de Artur Hawkwing. Agavillar la mies. Ba’alzemon contuvo el golpe, lo que originó una luminosa cascada como de luciérnagas carmesí, y él hubo de apartarse de un salto para esquivar una vara que de lo contrario le habría partido la cabeza. Los seanchan embistieron con fuerza. Golpe de pedernal. Las chispas brotaron con la furia del granizo; Ba’alzemon hurtó el cuerpo con un brinco, y los seanchan emprendieron la retirada por las calles de adoquines.
Rand sintió deseos de aullar. De improviso cayó en la cuenta de que ambas batallas estaban conectadas. Cuando él avanzaba, los héroes invocados por el Cuerno hacían retroceder a los seanchan; cuando él perdía terreno, los seanchan recobraban el arrojo.
—Ellos no te salvarán —advirtió Ba’alzemon—. Quienes podrían hacerlo serán trasladadas al otro lado del Océano Aricio. Si algún día vuelves a verlas, serán esclavas encadenadas, y te destruirán siguiendo las órdenes de sus amos.
«Egwene. No puedo consentir que le hagan eso.»
La voz de Ba’alzemon cabalgaba sobre sus pensamientos.
—Sólo tienes una posibilidad de salvación, Rand al’Thor. Lews Therin Verdugo de la Humanidad. Yo soy tu salvación. Sírveme y pondré el mundo a tus pies. Resiste y acabaré contigo como lo he hecho incontables veces. Pero esta vez destruiré los cimientos de tu alma, hasta reducirte a la nada desde donde no podrás ya regresar.
«He vuelto a ganar, Lews Therin.» A pesar de hallarse fuera del vacío, el recuerdo de todas las vidas en las que había oído esa frase trataba de penetrar en su mente. Movió la espada y Ba’alzemon aprestó la vara.
Por primera vez Rand advirtió que Ba’alzemon se comportaba como si la hoja con la marca de la garza pudiera hacer mella en él. «El acero puede dañar al Oscuro.» Ba’alzemon miraba con recelo la espada. Rand conformaba una unidad con ella; sentía cada una de sus partículas integrantes, partes infinitesimales inasequibles a la captación del ojo. Notaba asimismo cómo el Poder que lo bañaba fluía hacia la espada, deslizándose por las intrincadas matrices forjadas por los Aes Sedai durante la Guerra de los Trollocs.
Entonces oyó otra voz, la voz de Lan: «Llegará la hora en que debas cumplir un objetivo aún más preciado que tu vida». La voz de Ingtar: «Todo hombre tiene derecho a decidir cuándo ha de Envainar la espada». Imaginó a Egwene, encollarada, llevando la existencia de una damane. «Hilos de mi vida en peligro. Egwene.» Inconscientemente, había adoptado la primera posición de La grulla arremetiendo en los juncos y equilibraba el cuerpo sobre un pie, con la espada en alto, dejando el pecho al descubierto.
—¿Por qué sonríes como un idiota, insensato? —espetó Ba’alzemon, mirándolo fijamente—. ¿No sabes que puedo destruirte por completo?
Rand sentía una calma que no emanaba sólo del vacío.
—Nunca os serviré, Padre de las Mentiras. En el transcurso de un millar de vidas, no lo he hecho jamás. Lo sé. Tengo la más absoluta certeza. Venid. Ha llegado la hora de morir.
Ba’alzemon abrió desmesuradamente los ojos; por un instante se convirtieron en lenguas de fuego que perlaron de sudor el rostro de Rand. La oscuridad que se extendía a espaldas de Ba’alzemon rebulló en torno a él y su semblante se endureció.
—¡Muere pues, gusano! —Arremetió con la vara, como si de una lanza se tratara.
Rand exhaló un grito al sentir cómo penetraba en su costado y lo quemaba como un atizador candente. El vacío tembló, pero lo retuvo con sus últimas fuerzas y clavó la hoja marcada con la garza en el corazón de Ba’alzemon. Éste dio un alarido que corearon las sombras apostadas tras él. El mundo estalló en fuego.
CAPÍTULO 48
La primera reivindicación
Min se abría paso por la calle entre multitudes que permanecían paradas, contemplando algo con semblantes demudados, cuando no chillaban presas de una crisis de nervios. Algunos corrían, al parecer sin rumbo fijo, pero la mayoría de ellos se movían como títeres accionados con descuido, más temerosos de irse que de quedarse en el lugar donde se hallaban. Escrutaba las caras con la esperanza de encontrar a Egwene, Elayne o Nynaeve, pero no veía más que falmianos. Y había algo que determinaba sus pasos, tan certeramente como si tirara de ella con una cuerda.
En una ocasión se volvió para mirar atrás. Junto a los muelles había barcos seanchan incendiados y cerca de la boca del puerto ardían otros. Muchos de los cuadrados bajeles se veían ya como diminutos puntos recortados por el sol poniente, navegando hacia el oeste a la mayor velocidad que las damane lograban conferir a los vientos, y una pequeña embarcación abandonaba la rada, inclinándose para recibir el viento que la impulsaría a lo largo del litoral. Era el Spray. No podía reprochar a Domon que no esperara más, después de lo que había presenciado ella; más bien le extrañó que no hubiera zarpado antes.
Había un navío seanchan que no ardía, a pesar de tener las torres negras a causa de un incendio ya apagado. Cuando el alto bajel se deslizaba hacia la boca del puerto, alrededor de los acantilados que lo cercaban apareció de súbito una figura a caballo, cabalgando sobre las aguas. Min se quedó perpleja. La asombrosa figura levantó un arco de relumbre argentino y de él partió un reluciente haz de plata que unió por un momento el arma con la cuadrada embarcación. Con un estruendo que oyó incluso ella a aquella distancia, el fuego volvió a cubrir la torre y los marinos comenzaron a correr por la cubierta.
Min pestañeó; cuando volvió a abrir los ojos, la silueta a caballo se había esfumado. El navío todavía navegaba lentamente hacia el océano mientras la tripulación trataba de sofocar las llamas.
Reponiéndose, reemprendió el ascenso de la calle. Había visto demasiadas cosas ese día como para que alguien que cabalgaba sobre las aguas pasara de ser una distracción momentánea. «Aun cuando fueran Birgitte y su arco. Y Artur Hawkwing. Lo he visto. Lo he visto.»
Se detuvo con incertidumbre delante de los altos edificios de piedra, haciendo caso omiso de la gente que la rozaba al pasar, como si estuviera aturdida. Era a algún lugar de allá adentro a donde debía ir. Subió precipitadamente las escaleras y abrió la puerta.
Nadie intentó cortarle el paso. La casa parecía vacía. La mayor parte de la población de Falme se hallaba en las calles, tratando de dilucidar si habían caído víctimas de una locura colectiva. Atravesó el interior del edificio, salió al jardín posterior, y allí estaba él.
Rand yacía de espaldas bajo un roble, pálido y con los ojos cerrados, aferrando con la mano izquierda una espada cuya hoja parecía fundida en el ápice. Su pecho subía y bajaba con excesiva lentitud, sin el ritmo normal de la respiración.
Aspirando hondo para calmarse, se acercó a él para ver cómo podía asistirlo. Lo primero era deshacerse de esa hoja mutilada, pues podría hacerse daño o herirla a ella si comenzaba a moverse. Le abrió la mano y dio un respingo al notar la empuñadura pegada en la palma. Arrojó el arma torciendo el gesto. La garza del puño había quedado impresa en la mano de Rand. Sin embargo, tenía la certeza de que no era eso lo que lo había postrado allí en estado de inconciencia. «¿Cómo se habrá hecho esto? Nynaeve podrá aplicarle una pomada después.»
Un rápido examen la llevó a la conclusión de la que la mayoría de los cortes y magulladuras no eran recientes, pues la sangre se había secado ya formando costras y los morados ya amarilleaban en los bordes, pero tenía un agujero quemado en el costado izquierdo. Abriendo la chaqueta, le levantó la camisa y espiró un aliento sibilante entre los dientes. La quemadura se había cauterizado ya. Lo que la sobrecogió fue el contacto de su piel, fría como el hielo, al lado de la cual el aire parecía cálido.
Lo agarró por los hombros y empezó a arrastrarlo hacia la casa, como un inane y fláccido fardo.
—Grandísimo tonto —gruñó—. Podrías haber sido más bajo y menos pesado. Tenías que tener esas largas piernas y esta ancha espalda… Debería dejarte tumbado aquí.
A pesar de sus quejas subió con denuedo los escalones, poniendo cuidado en que no recibiera golpes, y atravesó el umbral con su carga. Tras dejarlo al lado de la puerta, se golpeó la cintura con los nudillos, murmurando entre dientes acerca del Entramado, e inspeccionó apresuradamente la planta baja. Había un pequeño dormitorio al fondo, tal vez la habitación de una criada, con una cama en la que se apilaban varias mantas y unos troncos ya dispuestos en la chimenea. En cuestión de momentos, había preparado la cama y encendido el fuego, así como una lámpara situada en la mesilla. Entonces volvió a buscar a Rand.
No fue tarea fácil llevarlo hasta la habitación ni ponerlo en la cama, pero lo consiguió a costa de quedarse sin resuello y luego lo tapó con las mantas. Pasado un momento, introdujo la mano bajo ellas y dio un respingo: las sábanas estaban gélidas; no disponía de calor corporal que pudieran retener las mantas. Con un suspiro, se deslizó bajo las sábanas a su lado y le pasó el brazo bajo la cabeza. Él tenía aún los ojos cerrados y la respiración entrecortada, pero temía encontrarlo muerto al volver si salía en busca de Nynaeve. «Necesita una Aes Sedai —pensó—. Lo único que yo puedo hacer es darle un poco de calor.»
Observó su cara nos instantes. Ésta era cuanto percibía, pues no podía leer a alguien inconsciente.
—Me gustan los hombres mayores —le dijo a Rand—. Me gustan los hombres educados e instruidos. No tengo ningún interés por las granjas, los corderos ni los pastores. Y menos aún por muchachos pastores. —Suspirando, le alisó el pelo; era sedoso—. Pero, claro, tú no eres un pastor, ¿verdad? Ya no. Luz, ¿por qué hubo de involucrarme el Entramado contigo? ¿Por qué no podía haber padecido una suerte menos complicada, como naufragar sin comida en compañía de una docena de Aiel hambrientos?
Oyó ruido en el pasillo y levantó la cabeza a un tiempo que se abría la puerta. Egwene permaneció parada en el umbral, mirándolos a la luz del fuego y de la lámpara.
—Oh —fue cuanto dijo.
Min se sonrojó. «¿Por qué estoy comportándome como si hubiera hecho algo malo? ¡Idiota!»
—Estoy…, estoy dándole calor. Está inconsciente y tan frío como el hielo.
Egwene no se movió de la puerta.
—He… sentido que él me llamaba, que me necesitaba. Elayne también ha experimentado lo mismo. Pensaba que tenía que ver con…, con lo que él es, pero Nynaeve no ha notado nada. —Inspiró entrecortadamente—. Elayne y Nynaeve han ido a buscar los caballos. Hemos encontrado a Bela. Los seanchan han dejado casi todos los caballos. Nynaeve dice que deberíamos irnos en cuanto podamos y… y… Min, sabes qué es él, ¿verdad?
—Lo sé. —Min quería retirar el brazo sobre el que se apoyaba la cabeza de Rand, pero no logró decidirse a moverlo—. Creo que sí. Sea lo que sea, está herido. Lo único que puedo hacer por él es aportarle calor. Tal vez Nynaeve pueda hacer algo más.
—Min, sabes…, sabes que no puede casarse. Sería… un peligro… para cualquiera de nosotras.
—Habla por ti misma —espetó Min, apoyando la cara de Rand sobre su pecho—. Es como dijo Elayne. Tú lo arrojaste a un lado por ir a la Torre Blanca. ¿Qué puede importarte si yo lo recojo?
Egwene la miró por espacio de un tiempo que se le antojó prolongado. No a Rand; sólo a ella. Notó cómo se intensificaba el