Luz nos perdone por lo que estamos dejando andar suelto en el mundo.
—Las profecías —repitió Moraine, asintiendo—. Después haremos lo que debamos. Al igual que lo hacemos ahora.
—Lo que debamos —acordó la Sede Amyrlin—. Sí. Pero, cuando aprenda a encauzar el Poder, que la Luz nos asista a todos.
El silencio ocupó de nuevo la estancia.
Se avecinaba una tormenta. Nynaeve lo percibía. Una gran tormenta, más terrible que las que había presenciado hasta entonces. Ella podía escuchar la voz del viento y oír las predicciones del tiempo. Todas las Zahoríes pretendían poseer dicha habilidad, aun cuando la mayoría de ellas estaban incapacitadas para ello. Nynaeve se había sentido más a gusto con aquella cualidad antes de enterarse de que era una manifestación del Poder. Toda mujer capaz de escuchar el viento podía encauzar el Poder, si bien la mayoría de ellas eran inconscientes de lo que hacían, al igual que lo había sido ella antes de la revelación, y sólo lograban resultados de manera incontrolada.
En aquella ocasión, sin embargo, notaba algo insólito. Afuera, el sol de la mañana era una esfera dorada que flotaba en un claro cielo azul y los pájaros trinaban en los jardines, pero eso no era todo. No habría sido nada extraordinario escuchar el viento si no pudiera prever el tiempo antes de que se manifestaran señales palpables. Aquella vez su sensación estaba dotada de algo extraño, algo distinto de lo habitual. Captaba la tormenta en una lejanía demasiado extrema para advertirla y, no obstante, la sentía como si el cielo debiera estar ya descargando la lluvia, la nieve y el granizo a un tiempo, acompañados de vientos cuyos aullidos serían capaces de agitar las piedras de la fortaleza. Y percibía, asimismo, el buen tiempo, que ya duraba dos días, pero sobre ello prevalecía la otra sensación.
Un pinzón se encaramó en una aspillera, como si se burlara de sus predicciones meteorológicas, y se asomó al corredor. Al verla, desapareció como una exhalación en la que apenas entrevió su plumaje.
Miró fijamente el lugar donde se había posado el pájaro. «Hay una tormenta y no la hay. Esto tiene algún significado. Pero ¿cuál?»
A lo lejos, en el pasillo lleno de mujeres y niños, vio a Rand caminando a grandes zancadas, acompañado de las mujeres que lo escoltaban, las cuales habían casi de correr para mantener su paso. Nynaeve asintió: si había una tormenta que no era tal, él sería el centro de ella. Recogiéndose las faldas, se apresuró a seguirlo…
Algunas mujeres con quienes había trabado relación desde su llegada a Fal Dara trataron de entablar conversación con ella; sabían que Rand había llegado con ella y que ambos eran de Dos Ríos y querían indagar por qué la Amyrlin lo había mandado llamar. «¡La Sede Amyrlin!» Con el estómago constreñido, echó a correr, pero, antes de salir de los aposentos de las mujeres, ya lo había perdido entre la multitud de corredores y gentes con las que se había cruzado.
—¿Por dónde ha ido? —preguntó a Nisura. No era preciso especificar quién. Oía el nombre de Rand en la charla que sostenían las otras mujeres arracimadas en torno a la arqueada entrada.
—No lo sé. Nynaeve. Salió tan deprisa como si estuviera pisándole los talones la Perdición del Corazón. No me extraña que lo haga, después de haber entrado aquí con una espada en el cinto. El Oscuro debería ser la menor de sus preocupaciones después de esto. ¿En qué está convirtiéndose el mundo? Y a él lo han presentado ante la Amyrlin en sus habitaciones, nada menos. Decidme, Nynaeve, ¿es realmente un príncipe de vuestro país? —Las otras mujeres pararon de hablar y se aproximaron para escuchar.
Nynaeve no estaba segura de cuál fue su respuesta. Algo que las obligó a dejarla marchar. Se alejó precipitadamente de los aposentos de las mujeres, asomándose en cada cruce de corredores para buscarlo, con los puños apretados. «Luz, ¿qué le habrán hecho? Debí haberlo apartado de Moraine de alguna manera, así la ciegue la Luz. Yo soy su Zahorí.»
«¿Lo eres? —la martirizó una voz interior—. Has abandonado el Campo de Emond a su suerte. ¿Todavía tienes derecho a considerarte su Zahorí?»
«No los he abandonado —dijo fieramente para sí—. Llevé a Mavra Mallen desde Deven Ride para que se ocupara de las cosas hasta mi regreso. Ella puede tratar con el alcalde y el Consejo del Pueblo y mantiene buenas relaciones con el Círculo de Mujeres.»
«Mavra habrá de volver a su pueblo. Ninguna población puede permanecer durante mucho tiempo sin su Zahorí» Nynaeve se debatía interiormente. Hacía meses que se había ido del Campo de Emond.
—Yo soy la Zahorí del Campo de Emond —manifestó en voz alta.
Un sirviente vestido con librea que llevaba una pieza de tela la miró pestañeando y luego le hizo una reverencia antes de escabullirse a toda prisa. A juzgar por su semblante, se hallaba ansioso por encontrarse en cualquier otro lugar.
Ruborizada, Nynaeve miró en torno a sí para averiguar si la había oído alguien más. Sólo había unos cuantos hombres en el corredor, absortos en su propia conversación, y algunas mujeres ataviadas de dorado y negro que acudían a sus quehaceres, inclinándose ante ella al pasar. Había mantenido aquella discusión consigo misma un centenar de veces antes, pero aquélla era la primera en que había acabado hablando en voz alta. Murmuró para sus adentros y luego cerró con fuerza los labios al advertir lo que estaba haciendo.
Estaba comenzando a inferir la inutilidad de su búsqueda cuando topó con Lan, de espaldas a ella, mirando el patio exterior por una aspillera. Los sonidos que de allí llegaban eran de gritos de hombres y relinchos de caballos. Lan observaba con tanta atención que por una vez, no pareció oírla. Detestaba el hecho de no ser capaz de pasar inadvertida junto a él, por más quedamente que caminara. Ella estaba considerada una buena rastreadora en el Campo de Emond, a pesar de no ser aquélla una habilidad por la que solían interesarse las mujeres.
Detuvo sus pasos, presionándose el pecho con las manos para contener las palpitaciones. «Debería administrarme un tratamiento con carpaza y raíz de genciana», pensó con amargura. Ésa era la mezcla que prescribía a quienes estaban abatidos y pretendían estar enfermos, o hacían el ganso. La carpaza y la raíz de genciana levantaban ligeramente el ánimo y eran inofensivas, pero lo más importante era que tenían un sabor horrible, el cual duraba durante todo un día. Era una cura perfecta para alguien que estaba comportándose como un estúpido.
A salvo de su mirada, lo examinó de arriba abajo, mientras él permanecía apoyado en la piedra y con la mano en la barbilla, observando lo que ocurría abajo. «Es demasiado alto, en primer lugar, y lo bastante viejo como para ser mi padre, en segundo lugar. Un hombre con una cara así tiene que ser cruel. No, no lo es. Eso no.» Y era un rey. Su tierra había sido arrasada cuando él era un niño y él no hacía valer su derecho sobre el trono, pero, pese a ello, era un rey. «¿Qué interés iba a tener un rey en una mujer de pueblo? Además es un Guardián, vinculado a Moraine. Ella dispone de su lealtad hasta la muerte; lo tiene atado con lazos más poderosos que los de una amante y posee su voluntad. ¡Ella tiene todo cuanto yo deseo, la Luz la consuma!»
Lan se volvió de la ventana y ella giró sobre sí para alejarse.
—Nynaeve. —Su voz la atrapó y la retuvo como un dogal—. Quería hablar con vos a solas. Por lo visto, siempre estáis en los aposentos de las mujeres o acompañada.
Hubo de esforzarse para mirarlo a la cara, pero tenía la certeza de que sus facciones se hallaban relajadas cuando lo hizo.
—Estoy buscando a Rand. —No estaba dispuesta a admitir que tenía intención de esquivarlo—. Vos y yo ya dijimos hace tiempo lo que teníamos que decir. Yo me rebajé a mí misma, lo cual no volveré a hacer, y vos me indicasteis que me apartara de vos.
—Yo nunca he dicho… —Inspiró profundamente—. Os dije que no podía ofreceros como regalo de bodas más que ropas de viuda. No es ése un presente que un hombre deba rendir a una mujer, ningún hombre que se precie de tal.
—Comprendo —replicó con frialdad—. En todo caso, un rey no da regalos a ninguna pueblerina. Y esta pueblerina no los aceptaría. ¿Habéis visto a Rand? Necesito hablar con él. Ha ido a ver a la Amyrlin. ¿Sabéis para qué lo ha mandado llamar?
Los ojos de Lan relucieron como sendos pedazos de hielo azulado expuestos al sol. Ella apoyó con firmeza las piernas para no retroceder y lo miró de hito en hito.
—Que el Oscuro se lleve a Rand al’Thor y a la Sede Amyrlin juntos —gruñó el Guardián, poniéndole algo en la mano—. Voy a haceros un regalo y vos lo vais a tomar aunque tenga que atároslo con una cadena al cuello.
Nynaeve apartó los ojos de los suyos. Tenía una mirada semejante a la de un halcón de ojos azules cuando estaba enojada. En la mano tenía un anillo de sello, de oro macizo gastado por el tiempo, casi tan grande como para rodear sus dos pulgares. En él, una grulla volaba sobre una lanza y una corona, minuciosamente grabados. Contuvo el aliento: era el anillo de los reyes de Malkier. Olvidando mirarlo con furia, elevó el rostro.
—No puedo aceptar esto, Lan.
Él se encogió de hombros con desenvoltura.
—No es nada. Viejo, e inútil, ahora. Pero aún hay quienes lo reconocerían al verlo. Enseñadlo y dispondréis de derecho a recibir hospedaje y ayuda cuando lo preciséis, de cualquier señor de las Tierras Fronterizas. Mostradlo a un Guardián y os auxiliará o me transmitirá un mensaje a mí. Enviádmelo y acudiré a donde os encontréis, sin demora ni falta. Lo juro.
Su visión se tornó borrosa. «Si me pongo a llorar ahora, me voy a dar muerte después.»
—No puedo… No quiero ningún presente que venga de vos, al’Lan Mandragoran. Tomad.
Él detuvo todos sus intentos de devolverle el anillo. Su mano envolvió la suya, suave pero firme como una tenaza.
—Entonces aceptadlo por mí, como un favor. O arrojadlo, si os molesta. No dispongo de una aplicación mejor para él. —Le rozó la mejilla con un dedo y ella dio un respingo—. Ahora debo irme, Nynaeve mashiara. La Amyrlin quiere partir antes del mediodía y hay mucho que hacer. Tal vez tengamos tiempo para conversar durante el viaje a Tar Valon. —Se volvió y se alejó de inmediato por el corredor.
Nynaeve se tocó la mejilla. Aún notaba el contacto de su dedo. Mashiara: bien amada, de alma y corazón, significaba, pero también un amor perdido. Perdido sin remisión. «¡Estúpida! ¡Deja de comportarte como una chiquilla con el pelo todavía sin trenzar! No sirve de nada permitir que te haga sentir…»
Apretando con fuerza el anillo, volvió sobre sí y tuvo un sobresalto al hallarse cara a cara con Moraine.
—¿Cuánto tiempo habéis estado aquí?
—No tanto como para oír algo que no debía escuchar —respondió la Aes Sedai con tono apaciguador—. Vamos a partir pronto. Eso he oído. Debéis ocuparos de preparar vuestro equipaje.
Partir. No había percibido el alcance de aquella palabra cuando la había pronunciado Lan.
—Deberé despedirme de los chicos —murmuró. Luego asestó una dura mirada a Moraine—. ¿Qué le habéis hecho a Rand? Lo han llevado a presencia de la Amyrlin. ¿Por qué? ¿Le explicasteis a ella… lo de…? —Era incapaz de expresarlo en voz