mirada hacia Ino y los demás que aún buscaban las huellas—. Sin embargo, será mejor no contárselo a nadie. Los lobos están considerados como animales de buen agüero en las Tierras Fronterizas pues los trollocs los temen. Aun así, es preferible que esto quede entre nosotros por el momento. Puede que algunos de ellos no lo comprendieran.
—No deseo otra cosa —convino Perrin.
—Les diré que crees disponer del mismo talento que Hurin. Están familiarizados con ello y no les produce ninguna reacción. Algunos te vieron cómo arrugabas la nariz en ese pueblo y en el embarcadero. He oído comentarios jocosos respecto a tu delicado olfato. Sí. Si nos mantienes en su misma senda hoy, Ino verá suficientes huellas para confirmar que ésa es la ruta que han tomado, y antes de que caiga la noche no habrá ningún soldado que no esté convencido de que eres un husmeador. Conseguiré el Cuerno. —Lanzó una ojeada al cielo y elevó la voz—. ¡Estamos desperdiciando la luz del día! ¡A caballo!
Ante la sorpresa de Perrin, los shienarianos parecieron aceptar la explicación de Ingtar. Algunos adoptaron un aire escéptico, entre ellos Masema, que llegó a escupir al suelo, pero Ino asintió con aire pensativo y ello bastó a la mayoría. Mat fue el más difícil de convencer.
—¡Un husmeador! ¿Tú? ¿Vas a seguir la pista de los asesinos por el olor? Perrin, estás tan loco como Rand. Yo soy el único del Campo de Emond que aún no ha perdido los cabales, dado que Egwene y Nynaeve están de camino hacia Tar Valon para convertirse en… —Calló de pronto, mirando con inquietud a los shienarianos.
Perrin ocupó el puesto de Hurin junto a Ingtar mientras la reducida comitiva cabalgaba hacia las tierras meridionales. Mat no cesó en sus denigrantes comentarios hasta que Ino encontró las primeras huellas dejadas por los trollocs y por algunos jinetes, pero Perrin apenas le prestó atención. Su única preocupación era evitar que los lobos se precipitaran sobre los trollocs. A aquellas fieras sólo les interesaba matar a los Degenerados; para ellos, los Amigos Siniestros no diferían de cualquier otro ser de dos piernas. Perrin imaginaba a los Amigos Siniestros diseminándose en doce direcciones distintas mientras los lobos despedazaban a los trollocs; huirían con el Cuerno de Valere, y con la daga. Y, una vez muertos los trollocs, no creía factible atraer el interés de los lobos en seguir el rastro de unos humanos aun en el supuesto de que él tuviera una idea precisa respecto a cuál de ellos había que seguir. Sostuvo una tensa discusión con ellos, a causa de la cual el sudor ya corría por su frente mucho antes de recibir la primera avalancha de imágenes que le revolvieron el estómago.
Refrenó súbitamente el caballo. Los demás hicieron lo mismo, mirándolo, esperando. Dirigió la vista al frente y profirió un amargo juramento en voz baja.
Los lobos podían atacar a los hombres, pero éstos no eran su presa preferida. En primer lugar, porque aún conservaban el recuerdo de las antiguas cacerías conjuntas y, en segundo, porque los seres de dos piernas tenían mal sabor. Los lobos eran más remilgados respecto a su alimentación de lo que él los hubiera creído capaces. Nunca comían carroña, a menos que estuvieran muriéndose de hambre, y eran pocos los que cazaban más de lo que podrían engullir. La sensación que le transmitían ahora a Perrin era lo más parecido a la repugnancia. Además estaban las imágenes. Las veía con mayor claridad de la que hubiera deseado. Cadáveres, de hombres, mujeres y niños, amontonados y diseminados. La tierra empapada de sangre aplastada por los cascos, los