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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 41
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calificarse exactamente como un pueblo, a juicio de Rand. Éste contemplaba a lomos de su caballo, entre los árboles, media docena de pequeñas casas con tejados entablillados con madera y aleros que casi rozaban el suelo, dispuestas en la cima de una colina que miraba al río bajo el sol matinal. Poca gente transitaba aquella ruta. Hacía pocas horas que habían levantado el campamento, pero ya era tiempo de que hubieran encontrado los restos del lugar de reposo de los Amigos Siniestros, en caso de que éstos reprodujeran los mismos hábitos. No obstante, no habían advertido ningún indicio al respecto.

El río en sí apenas se parecía al caudaloso y fabulado Erinin, en aquellos parajes tan alejados de su nacimiento en la Columna Vertebral del Mundo. Posiblemente sesenta pasos de veloces aguas hasta la orilla opuesta, bordeada de árboles, y un transbordador semejante a una barcaza con una gruesa soga que cubría la anchura del cauce. La gabarra permanecía al abrigo de la otra ribera.

Por primera vez el rastro conducía directamente a una población, a las casas de la colina. Nadie se movía en la única y sucia calle en torno a la cual se arracimaban las moradas.

—¿Una emboscada, mi señor? —inquirió quedamente Ino.

Ingtar impartió las órdenes necesarias y los shienarianos, aprestando sus lanzas, se deslizaron para rodear la localidad. A una señal de Ingtar galoparon entre las casas procedentes de todas direcciones, irrumpiendo con miradas escudriñadoras y lanzas en ristre, en medio de la polvareda que levantaban los cascos de sus monturas. Nada se movió a excepción de ellos. Tiraron de las riendas y el polvo comenzó a asentarse.

Rand devolvió a la aljaba la flecha que había preparado y volvió a colgarse el arco. Mat y Perrin hicieron lo mismo. Loial y Hurin habían permanecido aguardando en el lugar donde les había indicado Ingtar, observando con inquietud.

Cuando Ingtar hizo ondear la mano, Rand y los demás cabalgaron para reunirse con los shienarianos.

—No me gusta el olor de este lugar —murmuró Perrin mientras se adentraba en el villorrio. Hurin le dirigió una mirada que él sostuvo hasta que el husmeador bajó la vista—. Huele mal.

—Los condenados Amigos Siniestros y trollocs lo atravesaron abiertamente, mi señor —manifestó Ino, señalando las escasas huellas que no habían borrado los shienarianos—. Directamente hasta el maldito transbordador, que, maldita sea, dejaron en la otra orilla. ¡Pardiez! Es una suerte que no lo dejaran a merced de la corriente.

—¿Dónde está la gente? —preguntó Loial.

Las puertas estaban abiertas y las cortinas se agitaban en las ventanas, pero nadie había salido afuera a pesar del estruendo de herraduras.

—Registrad las casas —ordenó Ingtar. Los hombres desmontaron y partieron corriendo a cumplir el mandato, pero regresaron sacudiendo la cabeza.

—Han desaparecido sin más, mi señor —informó Ino—. Como por ensalmo, maldita sea. Como si se hubieran puesto de acuerdo para largarse todos a plena luz del día. —Calló de pronto, apuntando con apremio a una casa situada detrás de Ingtar—. Hay una mujer en esa ventana. ¡Cómo no la vi…! —Ya estaba corriendo hacia el edificio antes de que nadie hubiera reaccionado.

—¡No la asustes! —gritó Ingtar—. Ino, necesitamos información. ¡Que la Luz te ciegue, Ino, no la atemorices! —El tuerto entró por la puerta abierta. Ingtar elevó de nuevo la voz—. No vamos a causaros ningún mal, señora. Somos vasallos de lord Agelmar, de Fal Dara. ¡No temáis! No os haremos daño.

Una de las ventanas del piso superior se abrió e Ino asomó la cabeza y miró estupefacto a su alrededor. Se retiró con un juramento. Los golpes y estampidas marcaron su camino de regreso, como si estuviera propinando puntapiés a los objetos para descargar su frustración. Al fin apareció bajo el dintel.

—Se ha esfumado, mi señor. Pero estaba ahí. Una mujer con un vestido blanco, en la ventana. La he visto. Incluso me ha parecido verla adentro, por un instante, pero luego ha desaparecido y… —Respiró hondo—. La casa está vacía, mi señor. —El hecho de que no profiriera maldiciones daba una idea aproximada de su agrado de estupor.

—Cortinas —murmuró Mat—. Está viendo visiones en las cortinas. —Ino le asestó una hosca mirada antes de encaminarse a su caballo.

—¿Adónde habrán ido? —preguntó Rand a Loial—. ¿Crees que huyeron al llegar los Amigos Siniestros? «Y los trollocs y un Myrddraal. Y el ser peor de que habla Hurin. Fueron inteligentes si se alejaron a la carrera.»

—Me temo que los Amigos Siniestros se los llevaron con ellos —repuso Loial. Esbozó una mueca, casi un rictus, dilatando la nariz cual un hocico—. Para los trollocs. —Rand tragó saliva, deseando no haber preguntado nada; siempre era desagradable pensar en la manera como se alimentaban los trollocs.

—Sea lo que sea lo acaecido aquí —observó Ingtar—, ha sido obra de nuestros Amigos Siniestros. Hurin, ¿se han cometido actos violentos aquí? ¿Alguna matanza? ¡Hurin!

El husmeador dio un respingo sobre su silla y miró en derredor, sobrecogido. Había estado contemplando el río.

—¿Violencia, mi señor? Sí. Asesinatos, no. O no exactamente. —Miró de reojo a Perrin—. Nunca he notado un olor igual que éste antes, mi señor. Pero se han cometido agresiones.

—¿Hay posibilidades de que no hayan cruzado el río? ¿Han vuelto a desviar el rumbo?

—Lo han atravesado, mi señor. —Hurin observaba con inquietud la otra orilla—. Han atravesado. Sobre lo que han hecho en la otra ribera, sin embargo… —Se encogió de hombros.

—Ino, quiero que traigáis la barcaza a este lado. Y que se explore la otra orilla antes de que crucemos. El hecho de que no hubiera ninguna emboscada aquí no significa que no nos ataquen cuando nuestras fuerzas estén divididas por el río. Ese transbordador no parece lo bastante grande para transportarnos a todos de una sola vez. Ocúpate de ello.

Ino inclinó la cabeza y al cabo de un momento Ragan y Masema estaban desprendiéndose de sus armaduras. Con la espalda desnuda y una daga prendida en la cintura, se encaminaron al río con sus piernas arqueadas de jinetes y allí comenzaron a vadearlo agarrados de la gruesa cuerda a lo largo de la cual se deslizaba el transbordador. La soga cedió en el centro, dejándolos inmersos en el agua hasta la cintura; la impetuosa corriente los impelía río abajo, a pesar de lo cual, en menos tiempo del que calculaba Rand, ya estaban trepando a los costados de la barcaza. Tras desenvainar las dagas, desaparecieron en la arboleda.

Pasado un rato que se les antojó una eternidad, los dos hombres volvieron a hacerse visibles y empezaron a tirar lentamente del transbordador. La gabarra chocó contra la orilla del pueblo y Masema la amarró mientras Ragan se apresuraba a acudir junto a Ingtar. Su rostro, con la profunda cicatriz que le atravesaba la mejilla, evidenciaba un estado de consternación.

—Mi señor, no han preparado ninguna celada en la otra ribera, pero… —Realizó una profunda reverencia, todavía mojado y tembloroso a causa del frío—. Mi señor, debéis verlo por vuestros propios ojos. El gran roble, a cincuenta pasos al sur del embarcadero. No puedo expresarlo en palabras. Debéis verlo vos mismo.

Ingtar frunció el entrecejo, desviando la mirada de Ragan a la orilla opuesta.

—Has cumplido con tu deber, Ragan. Los dos lo habéis hecho. —Su voz adquirió un tono más brusco—. Ino, ve a buscar algo en las casas para que se sequen. Y mira si alguien ha dejado agua para preparar té. Dales algo de abrigo, si lo encuentras. Después lleva la segunda reata y los animales de carga allí. —Se volvió hacia Rand—. ¿Estás dispuesto a ver la orilla sur del Erinin? —Sin aguardar respuesta, se encaminó a la barca con Hurin y la mitad de los lanceros.

Rand titubeó sólo un momento antes de seguirlo. Loial se unió a él. Para su sorpresa, Perrin cabalgó delante de ellos, con aspecto sombrío. Algunos de los lanceros desmontaron para tirar de la cuerda y poner en movimiento el transbordador.

Mat esperó hasta el último minuto, cuando uno de los shienarianos estaba soltando las amarras, para espolear su caballo e irrumpir a bordo.

—Tenía que venir tarde o temprano, ¿no? —dijo, sin resuello, a nadie en concreto—. He de encontrarla.

Rand sacudió la cabeza. Viendo a Mat tan saludable como de costumbre, casi había olvidado el motivo por el que participaba en la expedición. «Para buscar la daga. Que Ingtar se quede con el Cuerno. Sólo quiero la daga para Mat.»

—La encontraremos, Mat.

Mat lo miró, ceñudo, dedicando una burlona ojeada a su lujosa chaqueta, y se volvió hacia otro lado. Rand exhaló un suspiro.

—Todo saldrá bien, Rand —lo alentó Loial—. De alguna manera, lo lograremos.

La corriente empujó la embarcación cuando ésta se separó de la orilla, presionándola con un brusco crujido contra el cable. Los lanceros eran insólitos barqueros, caminando por la cubierta con yelmos, armaduras y espadas, pero el transbordador se introdujo en el río con bastante seguridad.

—Así fue como partimos de casa —señaló de pronto Perrin—, en el Embarcadero de Taren. Con las botas de los barqueros golpeando la cubierta y el agua borboteando en torno al transbordador. Así abandonamos nuestra región. Esta vez será peor.

—¿Cómo puede ser peor? —inquirió Rand, sin obtener respuesta. Perrin escrutó la otra ribera y sus dorados ojos casi parecieron resplandecer, aun cuando no a causa el anhelo.

—¿Cómo puede ser peor? —repitió la pregunta al cabo de un minuto Mat.

—Lo será. Lo huelo —fue cuanto Perrin accedió a contestar. Hurin lo miró con nerviosismo, pero lo cierto era que Hurin parecía observarlo todo con inquietud desde que habían abandonado Fal Dara.

La barcaza volvió a golpear la otra orilla con un sonido hueco, casi bajo el ramaje de los árboles, y los shienarianos que habían tirado de la cuerda montaron a caballo, salvo los dos a quienes Ingtar había encargado de llevar el transbordador al otro lado para que cruzara el resto. Los demás ascendieron el margen en pos de Ingtar.

—Cincuenta pasos hasta un gran roble —dijo Ingtar mientras cabalgaban entre los árboles. Su voz sonaba con excesiva desenvoltura. Si Ragan no podía expresarlo en palabras… Algunos de los soldados aprestaron espadas y lanzas.

Al principio Rand pensó que las figuras suspendidas por los brazos de las gruesas ramas grises del roble eran espantapájaros, espantapájaros de color carmesí. Entonces reconoció las caras: Changu y el otro hombre que había estado de guardia con él, Nidao; con los ojos desorbitados y los dientes visibles entre unos labios deformados por un rictus de dolor. Habían permanecido largo rato con vida desde el inicio de su tortura.

Perrin emitió un sonido gutural, semejante a un gruñido.

—Más horrendo de lo que he visto jamás, mi señor —afirmó con voz queda Hurin—. Un olor peor del que he olido nunca, exceptuando las mazmorras de Fal Dara aquella noche.

Rand invocó frenéticamente el vacío. La llama parecía interponerse, vacilando sin cesar, pero persistió hasta hallarse envuelto en la calma. Aun así las náuseas lo asaltaban entre el vacío. «No me extraña, viendo esto.» Aquel pensamiento salpicó su paz como una gota de agua en una sartén hirviente. «¿Qué les ha ocurrido?»

—Desollados vivos —oyó decir a alguien.

También captó el ruido de alguien que vomitaba tras él. Creyó que era Mat, pero todo se hallaba distante de él, interceptado por el vacío. Sin embargo las bascas seguían allí. Pensó que él también iba a devolver.

—Descolgadlos —ordenó rudamente Ingtar. Vaciló un momento y luego agregó—. Enterradlos. No estamos totalmente seguros de que fueran Amigos Siniestros. Cabe la posibilidad de que los hayan hecho prisioneros. Que al menos gocen del último abrazo de la madre. —Algunos soldados cabalgaron con cautela hacia los

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