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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 51
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Pero aquí no hay nadie más que nosotros. Sólo estamos los tres. —«Sólo yo. Soy yo quien debe lograrlo.»

—Podríamos seguir su rastro, mi señor. Si les damos alcance…

—¿Todavía percibes su olor? —preguntó Rand, mirando fijamente al husmeador.

—Sí, mi señor. —Hurin frunció el entrecejo—. De una manera tenue, como difuminada, al igual que se percibe todo lo demás, pero puedo oler su rastro. Están en esa dirección. —Señaló el borde de la hondonada—. No lo entiendo, mi señor, pero… Anoche hubiera jurado que el rastro continuaba directamente a lo largo del hoyo… en donde estábamos. Bien, ahora no estamos en el mismo sitio, pero… lo único que sé, lord Rand, es que está allí.

Rand reflexionó. Si Fain y los Amigos Siniestros estaban allí —dondequiera que se hallara este lugar— debían de saber cómo regresar. Tenían que saberlo, si es que habían llegado hasta allí en primer lugar. Y tenían el Cuerno y la daga… Mat debía recobrar esa arma. Aun cuando sólo fuese por aquel motivo, debía localizarlos. Lo que al fin lo hizo decidir, reconoció con vergüenza, fue el temor a realizar una nueva tentativa. Tenía menos miedo de enfrentarse a Amigos Siniestros y a trollocs con la sola compañía de Hurin y Loial que de tratar de encauzar el Poder.

—En ese caso iremos tras los Amigos Siniestros. —Trató de conferir firmeza a su voz, la misma de que hacían gala Lan o Ingtar—. Debemos recobrar el Cuerno. Si no podemos hallar la manera de quitárselo, al menos sabremos dónde se encuentran cuando volvamos a reunirnos con Ingtar. —«Con tal de que no me pregunten cómo vamos a encontrarnos con él»—. Hurin, asegúrate de que sean realmente sus huellas lo que seguimos.

El husmeador saltó a caballo, ansioso por pasar a la acción; impaciente, tal vez, de alejarse de la hondonada, y ascendió por los amplios y abigarrados escalones. Las herraduras del animal resonaron con estrépito en la piedra, pero no dejaron marca alguna en ella.

Rand afianzó sobre el lomo de Rojo sus alforjas, en cuyo interior permanecía aún, a su pesar, el estandarte y, tras recoger el arco y la aljaba, montó a su semental. El hatillo de la capa de Thom Merrilin sobresalía detrás de su silla.

Loial aproximó su gran montura a él. Aun de pie, la cabeza del Ogier llegaba a la altura del hombro de Rand, montado. Loial todavía aparentaba estupor.

—¿Crees que deberíamos quedarnos aquí? —inquirió Rand—. ¿Y volver a tratar de utilizar la Piedra? Si los Amigos Siniestros están aquí, a nuestro alcance, debemos buscarlos. No podemos dejar el Cuerno de Valere en manos de Amigos Siniestros; ya oíste a la Amyrlin. Y hemos de recuperar esa daga. Sin ella Mat morirá.

—Sí, Rand —asintió Loial—, así es. Pero, Rand, las Piedras…

—Encontraremos otra. Dijiste que estaban diseminadas por todas partes y si todas son como ésta, con estos grabados, no será difícil identificarlas.

—Rand, ese fragmento de libro afirmaba que las Piedras provenían de una era anterior a la Era de Leyenda y que incluso los Aes Sedai de entonces no las comprendían, si bien algunos de los más poderosos las utilizaban. Se servían de ellas por medio del Poder Único, Rand. ¿Cómo pensabas utilizar esa Piedra para que regresásemos? ¿O cualquier otra que podamos encontrar?

Por un momento Rand sólo pudo mirar al Ogier, pensando a una velocidad como nunca lo había hecho antes.

—Si son más antiguas que la Era de Leyenda, tal vez la gente que las construyó no utilizó el Poder. Debe de existir otro medio. Los Amigos Siniestros han llegado aquí y sin duda ellos son incapaces de hacer uso del Poder. Sea cual sea ese medio, lo averiguaré. Conseguiré que podamos regresar, Loial. —Observó la alta columna de piedra con sus extrañas inscripciones y sintió un acceso de temor. «Luz, si al menos no tuviera que utilizar el Poder para lograrlo…» Lo haré, Loial, lo prometo. De un modo u otro.

El Ogier asintió dubitativamente, trepó a lomos de su descomunal caballo y siguió a Rand por los escalones para reunirse con Hurin entre los ennegrecidos árboles.

El terreno se extendía con escasas y onduladas elevaciones cubiertas de praderas salpicadas con algunos árboles y atravesadas por arroyos. En la lejanía, Rand creyó percibir otro lugar quemado. Todo aparecía pálido, descolorido. No había señales de obras realizadas por la mano del hombre, a excepción del círculo de piedra que dejaban atrás. El cielo estaba despejado, sin humo de chimeneas ni pájaros, con la única presencia de algunas nubes y el pálido y amarillento sol.

Lo peor, sin embargo, era que la tierra parecía desfigurar la visión. Lo que se encontraba cerca presentaba un aspecto normal, al igual que lo percibido en línea recta hacia el horizonte. No obstante, siempre que Rand volvía la cabeza y percibía de soslayo los objetos distantes, éstos aparentaban desplazarse velozmente hacia él, hallarse más próximos al mirarlos directamente. Aquello producía una sensación de vértigo que incluso acusaban los caballos, los cuales relinchaban con nerviosismo y ponían los ojos en blanco. Trató de mover la cabeza con mayor lentitud; el aparente movimiento de las cosas que hubieran debido permanecer fijas seguía allí, pero algo amortiguado.

—¿Has leído algún libro que mencionara esto? —preguntó Rand.

Loial sacudió la cabeza y luego tragó saliva como si lamentase haberla movido.

—Nada.

—Supongo que no hay modo de remediarlo. ¿De qué lado, Hurin?

—Sur, lord Rand. —El husmeador no levantó la mirada del suelo.

—Rumbo sur, entonces. —«Debe de existir un modo de regresar sin hacer uso del poder.» Rand espoleó los flancos de Rojo y trató de impregnar su voz de confianza, como si su situación no revistiera mayor dificultad—. ¿Qué fue lo que dijo Ingtar? ¿Que había tres o cuatro jornadas hasta ese monumento a Artur Hawkwing? Me pregunto si existirá aquí también, igual que las Piedras. Si éste es un mundo de lo posible, tal vez aún esté en pie. ¿No sería algo digno de ver, Loial?

Siguieron cabalgando en dirección sur.

CAPÍTULO 14

Hermano lobo

—¿Qué han desaparecido? —interrogó al aire Ingtar—. Y mis guardias no vieron nada. ¡Nada! ¡No pueden haberse esfumado!

Escuchándolo, Perrin metió la cabeza entre los hombros y observó a Mat, que estaba a cierta distancia, murmurando, ceñudo, para sí. Discutiendo consigo mismo, según impresión de Perrin. El sol despuntaba sobre el horizonte y por aquel entonces ya deberían haber estado cabalgando. Las sombras se cernían sobre la hondonada, alargadas pero inmóviles, al igual que los árboles que las proyectaban. Los caballos de carga, dispuestos para la marcha, coceaban el suelo con impaciencia, pero todos permanecían de pie junto a su montura, aguardando.

—Ni la más mínima huella, mi señor —informó Ino al llegar. Su tono traslucía un ultraje por el resultado fallido de su escrutinio—. Maldita sea, ni siquiera el condenado rasguño de un casco. Se han esfumado sin más.

—Tres hombres y tres caballos no se esfuman sin más —gruñó Ingtar—. Vuelve a rastrear el suelo, Ino. Si alguien es capaz de localizar sus huellas, ése eres tú.

—A lo mejor escaparon —apuntó Mat. Ino se detuvo en seco y le asestó una airada mirada. «Como si hubiera maldecido a una Aes Sedai», pensó, asombrado, Perrin.

—¿Por qué iban a escapar? —La voz de Ingtar sonaba peligrosamente suave—. Rand, el constructor, mi husmeador…, ¡mi husmeador!… ¿Por qué habría de irse cualquiera de ellos y menos los tres a la vez?

—No lo sé —respondió Mat, encogiéndose de hombros—. Rand estaba… —Perrin sintió deseos de arrojarle algo, de golpearlo, de hacer cualquier cosa para pararlo, pero Ingtar e Ino estaban mirando. Sintió una oleada de alivio cuando Mat vaciló, extendió las manos y murmuró—: No sé por qué. Sólo se me ocurrió que era una posibilidad.

—Escaparse —bufó Ingtar con una mueca, como si no pudiera considerar aquello ni por un instante—. El constructor puede ir a donde le plazca, pero Hurin no lo haría. Ni tampoco Rand al’Thor. No lo haría, ahora que sabe cuál es su deber. Continúa rastreando el terreno, Ino. —Éste esbozó una reverencia y se alejó presuroso, con la espada balanceándole sobre el hombro. Ingtar emitió un gruñido—. ¿Por qué iba a irse Hurin de esta manera, a media noche, sin decir palabra? Él sabe cuál es nuestra misión. ¿Cómo voy a perseguir a esa inmundicia poseída por la Sombra sin él? Daría un millar de coronas de oro por una jauría de sabuesos. De no saber que ello es imposible, diría que los Amigos Siniestros tramaron esto para impedir que los sigamos. Paz, ya no sé lo que estoy diciendo. —Se fue tras Ino a grandes zancadas.

Perrin basculó con inquietud el peso del cuerpo. Los Amigos Siniestros estaban sin duda ganando terreno con cada minuto que transcurría, alejándose y llevándose consigo el Cuerno de Valere… y la daga de Shadar Logoth. No creía que Rand, por más que hubiese cambiado y a pesar de lo que le hubiera acaecido, fuese a abandonar dicha búsqueda. «Pero ¿adónde se ha ido y por qué?» Que Loial se marchara con Rand era creíble… pero ¿por qué lo haría Hurin?

—Tal vez en verdad se ha escapado —murmuró.

Después miró en torno a sí. Nadie lo había oído, al parecer; ni siquiera Mat estaba prestándole atención. Se mesó los cabellos. Si las Aes Sedai le hubieran dicho que era un falso Dragón, él también se habría ido. Pero la preocupación por Rand no contribuía en nada a la persecución de los Amigos Siniestros.

Existía una solución, tal vez, si él estaba dispuesto a proponerla, aunque no le agradaba tomar esa vía. Había estado rehuyéndola, pero quizá ya no podía seguir haciéndolo. «Me está bien empleado por lo que le dije a Rand. Ojalá yo pudiera liberarme de ello huyendo.» Aun sabiendo que podía prestar ayuda, vaciló.

Nadie estaba mirándolo y, de cualquier modo, nadie sabría lo que estaban viendo aunque mirasen. Finalmente, remiso, cerró los ojos y se entregó a la deriva, dejando que sus pensamientos volaran lejos de sí.

Había tratado de negarlo desde un principio, mucho antes de que sus ojos comenzaran a cambiar su tonalidad castaña por un color similar al del oro bruñido. En aquel encuentro inicial, aquel primer instante de reconocimiento, se había negado a admitirlo y había rehusado hacerlo hasta entonces. Todavía deseaba poder huir.

Su mente vagó en busca de lo que por fuerza debía haber en los contornos, lo que siempre había en el campo cuando había pocos hombres o éstos se hallaban lejos; vagó en busca de sus hermanos. No le gustaba pensar en ellos en esos términos, pero lo eran.

En un comienzo había abrigado el temor de que lo que hacía estuviera contaminado por el Oscuro, o por el Poder Único, algo igualmente pernicioso para un hombre que no aspiraba más que a ser un herrero y vivir tranquilamente su vida al amparo de la Luz. Rememorando aquel tiempo, se identificó con el estado de ánimo de Rand, en el que debían de entremezclarse el temor de sí y la sensación de impureza. El fenómeno del que él participaba, sin embargo, era anterior al uso del Poder por parte de los humanos, era algo que había nacido al inicio del tiempo. Moraine le había asegurado que no tenía nada que ver con el Poder. Era algo que había desaparecido hacía tiempo y que volvía a asomar a la luz. Egwene también lo sabía, aun cuando él hubiera deseado lo contrario. No quería que nadie lo supiera y confiaba en que no se lo hubiera contado a nadie.

Había establecido contacto. Los sentía, percibía otras mentes. Sentía a sus hermanos, los lobos.

Sus

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