Sedai, causaba indefectiblemente duda y ansiedad, pero Amalisa enderezó la espalda y endureció las facciones.
—Eso es un insulto, Liandrin Sedai. Soy shienariana, de una noble casa y por mis venas corre la sangre de soldados. Mi estirpe viene combatiendo a la Sombra desde antes de la fundación de Shienar, a lo largo de tres mil años, sin tregua ni vacilación.
Liandrin cambió de estrategia, pero sin abandonar el ánimo de ataque. Cruzó a grandes zancadas la habitación, tomó de la repisa de la chimenea la copia forrada en cuero de La danza del halcón y el colibrí y la levantó sin mirarla.
—En Shienar, más que en otras tierras, hija mía, debe profesarse gran aprecio a la Luz y temor a la Sombra. —Arrojó sin preámbulo el libro al fuego. Las llamas saltaron como si fuera una tea, crepitando mientras lamían la chimenea. En el mismo instante todas las lámparas de la estancia se hincharon en una susurrante llamarada e inundaron a aquélla de luz con el vigor de un incendio—. Aquí más que en otro lugar. Aquí, tan cerca de la maldita Llaga, donde acecha la corrupción. Aquí, incluso aquel que cree caminar por la senda de la Luz, puede, sin embargo, ser corrompido por la Sombra.
La frente de Amalisa estaba perlada de sudor. La mano que había alzado para protestar por el libro se deslizó lentamente por su costado. Sus rasgos todavía mantenían la firmeza, pero Liandrin la vio tragar saliva y mover un pie.
—No comprendo, Liandrin Sedai. ¿Es por el libro? Sólo son insensateces.
Había un leve temblor en su voz. «Estupendo.» Las lámparas de cristal crujieron mientras las llamas avivaban su calor, iluminando la habitación con una claridad equiparable a la del mediodía en el campo. Amalisa permanecía rígida como una columna, con el rostro inflexible, al tiempo que intentaba no mirarlas de soslayo.
—Sois vos la insensata, hija mía. A mí me tienen sin cuidado los libros. Aquí, los hombres entran en la Llaga y caminan entre su contaminación, en el mismo corazón de la Sombra. ¿Cómo ha de extrañarnos que su infección penetre en ellos? Con su asentimiento o sin él, es posible que ello ocurra. ¿Por qué creéis que la Sede Amyrlin ha venido en persona?
—¡No! —La negación sonó como un jadeo.
—Del Rojo soy, hija mía —prosiguió implacablemente Liandrin—, y persigo a todos los hombres corruptos.
—No comprendo.
—No sólo a esos necios que intentan usar el Poder Único. A todos los hombres corrompidos, de todo rango y condición.
—No… —Amalisa se humedeció los labios con inquietud y realizó patentes esfuerzos por recobrar la apostura—. No os comprendo, Liandrin Sedai. Por favor…
—Los de alta cuna aún con más ahínco que los plebeyos.
—¡No! —Como si algún invisible soporte se hubiera desvanecido, Amalisa se postró de rodillas, dejando caer la cabeza—. Por piedad, Liandrin Sedai, decidme que no os referís a Agelmar. No puede tratarse de él.
Liandrin aprovechó aquel momento de duda y confusión para asestar su golpe. Permaneció inmóvil pero utilizó el arma del Poder Único. Amalisa dio un respingo con la boca desencajada, como si la hubieran pinchado con una aguja, y los petulantes labios de Liandrin esbozaron una sonrisa.
Aquél era el truco especial que ella conservaba de su período de infancia, cuando había comenzado a dar muestras de sus talentos. La Maestra de las Novicias le había prohibido hacer uso de él cuando lo descubrió, pero para Liandrin ello únicamente significó que debía añadirlo a las habilidades que era necesario ocultar ante quienes la envidiaban.
Dio unos pasos y levantó la barbilla de Amalisa. El metal que la había envarado continuaba presente en ella, pero ahora era de inferior calidad, maleable para las formas de presión pertinentes. Las lágrimas bajaban rodando por las mejillas de Amalisa. Liandrin dejó que las llamas recobraran su normal intensidad pues ya no las precisaba. Aplicó una mayor suavidad a sus palabras, pero su voz era tan inflexible como el acero.
—Hija, nadie desea veros a vos y a lord Agelmar entregados a la chusma como Amigos Siniestros. Os ayudaré, pero vos debéis colaborar.
—¿Co… colaborar con vos? —Amalisa se llevó las manos a las sienes; parecía confusa—. Por favor, Liandrin Sedai, no… comprendo. Todo es… Todo es…
Aquélla no era una habilidad totalmente perfeccionada; Liandrin no podía obligar a nadie a hacer lo que ella quería, a pesar de que lo había intentado; y con qué denuedo lo había intentado. Sin embargo, podía desarmarlos con sus argumentos, hacer que desearan creerla, que desearan más que nada en el mundo quedar convencidos de su imparcialidad.
—Obedeced, hija. Obedeced y responded con sinceridad a mis preguntas y os prometo que nadie os acusará a vos y a Agelmar de ser Amigos Siniestros. No os arrastrarán desnuda por las calles ni seréis echada a latigazos de la ciudad si el populacho no os despedaza antes. No permitiré que ello ocurra. ¿Comprendéis?
—Sí, Liandrin Sedai, sí. Haré lo que digáis y responderé con sinceridad.
Liandrin se irguió, mirando por encima del hombro a la otra mujer. Lady Amalisa permaneció en la misma postura, de rodillas, con expresión tan ingenua como la de un niño, un niño que aguardaba el consuelo y la ayuda de alguien más sabio y fuerte. Liandrin sentía que aquello era lo apropiado. Nunca había entendido por qué bastaba una simple inclinación de cabeza o una reverencia para las Aes Sedai, cuando los hombres y mujeres se arrodillaban ante reyes y reinas. «¿Qué reina tiene el poder de que dispongo yo?» Su boca se torció por el enojo y Amalisa sintió escalofríos.
—Tranquilizaos, hija mía. He venido a ayudaros, no a castigaros. Sólo recibirán castigo quienes lo merezcan. Decidme únicamente la verdad.
—Lo haré, Liandrin Sedai. Lo juro por mi casa y por mi honor.
—Moraine vino a Fal Dara con un Amigo Siniestro.
Amalisa estaba demasiado asustada para evidenciar sorpresa.
—Oh, no, Liandrin Sedai. No. Ese hombre llegó después. Se encuentra en las mazmorras ahora.
—Más tarde, decís. Pero ¿es cierto que habla a menudo con él? ¿Se reúne con frecuencia con ese Amigo Siniestro? ¿A solas?
—A… a veces, Liandrin Sedai. Sólo a veces. Quiere averiguar por qué vino aquí. Moraine Sedai es… —Liandrin alzó bruscamente la mano y Amalisa tragó saliva e interrumpió lo que iba a decir.
—Moraine iba acompañada de tres hombres jóvenes. Eso lo sé. ¿Dónde están ahora? He estado en sus habitaciones y no se encuentran allí.
—No…, no lo sé, Liandrin Sedai. Parecen buenos chicos. ¿No pensaréis que son Amigos Siniestros?
—No. Amigos Siniestros, no. Algo peor. Son mucho más peligrosos que Amigos Siniestros, hija mía. El mundo entero se halla amenazado por ellos. Debemos encontrarlos. Ordenaréis a vuestras sirvientas que busquen por toda la fortaleza, y lo mismo haréis vos misma y vuestras damas. En todos los recovecos. Os encargaréis personalmente de ello. ¡Personalmente! Y no hablaréis a nadie de ello, salvo a quien yo os diga. Nadie más ha de saberlo. Nadie. Esos jóvenes deben sacarse de Fal Dara en secreto para ser llevados a Tar Valon. En el mayor de los secretos.
—Como ordenéis, Liandrin Sedai. Pero no comprendo la necesidad de mantenerlo en secreto. Nadie obstaculizará aquí los deseos de las Aes Sedai.
—¿Habéis oído hablar del Ajah Negro?
Amalisa la miró con ojos desencajados y se inclinó hacia atrás, apartándose de ella, alzando las manos como para protegerse de un golpe.
—Un v…, vil rumor, Liandrin Sedai. Vi…, vil. N…, no hay Aes Sedai que s… sirvan al Oscuro. No le concedo ningún crédito. ¡Debéis creerme! Bajo la Luz, j…, juro que no le concedo crédito. Por mi honor y por mi casa, juro…
Calculadoramente, Liandrin dejó que siguiera hablando, observando cómo las últimas fuerzas abandonaban a la mujer mientras ella guardaba silencio. Era de todos conocido que las Aes Sedai montaban en terrible cólera con quienes osaban tan sólo mencionar el Ajah Negro, pero mucho más aún con quienes afirmaban creer en su existencia encubierta. Después de eso, con su voluntad menoscabada por aquel pequeño truco de infancia, Amalisa sería como la arcilla en sus manos. Después de recibir una nueva estocada.
—El Ajah Negro es real, hija. Real, y se halla presente aquí, dentro de las murallas de Fal Dara. —Amalisa permanecería de rodillas, con la boca abierta. Era casi tan terrible como oír que el Oscuro caminaba por la fortaleza de Fal Dara. No obstante, Liandrin no se apiadó lo más mínimo—. Cualquier Aes Sedai con quien os crucéis puede ser una hermana Negra. Lo juro. No puedo deciros quiénes son, pero dispondréis de mi protección. Si seguís la senda de la Luz y me obedecéis.
—Lo haré —susurró con voz ronca Amalisa—. Lo haré. Por favor, Liandrin Sedai, por favor, decidme que protegeréis a mi hermano y a mis damas…
—Protegeré a quien se haga acreedor de tal protección. Preocupaos por vos misma, hija mía. Y pensad sólo en las órdenes que os he dado: sólo en eso. El destino del mundo depende de ello, hija mía. Todo lo demás debe ser olvidado ahora.
—Sí, Liandrin Sedai. Sí. Sí.
Liandrin se giró y atravesó la estancia sin volverse a mirar hasta hallarse junto a la puerta. Amalisa estaba todavía arrodillada, observándola con ansiedad.
—Levantaos, mi señora Amalisa. —Liandrin utilizó un tono condescendiente, que sólo traslucía ligeramente la burla que sentía. «¡Hermana, vaya! No aguantaría ni un día como novicia. Y ella tiene el poder de impartir órdenes a sus subalternos»—. Levantaos.
Amalisa se incorporó con lentos movimientos espasmódicos, como si hubiera estado atada de manos y pies durante horas. Cuando al fin estuvo de pie, Liandrin agregó, con la voz impregnada nuevamente de la dureza del acero:
—Y si no cumplís vuestra palabra, si me decepcionáis, sentiréis envidia de ese miserable Amigo Siniestro que está encerrado en las mazmorras.
Por el aspecto del rostro de Amalisa, Liandrin no creyó que ésta escatimara esfuerzos para complacerla.
Tras haber cerrado la puerta, Liandrin notó de pronto un hormigueo en la piel. Reteniendo el aliento, giró sobre sí, mirando a ambos lados del corredor en penumbra. Nadie. Fuera de las aspilleras ya era noche cerrada. El solitario pasadizo, en sombras entre las lámparas de la pared, se burlaba de ella. Se encogió de hombros con inquietud y luego comenzó a caminar resueltamente. «Sólo son imaginaciones. Nada más que eso.»
Ya era noche cerrada, y había muchas cosas que hacer antes del alba. Sus órdenes habían sido explícitas.
En las mazmorras reinaba la más completa negrura a cualquier hora, a menos que alguien introdujera una linterna, pero Padan Fain se encontraba sentado en el borde de su camastro, escrutando la oscuridad con una sonrisa en el rostro. Oía cómo los otros dos prisioneros gruñían en sueños, murmurando entre pesadillas. Padan Fain estaba esperando algo, algo que había aguardado durante largo tiempo, durante demasiado tiempo. Pero ya no tardaría mucho.
La puerta que daba al recinto de los vigilantes se abrió, derramando una aureola de luz que resaltó sombríamente una silueta en el umbral.
Fain se puso en pie.
—¡Vos! No sois el que esperaba. —Se desentumeció los músculos con una despreocupación que no sentía. La sangre galopaba por sus venas; le pareció que sería capaz de saltar sobre la fortaleza si lo intentaba—. Sorpresas para todos, ¿eh? Bien, entrad. La noche está avanzando y necesito dormir un poco.
Mientras la lámpara penetraba en la celda, Fain alzó la cabeza, sonriendo a causa de algo presentido sin verlo, algo que se hallaba más allá del techo de la mazmorra.
—Todavía no ha concluido —susurró—. La batalla nunca acaba.
CAPÍTULO 6
Ominosas profecías
La puerta de la granja recibía las furiosas sacudidas de los golpes descargados desde afuera; el macizo cerrojo que la contenía saltaba