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  3. Capítulo 45
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mí… no… me… van a… utilizar!

—¿Un falso Dragón? —Mat tragó saliva desde el tronco en el que se había respaldado—. ¿Tú? Eso…, eso es absurdo.

Perrin no había retrocedido. Se puso en cuclillas con sus recios brazos apoyados en las rodillas y examinó a Rand, con aquellos relucientes ojos dorados que parecían brillar en las sombras del atardecer.

—Si las Aes Sedai quieren que seas un falso Dragón… —Hizo una pausa y frunció el entrecejo mientras reflexionaba—. Rand, ¿eres capaz de encauzar el Poder? —preguntó al cabo. Mat exhaló un jadeo estrangulado.

Rand dejó caer el estandarte; vaciló sólo un momento antes de asentir con fatiga.

—Yo no lo pedí. No quiero. Pero…, pero me temo que no sé cómo pararlo. —La habitación con las moscas regresó espontáneamente a su memoria—. No creo que me permitan parar.

—¡Demonios! —musitó Mat—. ¡Rayos, truenos y relámpagos! Nos matarán, lo sabes. A todos nosotros. A Perrin y a mí al igual que a ti. Si Ingtar y los otros lo averiguan, nos cortarán la garganta bajo acusación de Amigos Siniestros. Luz, probablemente pensarán que estuvimos involucrados en el robo del Cuerno y en el asesinato de esa gente en Fal Dara.

—Cállate, Mat —lo interrumpió con calma Perrin.

—No me digas que me calle. Si Ingtar no nos mata, Rand se volverá loco y lo hará él mismo. ¡Diantre! ¡Diantre! —Mat deslizó la espalda por el tronco del árbol hasta sentarse en el suelo—. ¿Por qué no te amansaron? Si las Aes Sedai lo saben, ¿por qué no te amansaron? Nunca he oído de ningún caso en que dejaran libre a un hombre capaz de encauzar el Poder.

—No lo saben todas —suspiró Rand—. La Amyrlin…

—¡La Sede Amyrlin! ¿Ella lo sabe? Luz, no me extraña que me mirara de esa manera tan rara.

—… y Moraine me dijeron que soy el Dragón Renacido y luego añadieron que podía ir a donde quisiera. ¿No lo ves, Mat? Están intentando servirse de mí.

—Eso no modifica el hecho de que puedes encauzar el Poder —murmuró Mat—. Si estuviera en tu lugar, a estas horas ya estaría a medio camino en dirección al Océano Aricio. Y no me detendría hasta encontrar algún sitio donde no haya Aes Sedai y donde no previera que fuera a haberlas. Y que estuviera solitario. Quiero decir que… Bueno…

—Cállate, Mat —insistió Perrin—. ¿Por qué estás aquí, Rand? Cuanto más tiempo permanezcas entre la gente, más probabilidades existen de que alguien lo averigüe y mande llamar a las Aes Sedai. A las Aes Sedai que no van a decirte que eres libre de marcharte a donde te plazca. —Guardó silencio, rascándose la cabeza en actitud pensativa—. Y Mat está en lo cierto respecto a Ingtar. No me cabe duda de que te acusaría de Amigo Siniestro y te daría muerte. Nos mataría a todos, tal vez. Parece profesarte simpatía, pero creo que lo haría de todos modos. ¿Un falso Dragón? Los demás reaccionarían del mismo modo. Tratándose de ti, Masema no necesitaría grandes excusas. Entonces ¿por qué no te has ido?

Rand se encogió de hombros.

—Iba a hacerlo, pero primero llegó la Amyrlin y luego robaron el Cuerno, y la daga, y Moraine dijo que Mat estaba muriéndose y… Luz, pensé que podía quedarme con vosotros hasta que encontráramos la daga, al menos; pensé que podía ayudaros en eso. Quizá me equivoqué.

—¿Que has venido a causa de la daga? —preguntó con calma Mat. Se frotó la nariz y esbozó una sonrisa—. Nunca lo hubiera sospechado. Nunca pensé que quisieras… ¡Aaaah! ¿Te encuentras bien? Me refiero a que no estarás volviéndote loco, ¿verdad?

Rand recogió un guijarro del suelo y se lo arrojó.

—¡Aggg! —Mat se restregó el brazo—. Sólo preguntaba. Quiero decir que, con todas esas ropas de lujo y esa manera de hablar, diciendo que eras un señor… Bien, eso no es exactamente estar bien de la cabeza.

—¡Estaba tratando de apartarte de mí, estúpido! Tenía miedo de enloquecer y causarte daño. —Sus ojos se posaron en el estandarte y su voz adoptó un tono más bajo—. Al final lo haré, si no logro controlarlo. Luz, no sé cómo parar.

—Eso es lo que me temo —confesó Mat, poniéndose en pie—. Sin ánimo de ofenderte, Rand, pero me parece que voy a dormir tan lejos de ti como me sea posible, si no te importa. Eso suponiendo que te quedes. En una ocasión un guarda de mercader me habló de un hombre que encauzaba el Poder. Antes de que el Ajah Rojo lo encontrara, se despertó una mañana, y todo su pueblo estaba aplastado. Todas las casas, toda la gente, todo menos la cama en la que dormía, como si una montaña los hubiera apisonado.

—En ese caso, Mat, deberías dormir con la mejilla pegada a la suya —terció Perrin.

—Puede que sea un estúpido, pero tengo intención de ser un estúpido vivo. —Mat titubeó, mirando de soslayo a Rand—. Mira, ya sé que viniste para ayudarme y te estoy agradecido. De veras. Pero ya no eres el mismo de antes. Lo comprendes, ¿verdad? —Aguardó en espera de una respuesta y, como ésta no se produjera, se deslizó entre los árboles, de regreso al campamento.

—¿Y qué hay de ti? —preguntó Rand. Perrin sacudió la cabeza, haciendo oscilar sus enmarañados rizos.

—No lo sé, Rand. Eres el mismo y a la vez no lo eres. Un hombre que encauza el Poder; mi madre solía asustarme con eso, cuando era niño. Simplemente no lo sé. —Extendió la mano y tocó una esquina del pendón—. Me parece que yo quemaría esto, o lo enterraría, sí estuviera en tu piel. Después correría hasta tan lejos y a tanta velocidad que ninguna Aes Sedai sería capaz de encontrarme. Mat tenía razón acerca de eso. —Se levantó, mirando con ojos entrecerrados el cielo de poniente, que comenzaba a teñirse de rojo con los últimos rayos del sol—. Es hora de volver al campamento. Piensa en lo que te he dicho, Rand. Yo echaría a correr. Pero tal vez no puedas hacerlo. Piensa en ello, Rand. —Sus amarillentos ojos parecieron mirar hacia el interior y su voz reflejó cansancio—. A veces uno no puede huir. —Después se alejó.

Rand se arrodilló allí, contemplando el estandarte extendido en el suelo.

—Bien, a veces uno puede huir. Quizás ella me dio esto para que echara a correr. Tal vez ha apostado algo o alguien que me aguarda, en previsión de que escape. No voy a hacer lo que ella quiere. No voy a hacerlo. Lo enterraré aquí mismo. Pero ella dijo que tal vez mi vida dependiera de él y las Aes Sedai nunca mienten de manera evidente… —De improviso sus hombros se agitaron a causa de una silenciosa risa—. Ahora ya hablo solo. Tal vez ya estoy enloqueciendo.

Cuando regresó al asentamiento, llevaba el estandarte envuelto en la lona, atado con nudos menos precisos que los que había realizado Moraine.

La luz había comenzado a menguar y la sombra del altozano cubría la mitad de la hondonada. Los soldados estaban acostándose con los caballos a su lado y la lanza al alcance de la mano. Mat y Perrin estaban tendidos junto a sus monturas. Rand les dirigió una apesadumbrada mirada, cogió a Rojo, de pie en el lugar donde lo había dejado con las riendas colgando, y se encaminó al otro lado de la hondonada, donde Hurin acompañaba a Loial. El Ogier había dejado de leer y examinaba la piedra medio enterrada sobre la que había estado sentado, recorriendo el trazado de algo con el largo mango de su pipa. Hurin se puso en pie y dedicó a Rand algo parecido a una reverencia.

—Espero que no os importe que instale mi cama aquí, lord… eh,… Rand. Sólo estaba escuchando al constructor.

—Aquí estás, Rand —dijo Loial—. ¿Sabes? Creo que esta piedra estuvo labrada en un tiempo. Mira, está gastada por la intemperie, pero parece como si hubiera sido una especie de columna. Y también tiene marcas. No acabo de descifrarlas, pero de algún modo me resultan familiares.

—Quizá puedas verlas con mayor claridad por la mañana —observó Rand, sacando las alforjas de Rojo—. Me encantará tu compañía, Hurin. —«Me alegra la compañía de cualquiera a quien no inspire temor. ¿Durante cuánto tiempo podré disfrutar de ella?»

Trasladó todo a un costado de las alforjas —camisas, pantalones y calcetines de lana de repuesto, un juego de costura, una caja de yesca, el plato y la taza de latón, una caja de madera verde con cuchillo, tenedor y cuchara, un paquete de carne seca y pan para raciones de emergencia y el resto de artículos de viaje— y después introdujo el fardo envuelto en lona en el bolsillo vacío. Quedaba abultado, con las correas que apenas llegaban a las hebillas, pero ahora también resultaba prominente el otro costado. No llamaría la atención.

Loial y Hurin, que parecieron percibir su estado de ánimo, respetaron su silencio mientras desligaba la silla y la brida de Rojo, cepillaba al gran alazán con manojos de hierba arrancados del suelo y volvía a ensillarlo. Rand rehusó su ofrecimiento de comida; no se creía capaz de engullir en aquel momento ni los más exquisitos manjares que jamás hubiera visto. Los tres dispusieron sus lechos, una simple manta doblada a modo de almohada y una capa para taparse, junto a la piedra.

El campamento estaba en silencio ahora, pero Rand yacía aún despierto cuando la oscuridad era ya completa. Su mente no cesaba de cavilar. El estandarte. «¿Qué está intentando hacerme?» El pueblo. «¿Qué es capaz de matar a un Fado de ese modo?» Lo peor, la casa del pueblo. «¿Sucedió realmente? ¿Estaré enloqueciendo ya? ¿Huyo o me quedo? Debo quedarme. Debo ayudar a Mat a encontrar la daga.»

Un sueño exhausto lo invadió finalmente, y con el sueño, sin proponérselo, el vacío lo rodeó, parpadeando con un inquietante resplandor que agitó sus sueños.

En la oscuridad de la noche, Padan Fain miraba hacia el norte, más allá de la única fogata del campamento, sonriendo con una sonrisa fija que nunca alteraba sus ojos. Todavía se consideraba Padan Fain —Padan Fain era su esencia pero había sido transformado, y él lo sabía. Sabía muchas cosas ahora, más de lo que cualquiera de sus amos podía sospechar. Había sido un Amigo Siniestro durante muchos años, antes de que Ba’alzemon lo llamara y lo compeliera a seguir el rastro de los tres jóvenes del Campo de Emond, destilando lo que sabía de ellos, destilándolo a él, y devolviéndole la esencia de manera que fuera capaz de detectarlos, de oler dónde habían estado, de seguirlos doquiera se dirigieran. En especial a aquél. Una parte de sí mismo aún se acobardaba, recordando lo que Ba’alzemon le había hecho, pero era una pequeña parte, recluida, suprimida. Había cambiado. La persecución de los tres muchachos lo había conducido a Shadar Logoth. No había querido ir allí, pero no había tenido más remedio que obedecer. Y en Shadar Logoth…

Fain inspiró profundamente y rozó con el dedo la daga adornada con un rubí que llevaba al cinto. Esa hoja procedía de Shadar Logoth. Era la única arma que llevaba, la única que necesitaba; la sentía como parte integrante de sí. Se hallaba íntegro, ahora. Eso era lo único que importaba.

Lanzó una ojeada a ambos lados del fuego. Los doce Amigos Siniestros que restaban con sus otrora lujosos atuendos, arrugados y sucios ahora, se apiñaban en la oscuridad a un lado, no mirando el fuego, sino a él. En el otro se agazapaban sus veinte trollocs; sus ojos, excesivamente humanos en aquellas facciones de hombre desfiguradas

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