hombres y monturas. Un bosquecillo poco denso de robles achaparrados y cedros cubría las laderas exteriores. Los contornos en sí tenían una altura suficiente como para esconder a cualquiera que acampase allí, incluso sin la pantalla de los árboles. El promontorio que formaban casi semejaba una colina, en aquel terreno.
—Lo único que estoy diciendo, maldita sea —oyó insistir a Ino mientras desmontaban—, es que la vi, así la Luz te confunda. Justo antes de que encontráramos a ese condenado Semihombre. La misma condenada mujer que vi en el maldito embarcadero. Estaba allí, y luego, pardiez, ya no estaba. Dirás lo que te venga en gana, pero vigila cómo lo dices, diantre, o te voy a desollar con mis propias manos y quemar tu condenado cuero, mamón de agallas de cordero.
Rand se paró con un pie en el suelo y el otro aún en el estribo. «¿La misma mujer? Pero no había ninguna mujer en el embarcadero, sólo algunas cortinas agitadas por el viento. Y no podría haber llegado a ese pueblo tomándonos la delantera, en caso de que estuviera allí.» El pueblo.
Ahuyentó aquellos pensamientos. Incluso más que al Fado, clavado a la puerta, quería olvidar aquella habitación, y las moscas, y la gente que había allí y que se hallaba, a un tiempo, ausente. El Semihombre había sido real —todos lo habían visto— pero la habitación… «Tal vez ya estoy enloqueciendo.» Deseó que Moraine estuviera presente para hablar con ella. «Deseando la compañía de una Aes Sedai. Tú eres un insensato. Ahora que te has librado de ello, manténte al margen. ¿Pero me he librado de ellas? ¿Qué ocurrió allí?»
—Los animales de carga y las provisiones en el medio —ordenó Ingtar mientras los lanceros se disponían a montar el campamento—. Almohazad a los caballos y luego ensilladlos de nuevo por si hemos de movernos rápidamente. Que cada hombre duerma junto a su montura, y esta noche no se encenderán fuegos. Los cambios de centinelas se realizarán cada dos horas. Ino, quiero que mandes exploradores, que lleguen tan lejos como les sea posible y regresen antes de que caiga la noche. Quiero saber qué hay por los alrededores.
«Lo está sintiendo —pensó Rand—. Ya no se trata únicamente de algunos Amigos Siniestros y unos cuantos trollocs y quizás un Fado.» ¡Únicamente algunos Amigos Siniestros y unos cuantos trollocs y quizás un Fado! Aun pocos días antes no hubiera antepuesto un «únicamente» a tal combinación. Incluso en las Tierras Fronterizas, aun con la Llaga a menos de una jornada a caballo, los Amigos Siniestros, los trollocs y el Myrddraal habían desencadenado una auténtica pesadilla. Antes de que hubiera visto a un Myrddraal clavado a un puerta. «¿Qué cosa que mora bajo la Luz hubiera podido hacer eso? ¿Qué cosa que no mora bajo la Luz?» Antes de que se hubiera adentrado en una habitación donde había estado cenando una familia cuyas risas se habían interrumpido bruscamente. «Deben de haber sido imaginaciones mías. Deben de haberlo sido.» Aun para sus adentros, no lograba persuadirse de ello. Ni el viento que lo había empujado en lo alto de la torre, ni lo insinuado por la Sede Amyrlin habían sido fabulaciones suyas.
—Rand… —Se sobresaltó al advertir que Ingtar le hablaba por encima del hombro—. ¿Vas a quedarte toda la noche con un pie en el estribo?
Rand depositó el pie en el suelo.
—Ingtar, ¿qué pasó en ese pueblo?
—Los trollocs se los llevaron. Igual que a los habitantes del embarcadero. Eso es lo que sucedió. El Fado… —Ingtar se encogió de hombros y bajó la mirada hacia un bulto, voluminoso y cuadrado, envuelto con lona, que llevaba en los brazos; lo miró como si viera ocultos secretos que prefería ignorar—. Los trollocs se los llevaron para servirse de ellos como alimento. También lo hacen en los pueblos y granjas cercanos a la Llaga, en ocasiones, cuando sus correrías nocturnas superan las torres fronterizas. A veces recuperamos nuevamente a las personas, y otras no. A veces las recuperamos y casi deseamos no haberlo hecho. Los trollocs no siempre matan antes de comenzar su carnicería. Y a los Semihombres les gusta disponer de… diversiones. Eso es peor que lo perpetrado por los trollocs. —Su voz sonaba tan firme como si estuviera charlando de temas cotidianos, y tal vez así lo hacía, tratándose de un soldado shienariano. Rand respiró hondo para aquietar su estómago.
—El Fado que quedó allá atrás no se divirtió lo más mínimo, Ingtar. ¿Qué es capaz de clavar a un Myrddraal a una puerta, vivo?
Ingtar titubeó, sacudiendo la cabeza, y luego tendió el bulto a Rand.
—Toma. Moraine Sedai me indicó que te entregara esto en el primer lugar de acampada emplazado al sur del Erinin. No sé lo que hay dentro, pero dijo que lo necesitarías. Me encargó que te dijera que lo cuidaras; tu vida puede depender de ello.
Rand lo tomó con desgana; sintió que la piel le hormigueaba con el contacto de la lona. Había algo blando en su interior. Una tela, quizá. Lo sostuvo con cautela. Él tampoco quiere pensar en el Myrddraal. «¿Qué sucedió en aquella habitación?» Cayó en la cuenta de que, por su parte, prefería pensar en el Fado, o incluso en esa estancia, antes que hacerlo en lo que hubiera podido enviarle Moraine.
—Me encomendaron decirte también que, si algo me ocurriera a mí, los lanceros te seguirán a ti.
—¡A mí! —Rand jadeó, olvidándose del fardo. Ingtar respondió a su incrédula mirada asintiendo impasiblemente—. ¡Eso es una locura! Nunca he conducido más que un rebaño de ovejas, Ingtar. De todas maneras, no me seguirían. Además, Moraine no puede deciros quién es vuestro lugarteniente. Es Ino.
—Ino y yo fuimos llamados a presencia de lord Agelmar la mañana en que partimos. Moraine Sedai estaba allí, pero fue lord Agelmar quien me lo comunicó. Tú eres el lugarteniente, Rand.
—Pero ¿por qué, Ingtar? —La mano de Moraine se evidenciaba con transparencia en dicha disposición, la suya y la de la Amyrlin, impeliéndolo a seguir la senda que ellas habían elegido, pero debía preguntarlo.
El shienariano tampoco parecía comprenderlo, pero él era un soldado, habituado a las órdenes inopinadas en la interminable guerra en los márgenes de la Llaga.
—Oí rumores procedentes de los aposentos de las mujeres según los cuales eres realmente un… —Extendió unas manos revestidas de guanteletes—. No importa. Sé que lo niegas. Al igual que niegas el propio aspecto de tu cara. Moraine Sedai dice que eres un pastor, pero nunca he visto a un pastor que lleve una espada con la marca de la garza. Da igual. No diré que yo te hubiera elegido por propia iniciativa, pero creo que dispones de las aptitudes para llevar a cabo lo que es preciso. Cumplirás con tu deber, llegado el momento.
Rand quería replicar que ése no era su deber, pero en su lugar respondió:
—Ino está al corriente de esto. ¿Quién más lo sabe, Ingtar?
—Todos los lanceros. Cuando los shienarianos parten a caballo, cada hombre sabe quién es el siguiente en el orden de jerarquía en caso de que el responsable perezca. Una cadena ininterrumpida hasta el último hombre que queda en píe, aun cuando éste no sea más que un mozo encargado de las caballerías. De esa manera, aunque él sea el último superviviente, no es sólo un fugitivo rezagado que corre para conservar la vida. Él ostenta el mando y el deber lo llama a realizar lo que ha de hacerse. Si yo voy a recibir el último abrazo de la madre, la responsabilidad es tuya. Encontrarás el Cuerno y lo devolverás al lugar que le corresponde. Lo harás.
Había un peculiar énfasis en las últimas palabras de Ingtar. El bulto que Rand llevaba en los brazos parecía pesar ochenta kilos. «Luz, podría encontrarse a quinientos kilómetros de distancia, y todavía estrecha y tira con su mano del dogal. Por aquí, Rand. Por allí. Eres el Dragón Renacido, Rand.»
—No quiero tener tal responsabilidad, Ingtar. No voy a hacerme cargo de ella. ¡Luz, sólo soy un pastor! ¿Por qué no va a creerme nadie?
—Cumplirás con tu deber, Rand. Cuando el hombre que inicia la cadena falla, todo lo que depende de él se viene abajo. Ya hay demasiadas cosas que están desmoronándose, demasiadas. Que la Paz propicie el uso de tu espada, Rand al’Thor.
—Ingtar, yo… —Pero Ingtar ya se alejaba para comprobar si Ino había enviado a los exploradores.
Rand contempló el fardo que sostenía en sus brazos y se humedeció los labios. Intuía con aprensión lo que éste contenía. Quería mirarlo y a un tiempo sentía deseos de arrojarlo al fuego sin abrirlo; así lo habría hecho, tal vez, si hubiera tenido la certeza de que se quemaría lo que había en su interior. No obstante, no le era posible mirarlo allí, donde otros ojos podían verlo.
Lanzó una ojeada en torno al campamento. Los shienarianos estaban descargando los animales y algunos ya estaban dando cuenta de una cena fría compuesta de carne seca y de pan. Mat y Perrin atendían sus caballos y Loial estaba sentado en una piedra leyendo un libro, con su pipa de mango largo entre los dientes y una voluta de humo sobre la cabeza. Aferrando el fardo como si temiera que fuera a caérsele, Rand se deslizó entre los árboles.
Se arrodilló en un pequeño claro oculto por ramas de espeso follaje. Durante un rato se limitó a contemplarlo. «Ella no lo habría hecho. No podía.» Una vocecilla le respondió: «Oh, sí, sí podía. Podía y quería hacerlo.» Finalmente se dispuso a desatar los pequeños nudos de las cuerdas que lo rodeaban. Nudos minuciosos, elaborados con una precisión que evidenciaba la mano de Moraine en ellos; ningún criado lo había hecho en su lugar. No habría osado arriesgarse a que lo viera la servidumbre.
Cuando hubo desligado el último cordel, abrió con manos entumecidas el contenido y luego lo observó, con la boca reseca. Era de una sola pieza, ni tejido ni teñido ni pintado. Un estandarte, blanco como la nieve, lo suficientemente grande como para ser divisado desde los distintos ángulos de un campo de batalla. Y en su extensión se alzaba, ondulante, un figura semejante a una serpiente con escamas de oro y carmesí, pero una serpiente con cuatro patas escamosas, cada una de las cuales estaba rematada por cinco garras doradas, una serpiente con ojos refulgentes como el sol y una melena leonina. Lo había visto con anterioridad, y Moraine le había dicho lo que era: el estandarte de Lews Therin Telamon, Lews Therin Verdugo de la Humanidad, durante la Guerra de la Sombra. El estandarte del Dragón.
—¡Mira eso! ¡Mira lo que tiene ahora! —Mat irrumpió en el claro. Perrin llegó tras él con mayor lentitud—. Primero elegantes atuendos —gruñó Mat— ¡y ahora un estandarte! Ahora nunca va a bajar los humos, con… —Mat se acercó lo bastante para ver claramente la enseña, y se quedó boquiabierto—. ¡Luz! —Dio un paso atrás, vacilante—. ¡Diantre! —Él también había estado allí, cuando Moraine explicó su origen. Y Perrin estaba presente, asimismo.
La furia consumía a Rand. Era un furor dirigido a Moraine y a la Sede Amyrlin, a aquellas dos mujeres que lo manipulaban, que tiraban de él. Entonces, agarró la tela con ambas manos y la zarandeó ante Mat, profiriendo palabras incontroladamente.
—¡Eso es! ¡El estandarte del Dragón! —Mat retrocedió otro paso—. Moraine quiere convertirme en una marioneta accionada por las cuerdas de Tar Valon, un falso Dragón para las Aes Sedai. Va a hacérmelo engullir sin tener en cuenta mis deseos. ¡Pero… a