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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 23
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y las Aes Sedai no me encontrarán nunca. Perrin dice que hay sitios en las Colinas Negras y los pastos de Caralain donde uno puede caminar durante días sin ver un alma. Tal vez…, tal vez pueda encontrar la manera de controlar… —Se encogió de hombros con embarazo. No era preciso decirlo, no a ella—. Y, si no puedo, no habrá nadie a quien cause daño.

Nynaeve permaneció en silencio unos instantes, antes de responder lentamente.

—No estoy segura, Rand. Para mí no eres distinto de cualquier chico de pueblo, pero Moraine insiste en afirmar que eres ta’veren y no creo que piense que la Rueda ha terminado ya de determinar su influencia en ti. Por lo visto, el Oscuro…

—Shai’tan está muerto —replicó con voz ronca. De pronto la habitación pareció tambalearse. Se agarró la cabeza cuando su cuerpo se vio sacudido por una oleada de vértigo.

—¡Insensato! ¡Eres un idiota rematado! ¡Nombrar al Oscuro, atraer su atención sobre ti! ¿No tienes ya suficientes problemas?

—Está muerto —murmuró Rand, frotándose la cabeza. Tragó saliva. El vértigo estaba disipándose—. De acuerdo, de acuerdo. Ba’alzemon, si lo prefieres. Pero está muerto; vi cómo moría, consumido por las llamas.

—¿Y no estaba mirándote yo cuando el ojo del Oscuro ha caído sobre ti ahora mismo? No me digas que no has notado nada o te arrancaré las orejas; he visto la cara que has puesto.

—Está muerto —insistió Rand. El observador invisible se cruzó en su mente, y el viento que lo había empujado en lo alto de la torre. Se estremeció—. Suceden cosas extrañas a tan corta distancia de la Llaga…

—Eres un insensato, Rand al’Thor. —Blandió un puño hacia él—. Te aplastaría las orejas si supiera que ello iba a aportarte un poco de juicio…

Sus restantes palabras fueron engullidas por el estrepitoso tañido de campanas que resonó en la fortaleza.

Rand se levantó de un salto.

—¡Es una alarma! Me están buscando… —«Nombra al Oscuro y su malignidad caerá sobre ti.»

Nynaeve se incorporó con mayor lentitud, sacudiendo inquietamente la cabeza.

—No, no lo creo. Si estuvieran buscándote a ti, no harían sonar las campanas para ponerte sobre aviso. No, si es una alarma, no guarda relación contigo.

—¿De qué se trata entonces? —Se precipitó hacia la aspillera más próxima y se asomó a ella.

Las luces recorrían la fortaleza envuelta por la noche con igual profusión y celeridad que las moscas a pleno día. Algunas antorchas se dirigían a las murallas y torres, pero la mayoría de las que alcanzaba a ver se concentraban en el jardín de abajo y en el patio que apenas lograba vislumbrar. Lo que había causado la alerta se encontraba en el interior de la ciudadela. Las campanas recobraron el mutismo, dejando oír los gritos de los hombres, pero no comprendía su contenido.

«Si no me buscan a mí…»

—Egwene —dijo de improviso.

«Si él todavía está vivo, si existe el maligno, se supone que ha de atacarme a mí.»

Nynaeve se volvió desde la aspillera a la que se había encaminado para mirar.

—¿Cómo?

—Egwene. —Atravesó la habitación con rápidas zancadas y sacó la espada y la funda del hatillo. «Luz, se supone que ha de dañarme a mí y no a ella»—. Está en las mazmorras con Fain. ¿Qué pasaría si se hallara libre por algún motivo?

Nynaeve lo detuvo junto a la puerta, agarrándolo del brazo. No le llegaba ni al hombro, pero lo contenía férreamente.

—No te comportes como una cabra loca otra vez, Rand al’Thor ¡Aunque esto no tenga que ver contigo, las mujeres sí están buscando algo! Luz, chico, éstos son los aposentos de las mujeres. Habrá Aes Sedai en los corredores, sin duda. Egwene estará bien. Iba a ir con Mat y Perrin. Aun cuando topara con imprevistos, ellos cuidarían de ella.

—¿Y si no los ha encontrado, Nynaeve? Egwene no se habría arredrado por ello. Habría ido sola, igual que lo hubieras hecho tú, y lo sabes muy bien. ¡Luz, le he dicho que Fain era peligroso! ¡Diantre, se lo he dicho! —Se zafó de su mano y se abalanzó afuera. «¡Que la Luz me consuma, se supone que ha de herirme a mí!»

Una mujer exhaló un grito al verlo, con una tosca camisa y un jubón de obrero y una espada en la mano. Aun invitados, los hombres no entraban armados en las habitaciones de las mujeres a menos que la fortaleza estuviera sometida a ataque. El corredor estaba repleto de mujeres, doncellas vestidas de negro y dorado, damas ataviadas con sedas y lazos, mujeres con chales bordados con largos flecos, todas hablando simultáneamente, queriendo saber qué sucedía. Niños llorosos se agarraban a las faldas por doquier. Se zambulló entre ellas, esquivándolas cuando le era posible, murmurando disculpas para quienes zarandeaba al pasar, tratando de evitar sus miradas cargadas de estupor.

Una de las mujeres cubiertas con un chal regresó a su habitación y Rand vio en el centro de su espalda una resplandeciente lágrima blanca. De súbito, reconoció caras que había visto en el patio exterior. Aes Sedai, que lo miraban alarmadas.

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?

—¿Han atacado la fortaleza? ¡Respóndeme!

—No es un soldado. ¿Quién es? ¿Qué está ocurriendo?

—¡Es el joven lord sureño!

—¡Que alguien lo detenga!

El temor le hizo esbozar una mueca, pero continuó avanzando, tratando de aligerar el paso.

Entonces una mujer salió al pasillo, frente a él, y él se paró contra su voluntad. Recordaba aquel rostro más que ninguno; estaba convencido de que no lo olvidaría durante el resto de sus días: la Sede Amyrlin. Ésta abrió desmesuradamente los ojos al verlo y luego retrocedió. Otra Aes Sedai, la mujer de elevada estatura que había visto con el bastón, se interpuso entre él y la Amyrlin, gritándole algo que no logró comprender en medio del creciente alboroto.

«Lo sabe. Válgame la Luz, lo sabe. Moraine se lo ha dicho.» Siguió corriendo. «Luz, permíteme únicamente comprobar que Egwene está a salvo antes de que me…» Oyó gritos tras él, pero no les prestó oídos.

Al salir del ala que ocupaban las mujeres el barullo continuaba rodeándolo. Los hombres corrían por los patios con las espadas desenfundadas, sin prestarle atención. Por encima del repicar de las campanas, ahora acertaba a distinguir otros ruidos: gritos, alaridos, el entrechocar del metal… Apenas le dio tiempo a reconocer el sonido de la batalla —¿un combate?, ¿en el interior de Fal Dara?— antes de que tres trollocs se precipitaran hacia él y lo arrinconaran.

Unos hocicos poblados de pelo desfiguraban unos rostros humanos y uno de ellos tenía cuernos de macho cabrío. Todos gruñían, blandiendo espadas semejantes a guadañas mientras avanzaban velozmente hacia él.

El pasadizo que un momento antes estaba abarrotado de hombres se hallaba solitario ahora. Sólo estaban allí él y los trollocs. Tomado por sorpresa, desenvainó con torpeza la espada y trató de defenderse con El colibrí besa la madreselva. Atónito por topar con trollocs en el corazón de la ciudadela de Fal Dara, realizó tan desmañadamente el floreo que Lan se hubiera marchado para no verlo. Un trolloc con hocico de oso lo esquivó con facilidad, haciendo perder sólo momentáneamente el equilibrio a los otros dos.

De pronto una docena de shienarianos, con elegantes atuendos de fiesta, pero con las espadas prestas, se precipitaron sobre los trollocs. El trolloc de hocico de oso lanzó un gruñido y cayó muerto, mientras sus compañeros se daban a la fuga, perseguidos por hombres que gritaban esgrimiendo armas de acero. El aire estaba henchido de gritos por doquier.

«¡Egwene!»

Rand se adentró en las profundidades de la fortaleza, corriendo por pasadizos despojados de vida, aun cuando de trecho en trecho yaciera un trolloc muerto en el suelo. O un hombre asesinado.

Luego llegó a una encrucijada de corredores y a su izquierda halló el resultado de una escaramuza. Seis guerreros con coleta se desangraban, yertos, en el suelo y un séptimo se enfrentaba al Myrddraal. Éste aplicó un giro suplementario a la espada al arrancar la hoja del vientre del hombre y éste, con un alarido, soltó la espada y se desplomó. El Fado se movía con una gracia viperina y su imagen de serpiente se veía realzada por la armadura de negras escamas imbricadas que le cubría el pecho. Al volverse, su pálido rostro carente de ojos examinó a Rand. Comenzó a caminar hacia él, sonriendo con labios exangües, sin apresurarse. No le era preciso darse prisa para enfrentarse con un solo hombre.

Rand sintió los pies clavados en el suelo y la lengua pegada al paladar. «La mirada del Ser de Cuencas Vacías es el terror», decían en las Tierras Fronterizas. Le temblaban las manos al levantar la espada. Ni siquiera se acordó de invocar el vacío. «Luz, acaba de dar muerte a siete soldados armados a la vez. Luz, qué voy a hacer. ¡Luz!»

De improviso el Myrddraal se detuvo, con la sonrisa desvanecida como por ensalmo.

—Éste es mío, Rand. —Rand dio un respingo cuando Ingtar se acercó a él, sombrío y fornido aun en su atuendo festivo, empuñando la espada con ambas manos. Los oscuros ojos de Ingtar no se apartaron ni un instante del rostro del Fado; si el shienariano sentía miedo ante la mirada del Myrddraal, no dio muestras de ello—. Practica con un trolloc o dos —le aconsejó quedamente— antes de habértelas con uno de estos seres.

—Bajaba para ver si Egwene está bien. Iba a ir a las mazmorras a visitar a Fain y…

—Entonces ve a verla.

—Pelearemos juntos, Ingtar —propuso, tragando saliva, Rand.

—No estás preparado para esto. Ve a ver a la chica. ¡Vete! ¿Quieres que los trollocs la encuentren sola?

Rand permaneció indeciso un momento. El Fado había alzado la espada, dispuesto a atacar a Ingtar. Un silencioso gruñido dobló la boca de Ingtar, pero Rand sabía que no era producto del temor. Y Egwene quizá se hallaba sola en la mazmorra con Fain, o con algo peor. Sin embargo, se sentía avergonzado mientras descendía las escaleras que conducían al subterráneo. Sabía que la mirada de un Fado era capaz de atemorizar a cualquier hombre, pero Ingtar se había sobrepuesto al miedo. Él todavía sentía un nudo en el estómago.

Los pasadizos subterráneos estaban silenciosos y débilmente iluminados por parpadeantes lámparas, espaciosamente dispuestas en los muros. Aminoró el paso al aproximarse a las mazmorras, deslizándose con tanto sigilo como le era posible. Aun así, el roce de sus botas en la piedra desnuda parecía resonar en sus oídos. La puerta de la cárcel permanecía abierta un palmo. Contemplándola, trató en vano de tragar saliva. Abrió la boca para gritar y volvió a cerrarla de inmediato. Si Egwene estaba allí, en peligro, sólo conseguiría poner sobre aviso a sus agresores. Inspirando profundamente, cobró arrestos.

Abrió la puerta de par en par con la funda que llevaba en la mano izquierda y se precipitó en la mazmorra; trastabilló con la paja que cubría el suelo y, recobrando el equilibrio, giró sobre sí, demasiado deprisa para obtener una imagen precisa de la habitación, alerta ante un posible ataque, buscando con desesperación a Egwene. No había nadie allí.

Cuando sus ojos se posaron en la mesa, se detuvo en seco, con la respiración e incluso el pensamiento paralizados. A ambos lados del candil, todavía encendido, se encontraban las cabezas de los guardias, apoyadas sobre sendos charcos de sangre. Sus ojos lo miraban fijamente, desorbitados de terror, y sus bocas estaban desencajadas para exhalar un último grito que nadie podía oír. Rand sintió náuseas y se dobló sobre sí para vomitar sobre la paja. Al fin logró incorporarse, con la garganta atenazada.

Paulatinamente fue cobrando conciencia del resto de la habitación, apenas entrevista durante su

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