evidentes deseos de hallarse a solas con ella para saber qué tramaba. Moraine le respondió con un gesto tranquilizador y su vieja amiga esbozó una mueca.
Verin, con la nariz todavía pegada en sus anotaciones, no advirtió aquella silenciosa comunicación.
—No lo sé, madre. Lo dudo, no obstante. No conocemos absolutamente nada de las tierras que se propuso conquistar Artur Hawkwing. Es una lástima que los Marinos se nieguen a atravesar el Océano Aricio. Dicen que las islas de la Muerte se encuentran en la otra orilla. Me gustaría saber qué quieren decir con eso, pero esos condenados y lacónicos Marinos… —Suspiró, sin levantar la cabeza aún—. No disponemos más que de una referencia a «las tierras bajo la Sombra, más allá del sol poniente, más allá del Océano Aricio, donde reinan los Ejércitos de la Noche». Nada que nos indique si las huestes enviadas por Artur Hawkwing bastaron para derrotar esos Ejércitos de la Noche o ni tan sólo si continuaron vivos tras la muerte de Hawkwing. Después del inicio de la Guerra de los Cien Años, todo el mundo se hallaba demasiado ocupado tratando de quedarse con un retazo del imperio de Artur Hawkwing para pensar en los ejércitos que cruzaron el mar. A mí me parece, madre, que, si sus descendientes estuvieran vivos y con intención de volver, no habrían esperado tantos años.
—¿Entonces crees que no son profecías, hija?
—Ahora bien, «el antiguo árbol» —leyó Verin, inmersa en sus propios pensamientos—. Siempre han existido rumores, que no han pasado de eso, de que mientras la nación de Almoth permaneciera como tal, tendrían una rama de Avendesora, tal vez incluso un ejemplar vivo. Y el estandarte de Almoth era «azul por el firmamento, negro por la tierra que se extendía bajo él, con el frondoso Árbol de la Vida para unirlos». Claro está que los taraboneses se autodenominaban el Árbol del Hombre y pretenden descender de dirigentes y nobles de la Era de Leyenda. Y los domani afirman pertenecer a la estirpe de quienes crearon el Árbol de la Vida en la Era de Leyenda. Hay otras posibilidades, pero, como habréis notado, madre, al menos tres de ellas se centran en torno al llano de Almoth y la Punta de Toman.
—¿Vas a aclarar tus conclusiones, hija? —la regañó la Amyrlin, con voz engañosamente calmada—. Si la semilla de Artur Hawkwing no va a volver, entonces esto no son profecías y no importa un pimiento de qué antiguo árbol hablan.
—Sólo puedo proporcionaros lo que entra dentro de mis conocimientos, madre —repuso Verin, levantando la mirada de sus notas— y dejar que seáis vos quien decidáis. Yo creo que los últimos miembros de los ejércitos extranjeros de Hawkwing perecieron hace mucho tiempo, pero lo que yo crea no determina la realidad. La Hora del Cambio, desde luego, representa el final de una era, y el Gran Señor…
La Amyrlin golpeó con fuerza la mesa.
—Sé muy bien quién es el Gran Señor, hija. Creo que será mejor que te retires ahora. —Inspiró profundamente, recobrando la apostura—. Vete, Verin. No quiero enojarme contigo. No quiero olvidar quién era la que encargaba a las cocineras que me dejaran dulces por la noche cuando era una novicia.
—Madre —intervino Moraine—, no hay nada en esto que sugiera que se trata de una profecía. Cualquiera con un poco de sentido común y cierto grado de instrucción podría haberlo preparado, y nadie duda que los Myrddraal poseen una astuta inteligencia.
—Y por supuesto —añadió con calma Verin—, el hombre que encauza el poder ha de ser uno de los tres jóvenes que viajan contigo, Moraine.
Moraine la miró consternada. «¿Que no son conscientes de lo que ocurre en el mundo? Soy una estúpida.» Antes de advertir lo que hacía, ya había recurrido al intermitente resplandor que siempre notaba al alcance, aguardándola: a la Fuente Verdadera. El Poder Único circuló por sus venas, cargándola de energía, amortiguando el brillo del Poder de la Sede Amyrlin mientras ésta efectuaba idéntica acción. Moraine nunca había considerado siquiera la posibilidad de esgrimir el Poder contra otra Aes Sedai. «Vivimos tiempos azarosos y el mundo pende de un hilo, y debe hacerse lo que es obligado hacer. Es preciso. Oh, Verin, ¿por qué tenías que meter la nariz en los asuntos ajenos?»
Verin cerró el cuaderno y volvió a deslizarlo bajo su cinturón; luego miró alternativamente a una y otra mujer. Era imposible que no percibiera el nimbo que rodeaba a cada una de ellas, la luz que emanaba del contacto con la Fuente Verdadera. Sólo alguien avezado en el uso del Poder podía advertir aquella aureola, pero no era factible que ninguna Aes Sedai dejara de advertirla en otra mujer.
El rostro de Verin evidenció un asomo de satisfacción, pero no dio señales de haber caído en la cuenta del alcance de su conclusión. Se limitó a observarlas como si hubiera encontrado una nueva pieza que encajaba en un rompecabezas.
—Sí, deduje que debía de ser así. Moraine no podía hacerlo sola y ¿qué mejor ayuda que la de su amiga de juventud, que solía escabullirse con ella para robar pasteles? —Pestañeó—. Perdonadme, madre. No hubiera debido decirlo.
—Verin, Verin. —La Amyrlin sacudió la cabeza especulativamente—. Acusas a tu hermana… ¿y a mí?… de… No voy siquiera a pronunciarlo. ¿Y te arrepientes de haber hablado con demasiada familiaridad a la Sede Amyrlin? Tienes un agujero en la barca y te preocupa que esté lloviendo. Piensa en lo que estás insinuando, hija.
«Es demasiado tarde para ello, Siuan —pensó Moraine—. Si no hubiéramos cedido al pánico y recurrido a la Fuente, tal vez en ese caso… Pero ella está segura ahora.»
—¿Por qué nos has dicho esto, Verin? —preguntó en voz alta—. Si das crédito a lo que afirmas, deberías estar contándoselo a las otras hermanas, a las Rojas en particular.
Los ojos de Verin se abrieron desmesuradamente a causa de la sorpresa.
—Sí, Sí, supongo que debería hacerlo. No lo había pensado. Pero si lo hiciera, te neutralizarían, Moraine, y a vos, madre, y amansarían a ese hombre. Nadie ha estudiado nunca la progresión en un varón que esgrime el Poder. ¿Cuándo se produce, exactamente, la locura y cómo lo ataca? ¿Puede todavía funcionar con su cuerpo descomponiéndose a su alrededor? ¿Durante cuánto tiempo? A menos que lo amansen, lo que le sucederá a ese joven, sea cual sea de los tres, ocurrirá tanto si yo estoy allí para registrar las respuestas como si no. Si dispone de cuidado y guía, podríamos ser capaces de realizar algunas anotaciones con un razonable margen de seguridad, durante un tiempo al menos. Asimismo, hay que tener en cuenta el Ciclo Kareathon. —Les devolvió impasiblemente sus atónitas miradas—. ¿Deduzco, madre, que él es el Dragón Renacido? No puedo creer que dejarais caminar libremente a un hombre capaz de encauzar el Poder, a no ser que sea el Dragón.
«Sólo le preocupa la sabiduría —caviló Moraine—. Estamos ante la culminación de la más espantosa profecía que el mundo ha visto, tal vez el fin del mundo, y sólo le importan los conocimientos. Pero, a pesar de ello, aún es peligrosa.»
—¿Quién más sabe algo de esto? —La voz de la Amyrlin sonaba débil, pero tajante—. Serafelle, me temo. ¿Quién más, Verin?
—Nadie, madre. A Serafelle sólo le interesan de verdad las cosas que alguien ha escrito ya en un libro, preferentemente tan remoto como sea posible. Piensa que hay suficientes libros y manuscritos antiguos y fragmentos esparcidos por el mundo, perdidos u olvidados, para multiplicar por diez lo que hemos ido reuniendo en Tar Valon. Está convencida de que aún puede recuperarse mucho del antiguo conocimiento para…
—Basta, hermana —la atajó Moraine. Liberó el contacto con la Fuente Verdadera y tras un momento notó cómo la Amyrlin seguía su ejemplo. Era siempre una pérdida sentir cómo el Poder se escurría, como la sangre y la vida que manaran de una herida abierta. Una parte de sí deseaba retenerlo, pero, a diferencia de algunas de sus hermanas, su autodisciplina le prohibía aferrarse a aquel sentimiento—. Siéntate, Verin, y cuéntanos lo que sabes y cómo lo has averiguado, sin omitir nada.
Mientras Verin tomaba una silla, mirando a la Amyrlin para pedirle permiso para sentarse en su presencia, Moraine la observó con tristeza.
—No es probable —comenzó a exponer Verin— que alguien que no haya estudiado los antiguos registros notara algo, aparte de un comportamiento extraño. Discúlpame, madre. Hará casi veinte años, cuando Tar Valon estaba sitiada, que percibí la primera clave y eso sólo fue…
«Que la Luz me asista, Verin, cuánto te quise por aquellos dulces y por tu pecho, sobre el que podía sollozar. Pero haré lo que debo hacer. Lo haré. Debo hacerlo.»
Perrin atisbó la espalda de la Aes Sedai que se retiraba. Sintió olor a jabón de lavanda, a pesar de que la mayoría de la gente no lo hubiera advertido ni a una distancia menor. Ya había intentado ver a Mat en una ocasión y aquella Aes Sedai —Leane, había oído que la llamaban— casi le había arrancado la cabeza sin siquiera volverse para saber quién era. Se encontraba incómodo entre Aes Sedai, sobre todo cuando comenzaban a mirarlo a los ojos.
Después de detenerse ante la puerta para escuchar —no oyó pasos procedentes del corredor ni del otro lado de la hoja— entró y la cerró suavemente tras él.
La enfermería era una larga estancia de paredes blancas, y las entradas a los balcones de los arqueros situadas en ambos extremos dejaban penetrar la luz a raudales. Mat se hallaba en una de las estrechas camas alineadas en los muros. Después de lo sucedido la noche anterior, Perrin esperaba encontrar ocupados la mayoría de los lechos, pero al cabo de un momento cayó en la cuenta de que la fortaleza estaba llena de Aes Sedai. Lo único que no podían curar las Aes Sedai era la muerte. De todas maneras, era evidente que para él la habitación olía a enfermedad.
Perrin esbozó una mueca al pensarlo. Mat yacía quieto, con las manos inmóviles encima de las mantas. Parecía extenuado. No realmente enfermo, sino como si hubiera trabajado en los campos tres días seguidos sin pararse a descansar. Olía… mal. No era algo que Perrin pudiera expresar con palabras: simplemente, olía mal.
Perrin se sentó con cuidado en la cama próxima a la de Mat. Era más corpulento de lo usual y siempre había sido mayor que los otros chicos, por lo que alcanzaba a recordar. Debía obrar con prudencia para no herir a alguien por accidente o romper algo. Aquello se había convertido en una segunda naturaleza. También le agradaba rumiar las cosas con detenimiento y, a veces, comentarlas con alguien. «Con Rand creyéndose un señor, no puedo hablar con él, y Mat a buen seguro va a tener poco que contar.»
Había ido a uno de los jardines la noche anterior, para reflexionar. El recuerdo todavía lo avergonzaba ligeramente pues, si no se hubiera ido, se habría encontrado en su habitación y habría acompañado a Egwene y Mat, y tal vez habría evitado que resultaran heridos. Sabía que, con toda seguridad, ahora habría estado en una de aquellas camas, al igual que Mat, o muerto, pero aquello no modificaba sus sentimientos. Con todo, había ido al jardín, y su preocupación actual no guardaba ninguna relación con el ataque trolloc.
Algunas sirvientas y una de las doncellas de lady Amalisa, lady Timora, lo habían hallado sentado en la oscuridad. Tan pronto como llegaron a donde él se encontraba, Timora ordenó partir a toda prisa a una de las