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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 38
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Valon. Unas monedas peligrosas. Podría servirse de una o dos, pero tal cantidad haría que las gentes llegasen a la misma conclusión que había extraído Nieda. Había Hijos de la Luz en la ciudad y, si bien no había ninguna ley en Illian que prohibiera el comercio con las Aes Sedai, no tendría ocasión de exponer su caso ante un magistrado si aquello llegaba a oídos de los Capas Blancas. Aquellos hombres se habían asegurado de que no se limitaría a tomar simplemente el dinero y permanecer en Illian.

Mientras seguía sentado, inmerso en sus preocupaciones, Yarin Maeldan, el melancólico y desgalichado contramaestre del Spray, entró en el Tejón con las cejas abatidas sobre su larga nariz y se acercó a la mesa del capitán.

—Carn ha muerto, capitán.

Domon lo miró ceñudo. Otros tres componentes de su tripulación habían sido asesinados, uno en cada ocasión en que había rechazado un encargo que lo encaminaría hacia el este. Los magistrados no habían hecho nada; las calles eran peligrosas de noche, argüían, y los marineros eran individuos rudos y pendencieros. Los magistrados apenas se molestaban por lo que ocurría en el Barrio Perfumado mientras no recibieran daño en él los ciudadanos respetables.

—Pero esta vez he aceptado su oferta —murmuró.

—Eso no es todo, capitán —añadió Yarin—. Han acuchillado a Carn en diferentes puntos, como si pretendieran hacerle revelar algo. Y otros hombres han tratado de deslizarse a bordo del Spray hace menos de una hora. La guardia de los muelles los ha ahuyentado. Es la tercera vez en diez días, y nunca he visto a ningún ratero de puerto que muestre tanta insistencia. Suelen dejar que la alarma aminore antes de volver a intentarlo. Y alguien me revolvió la habitación en el Delfín Plateado la pasada noche. Se llevaron algunas piezas de plata, por lo que pensé que eran ladrones, pero dejaron la hebilla de ese cinturón que tengo, la que tiene engastados granates y piedras de la luna, que estaba a plena vista. ¿Qué está pasando, capitán? Los hombres tienen miedo y yo también estoy algo inquieto.

—Reúne a la tripulación, Yarin —ordenó Domon, poniéndose en pie—. Búscalos y diles que el Spray zarpará tan pronto como haya a bordo los suficientes hombres para navegar. —Tras introducir el pergamino en el bolsillo de su chaqueta, agarró la bolsa de oro y empujó a su contramaestre hacia la puerta—. Dales prisa, Yarin porque voy a dejar aquí a todo el que no llegue a tiempo, aunque se quede de pie en el muelle.

Domon dio un empellón a Yarin para impulsarlo a correr y luego se encaminó al puerto. Aun los maleantes que oían el tintineo de las monedas se apartaban de él, pues ahora andaba como un hombre dispuesto a cometer un asesinato.

Ya había marineros trajinando a bordo del Spray cuando llegó y otros más que corrían con los pies descalzos sobre el pavimento de piedra de los muelles. Ellos ignoraban que Domon fuera objeto de una persecución, pero sabían que obtenía pingües beneficios y que compartía las ganancias siguiendo el sistema illiano.

El Spray tenía doscientos metros de eslora y dos mástiles, y sus amplios baos dejaban abundante espacio para la carga de cubierta y la de las bodegas. A pesar de lo que Domon había dicho a los cairhieninos —suponiendo que lo fuesen— lo consideraba capaz de navegar en mar abierto. El Mar de las Tormentas era más apacible en verano.

—Deberá resistir —murmuró para sí mientras bajaba a su cabina.

Allí arrojó el portamonedas sobre la cama, pulcramente adosada al casco, al igual que el restante mobiliario de la cabina de popa, y tomó el pergamino. Después de encender una linterna, colgada del techo, examinó el documento lacrado, haciéndolo girar como si pudiera leer lo que en él estaba escrito sin abrirlo. Un golpe en la puerta le hizo fruncir el entrecejo.

—Adelante.

—Están todos a bordo menos tres que no he podido localizar, capitán —le dijo Yarin, asomando la cabeza—. Pero he dejado el mensaje en todas las tabernas, garitos y cuadras del barrio. Estarán en el barco antes de que haya la luz suficiente para zarpar río arriba.

—El Spray zarpará ahora. Hacia el mar. —Domon atajó las protestas de Yarin referentes a la luz y las amarras y al hecho de que el Spray no estaba construido para navegar en mar abierto—. ¡Ahora mismo! El Spray puede sortear lo obstáculos con marea baja. No habrás olvidado cómo orientarte por las estrellas, ¿verdad? Llévalo hacia el mar. Zarpa ahora y vuelve a verme cuando nos encontremos más allá del rompeolas.

El contramaestre titubeó —Domon nunca navegaba por aguas traidoras sin estar presente en cubierta impartiendo órdenes, y sacar al Spray del puerto de noche no era sencillo, con o sin calado profundo— y luego asintió antes de marcharse. A los pocos momentos los sonidos de los gritos de Yarin y el martilleo de los pies desnudos sobre las planchas penetraron en la cabina de Domon. Hizo caso omiso de ellos, incluso cuando el barco se bamboleó con el contacto de la corriente.

Finalmente levantó la camisa exterior de la linterna y puso un cuchillo en la llama. El humo se elevó en espiral mientras el aceite calentaba el metal, pero, antes de que éste enrojeciera, apartó los mapas de la mesa y alisó el pergamino sobre ella, haciendo deslizar lentamente el acero candente bajo el sello de cera. El pliegue exterior se levantó.

Era un documento simple, sin preámbulos ni saludos, que hizo brotar el sudor de la frente de Domon.

El portador de esto es un Amigo Siniestro buscado en Cairhien por asesinatos y otros espantosos delitos, entre los menos reprochables de los cuales se cuenta el robo contra Nuestra Persona. Os exhortamos a apoderaros de este hombre y de todo cuanto se halle en su poder, hasta los más insignificantes objetos. Nuestro representante acudirá a recoger lo que nos ha sido sustraído. Todas sus posesiones, salvo las que Nosotros reclamamos, pasarán a vos como recompensa por su captura. Que el vil bellaco sea ahorcado de inmediato para que su Sombra esparcida villanamente no ensombrezca más la Luz.

Sellado por Nuestra Mano

Galldrain su Riatin Rie

rey de Cairhien

Defensor de la Pared del Dragón

Bajo la firma, sobre una fina capa de cera roja, estaban impresos el Sol Naciente de Cairhien y las Cinco Estrellas de la casa Riatin.

—Defensor de la Pared del Dragón, y un comino —se escandalizó Domon—. Menudo personaje para seguir utilizando ese apelativo.

Revisó minuciosamente los sellos y la firma, aproximando el documento a la lámpara, con la nariz prácticamente pegada a él, pero no logró encontrar fallos en aquéllos y, respecto a la otra, no tenía la más mínima noción del aspecto de la escritura de Galldrain. Si no era el rey quien lo había rubricado, sospechaba que quienquiera que lo hubiera hecho habría realizado una buena imitación de la firma de Galldrain. En todo caso, ello no modificaba las cosas. En Tear, la carta constituiría al instante una condena en manos de un illiano. O en Mayene, donde era tan prominente la influencia de los tearianos. No había guerra entonces y los marinos se movían libremente por los puertos, pero los illianos inspiraban tan pocas simpatías en Tear como los tearianos en Illian, en especial disponiendo de una excusa como aquélla.

Por un momento consideró la posibilidad de acercar el pergamino a la llama —era peligroso tenerlo consigo, en Tear o en Illian o en cualquier lugar que pudiera imaginar— pero al fin lo introdujo con cuidado en un pequeño armario secreto situado detrás del escritorio, oculto por un panel que sólo él sabía abrir.

—Mis posesiones…

Coleccionaba antigüedades, tantas como podía permitirse teniendo un barco por vivienda. Lo que no le era posible comprar, debido a su alto precio o a su gran tamaño, lo atesoraba en el recuerdo. Todos aquellos vestigios de épocas remotas, esas maravillas diseminadas por el mundo, lo habían impulsado a embarcar siendo un muchacho. En Maradon, en el último viaje realizado, había agregado cuatro piezas a su colección y había sido entonces cuando había dado comienzo la persecución de los Amigos Siniestros. Y la de los trollocs, asimismo, que había persistido un tiempo. Había oído que Puente Blanco había sido arrasado por el fuego después de que él partiera de allí y había habido rumores de la presencia de un Myrddraal, así como de trollocs. Fue aquello, en su conjunto, lo que le había hecho concluir que no todo era producto de su imaginación, por lo cual ya estaba alertado antes de que le propusieran el primero de aquellos extraños encargos, en el que se ofrecía demasiado dinero para efectuar un simple viaje a Tear y una explicación poco creíble para justificarlo.

De un arcón extrajo lo que había adquirido en Maradon: una vara de luz, datada de la Era de Leyenda, o así decían. En todo caso nadie conocía ya la manera de elaborarlas; eran objetos caros, y más raros que un magistrado honrado. Parecía una simple varilla de cristal, con un grosor superior al de su pulgar y de longitud algo menor que la de su antebrazo, pero al sostenerla en la mano despedía una luz tan intensa como la de una linterna. Y también era quebradiza como el cristal; a punto había estado de perder el Spray a causa del incendio provocado por la primera que había poseído. El segundo objeto era una pequeña escultura de marfil ennegrecido por el paso del tiempo que representaba a un hombre blandiendo una espada. El sujeto que se la había vendido afirmaba que si uno lo mantenía un rato en la mano comenzaba a sentir calor. Domon no había experimentado tal cosa, como tampoco lo habían sentido ninguno de los empleados a los que había permitido asirla, pero era una pieza antigua y eso le bastaba. Había además una calavera de un gato tan grande como un león y tan antigua que se encontraba fosilizada —aunque ningún león había tenido jamás colmillos casi como los de un jabalí, de veinticinco centímetros de longitud y un grueso disco del tamaño de la mano de un hombre, con una mitad blanca y otra negra, separadas por una sinuosa línea. El tendero de Maradon había dicho que provenía de la Era de Leyenda, consciente de su mentira, pero Domon apenas había regateado antes de pagar, puesto que había reconocido algo en lo que no había reparado el comerciante: el antiguo símbolo de las Aes Sedai, anterior al Desmembramiento del Mundo. No era aquél, precisamente, un objeto que no entrañara riesgo poseer, pero tampoco algo de lo que podía prescindir con facilidad un hombre fascinado por las antigüedades. Y, además, era de piedra del corazón. El vendedor no había osado agregar aquella cualidad a lo que consideraba como embustes. Ningún tendero con establecimiento frente al río, en Maradon, hubiera podido permitirse ofrecer una pieza de cuendillar.

El disco tenía un tacto duro y suave y carecía de valor, exceptuando su antigüedad, pero temía que fuera lo que sus perseguidores estaban buscando. No creía que estuvieran interesados en ninguna de sus restantes posesiones, pues en otras ocasiones y en otros lugares había visto varas de luz, esculturas de marfil e incluso huesos petrificados. No obstante, el hecho de saber lo que querían, en caso de que no estuviera equivocado, no explicaba por qué razón lo buscaban, ni revelaban la identidad de quienes lo acosaban. Marcas de Tar Valon, y un antiguo símbolo de Aes Sedai. Se frotó los labios con la mano; el

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