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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 37
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luna. Cada día y cada noche eran un carnaval, hasta la partida de la Cacería.

Las gentes pasaban corriendo junto a Bayle Domon ataviadas con máscaras y extraños y extravagantes trajes, muchos de los cuales mostraban generosos escotes. Corrían, gritando y cantando, apiñados de seis en seis, luego diseminados en parejas que reían y se entrelazaban en estridentes grupos de veinte. Los fuegos artificiales crepitaban en el cielo, tiñendo la negrura con estallidos de plata y oro. Había casi tantos iluminadores en la ciudad como juglares.

Domon apenas prestaba atención a los fuegos ni a la Cacería. Se encaminaba a una cita con hombres de quienes sospechaba que intentarían darle muerte.

Cruzó el Puente de las Flores, sobre uno de los múltiples canales de la ciudad, y se adentró en el Barrio Perfumado, la zona portuaria de Illian. El canal desprendía el olor de excesivos orinales vertidos en él y no había indicios de que hubieran crecido nunca flores en las proximidades del puente. El suburbio olía a cáñamo y brea de los embarcaderos y muelles y al agrio fango del puerto, exacerbados por el aire caliente que casi parecía tan húmedo como un líquido. Domon respiraba trabajosamente; cada vez que regresaba de las tierras norteñas lo sorprendían, a pesar de haber nacido allí, los tempranos calores del verano de Illian.

En una mano llevaba un grueso garrote y la otra reposaba sobre la empuñadura de la corta espada que había utilizado con frecuencia para defender la cubierta de su mercante fluvial de los bandoleros. No eran pocos los bandidos que caminaban entre el jolgorio de aquellas noches, donde las presas eran ricas y estaban empapadas en vino.

No obstante, él era un hombre fornido y musculoso y, viéndolo vestido con su sencilla chaqueta, ninguno de los forajidos que salían en busca de oro lo creía lo bastante rico como para tentar su complexión y su garrote. Los pocos que obtenían una visión precisa de él, cuando atravesaba la luz que despedía una ventana, retrocedían hasta que se había alejado unos pasos. Una oscura melena que le llegaba a los hombros y una larga barba con el labio superior rasurado enmarcaban una cara redonda, que, sin embargo, nunca había sido blanda y que ahora presentaba un semblante tan hosco como si tuviera intención de abrirse camino horadando una pared.

Más parranderos se cruzaron a su paso, descontrolados, con el habla desfigurada por el vino. «El Cuerno de Valere, ¡y un pimiento! —pensó sombríamente Domon—. Es mi barco lo que quiero conservar. Y mi vida, que la Fortuna me aguijonee».

Penetró en una posada, cuyo letrero lucía un gran tejón rayado bailando sobre las patas traseras y un hombre sosteniendo una pala de plata. Aligerar el Tejón, se llamaba, si bien ni siquiera Nieda Sidoro, la posadera, sabía qué significaba ese nombre; siempre había habido una posada denominada así en Illian.

La sala principal, con serrín en el suelo y un músico que tañía suavemente una vihuela, interpretando una de las melancólicas canciones de los Marinos, se hallaba bien iluminada y tranquila. Nieda no permitía alborotos en su local y su sobrino, Bili, era tan forzudo como para sacar a pulso a un hombre a la calle. Marinos, estibadores y almaceneros acudían al Tejón para un trago y en ocasiones charlar un rato o jugar a las damas o a los dardos. La estancia se encontraba medio llena ahora; incluso los hombres que preferían el sosiego habían cedido a la tentación del carnaval. Las conversaciones se sostenían en tono bajo, pero Domon escuchó menciones a la Cacería, al falso Dragón que habían apresado los murandianos y al que los tearianos estaban persiguiendo a través de Haddon Mirk. Al parecer, había diversidad de pareceres respecto a si era preferible ver perecer al falso Dragón o a los tearianos.

Domon esbozó una mueca. «¡Falsos Dragones! Que la Fortuna me pinche con su aguijón, no hay ningún lugar seguro hoy en día.» No obstante, a él lo traían sin cuidado los falsos Dragones, al igual que la Cacería.

La fornida propietaria, con el pelo recogido en un moño, estaba limpiando una jarra, al tiempo que controlaba con la mirada el establecimiento. No interrumpió su tarea y ni siquiera lo miró realmente, pero cerró el párpado izquierdo y desvió los ojos hacia los tres hombres sentados en una mesa situada en un rincón. Su actitud silenciosa, casi sombría, parecía extraña aun en un lugar como el Tejón, y sus elegantes sombreros de terciopelo y oscuras capas, bordados en el pecho con rayas plateadas, escarlata y doradas, resaltaban entre los ordinarios ropajes del resto de los clientes.

Domon suspiró y tomó asiento en una mesa desocupada. «Cairhieninos esta vez.» Una de las sirvientas le ofreció una jarra de cerveza negra, de la que bebió un largo trago. Cuando bajó el recipiente, los tres hombres de capas rayadas se hallaban de pie junto a su mesa. Realizó un discreto gesto para dar a entender a Nieda que no precisaba la intervención de Bili.

—¿Capitán Domon? —Los tres eran inclasificables, pero Domon tomó como cabecilla al que había hecho uso de la palabra. No tenían visos de ir armados; a pesar de sus lujosos ropajes, daban la impresión de no necesitarlo. Había ojos pétreos en aquellos rostros puramente anodinos—. ¿Capitán Bayle Domon, del Spray?

Domon asintió brevemente y los tres individuos tomaron asiento sin esperar invitación alguna. El mismo hombre se ocupó de hablar; los otros dos se limitaron a observar, sin pestañear. «Guardias —infirió Domon—, pese a sus elegantes atavíos. ¿Quién será para tener un par de guardias como protección?»

—Capitán Domon, hemos de trasladar a un personaje de Mayene a Illian.

—El Spray es un carguero fluvial —lo disuadió Domon—. Tiene un calado corto y la quilla no es adecuada para aguas profundas. —No era del todo cierto pero resultaba una explicación verosímil para personas de tierra adentro. «Al menos es distinto de lo de Tear. Ahora actúan con más inteligencia.»

—Hemos oído rumores de que ibais a abandonar el tráfico por río —adujo, imperturbable, el hombre ante la interrupción.

—Tal vez sí y tal vez no. No lo he decidido. —Había llegado a una resolución, sin embargo. No volvería a remontar el río ni regresar a las Tierras Fronterizas ni por toda la seda embarcada en los navíos mercantes en el Taren. Las pieles y los pimientos de Saldaea no merecían correr el riesgo, aun cuando ello no guardara relación con el falso Dragón que, según le habían informado se había proclamado allí. No obstante, ignoraba por qué medios lo sabían ellos. No había hablado a nadie sobre esa cuestión y, a pesar de ello, había llegado a su conocimiento.

—Podéis bordear la costa hasta Mayene sin problemas. Sin duda, capitán, estaréis dispuesto a navegar junto a la orilla por un millar de marcos de oro.

Domon abrió desmesuradamente la boca a su pesar. Esa oferta cuadriplicaba la anterior, la cual era lo bastante cuantiosa como para dejar atónito a cualquiera.

—¿De parte de quién he de entregarlo? ¿De la Responsable de Mayene en persona? ¿Acaso la ha desbancado finalmente Tear?

—No precisáis nombres, capitán. —El desconocido depositó una bolsa de cuero en la mesa y un pergamino sellado. La bolsa desprendió un sonido metálico cuando la corrió hacia él. El gran círculo de cera roja que lacraba el pergamino doblado representaba el Sol Naciente de Cairhien—. Doscientos a cuenta. Para un millar de marcos, no creo que necesitéis nombres. Haced llegar esto, con el sello intacto, al capitán portuario de Mayene y éste os entregará trescientos y a vuestro pasajero. Os daré el resto cuando vuestro pasajero se encuentre aquí. Siempre que no hayáis realizado ningún intento de descubrir la identidad de dicho personaje.

Domon inspiró profundamente. «Fortuna, vale la pena hacer el viaje aunque no me den más que lo que hay en esta bolsa.» Y un millar era más dinero del que gastaría en varios años. Sospechaba que, si sondeaba un poco más, obtendría otros indicios, meros indicios de que por medio de aquella travesía se efectuarían tratos encubiertos entre el Consejo de los Nueve de Illian y la Responsable de Mayene. La ciudad gobernada por la Responsable era a todos los efectos, excepto nominalmente, una provincia de Tear y era harto probable que ésta agradeciese la ayuda de Illian. Y había muchos habitantes de Illian que opinaban que era ya hora de iniciar una nueva guerra, dado que Tear estaba excediéndose en la competencia en el comercio realizado en el Mar de las Tormentas. Una apetecible trampa en la que caer atrapado, si no hubiera experimentado las asechanzas de tres similares a lo largo del último mes.

Alargó la mano para tomar el portamonedas y el hombre que había hablado le rodeó la muñeca. Domon lo miró airadamente, pero el desconocido le devolvió una mirada impávida.

—Debéis partir lo antes posible, capitán.

—Al romper el alba —gruñó Domon, tras lo cual el hombre asintió, soltándole el brazo.

—Con las primeras luces pues, capitán Domon. Recordad, la discreción permite a un hombre conservar la vida para disfrutar del dinero.

Domon observó cómo se marchaban los tres y luego posó sombríamente la vista en la bolsa y el pergamino situados sobre la mesa frente a él. Alguien quería que se dirigiera al este. Tear o Mayene: era indiferente con tal que fuera hacia el este. Creía adivinar quién deseaba tal cosa. «Y una vez más, desconozco qué se esconde tras ellos.» ¿Quién podía saber quiénes eran Amigos Siniestros? No obstante, estaba seguro de que los Amigos Siniestros habían venido siguiéndole los pasos con anterioridad a su partida de Marabon por río. Amigos Siniestros y trollocs. De eso no le cabía duda. El interrogante primordial, el único para el cual no había vislumbrado asomos de respuesta, era el porqué.

—¿Complicaciones, Bayle? —inquirió Nieda—. Tienes el mismo aspecto que si hubieras visto a un trolloc. —Lanzó una risita, un sonido inusitado en una mujer de su talla. Al igual que la mayoría de la gente que no había estado nunca en las Tierras Fronterizas, Nieda no creía en la existencia de los trollocs. Él había tratado de explicarle la verdad, pero ella se limitaba a escuchar, divertida, sus historias en la creencia de que no eran más que mentiras. Tampoco creía en la nieve.

—No hay problemas, Nieda. —Desató la bolsa y de ella extrajo sin mirar una moneda que arrojó a la mujer—. Bebidas para todo el mundo hasta que se acabe el cambio de esta pieza; luego te daré otra.

Nieda observó, sorprendida, la moneda.

—¡Acuñada con la marca de Tar Valon! ¿Ahora comercias con las brujas, Bayle?

—No —respondió con voz ronca—. ¡Eso sí que no!

La posadera hincó el diente en el metal y enseguida lo ocultó debajo de su ancho cinturón.

—Bien, después de todo es oro. Y me parece que las brujas no son tan malas como algunos las describen. No confesaría esto a muchos hombres. Conozco un individuo que cambia dinero y acepta piezas como ésta. No tendrás que darme otra, habiendo tan pocos clientes esta noche. ¿Más cerveza para ti, Bayle?

Domon asintió con aire ausente, a pesar de que su jarra estaba todavía medio llena, y Nieda se alejó. Era una amiga y no hablaría de lo que había visto. Continuó sentado, observando la bolsa de cuero. Le sirvieron otra jarra antes de que se hubiera decidido a mirar su contenido. Lo agitó con un dedo calloso. Las acuñaciones en oro despidieron destellos a la luz de la lámpara, reproduciendo todas por igual el trazado de la maldita Llama de Tar

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