y una camisa que no sea tan elegante. Pero tendrás que caminar cabizbajo.
—Ya te he dicho que no pienso ir.
—Ya que estás dando muestras de la tozudez de una mula, mereces hacerte pasar por mi bestia de carga. A menos que prefieras quedarte aquí abajo con él.
Las susurrantes risas de Fain sonaron entre las sombras.
—La batalla nunca termina, al’Thor. Mordeth lo sabe bien.
—Tendría más oportunidades si saltara por la muralla —murmuró Rand, que, no obstante descolgó sus bultos y se dispuso a envolver espada y arco tal como ella había propuesto.
En la oscuridad, Fain prorrumpió en carcajadas.
—Nunca concluye la guerra, al’Thor. Nunca.
CAPÍTULO 4
La audiencia
Sola en sus aposentos del apartamento de mujeres, Moraine se ajustó sobre los hombros el chal, bordado con hiedra trepadora y sarmientos de parra, y estudió el efecto en el alto espejo enmarcado ubicado en una esquina. Sus grandes y oscuros ojos podían adquirir igual dureza que los de un halcón cuando estaba enojada. En aquellos momentos parecían penetrar el plateado cristal. Únicamente por azar llevaba aquella prenda en las alforjas al llegar a Fal Dara. Con la resplandeciente Llama de Tar Valon centrada en la espalda y largos flecos destinados a mostrar el Ajah de quien los llevaba —los de Moraine eran azules como un cielo matinal—, los chales apenas se utilizaban fuera de Tar Valon y aun allí su uso estaba casi restringido al interior de la Torre Blanca. Pocos acontecimientos, salvo un encuentro de la Antecámara de la Torre, requerían la formalidad de los chales, y, fuera de las Murallas Resplandecientes, la imagen de la Llama induciría a mucha gente a echar a correr, para ocultarse o para llamar a los Hijos de la Luz. Una flecha de un Capa Blanca era tan fatal al clavarse en una Aes Sedai como en cualquier otra persona, y los Hijos de la Luz eran demasiado astutos para dejar que una Aes Sedai viera al arquero antes de que su proyectil se hundiera en su cuerpo, cuando todavía podía contrarrestar el ataque de algún modo. Moraine no había abrigado ninguna expectativa de lucir el chal en Fal Dara, pero, para acudir a una audiencia con la Sede Amyrlin, debían respetarse ciertas normas.
Moraine era delgada y de baja estatura, y la peculiar tersura de la piel propia de las Aes Sedai le daba aspecto de ser más joven de lo que en realidad era, pero tenía un donaire y una calmada apostura que la hacían destacar y dominar en cualquier reunión. Los modales aprendidos durante su infancia en el palacio real de Cairhien se habían perfeccionado, en lugar de desaparecer con los años, aún más numerosos, en que había ejercido como Aes Sedai. Era consciente de que los necesitaría ese día. No obstante, su exterior no reflejaba más que tranquilidad. «Deben de haber surgido problemas o de lo contrario no habría venido en persona», pensó por décima vez, lo cual originaba un centenar de interrogantes más: «¿Qué problemas y a quién ha elegido para acompañarla? ¿Por qué aquí? ¿Por qué ahora? No podemos permitirnos que ahora se tuerzan nuestros esfuerzos».
El anillo con la Gran Serpiente que rodeaba un dedo de su mano derecha emitió un opaco destello cuando tocó la delicada cadena de oro prendida en sus oscuros cabellos, los cuales pendían en ondas sobre sus hombros. Una pequeña piedra azul claro colgaba de la cadena, en medio de su frente. Muchas de las mujeres de la Torre Blanca conocían los trucos que era capaz de realizar usándola como foco de energía, aunque sólo era un pedazo de cristal azul pulido, algo que había utilizado una jovencita para su temprano aprendizaje, sin disponer de ninguna guía. Aquella muchacha había rememorado cuentos sobre los angreal y los incluso más poderosos sa’angreal, aquellos fabulosos vestigios de la Era de Leyenda que permitían que una Aes Sedai encauzase una cantidad de poder que la habría destruido sin su ayuda, y había llegado a la conclusión de que era preciso algún objeto en el que centrarse para encauzar la energía. Sus hermanas de la Torre Blanca conocían algunas de sus artimañas y abrigaban sospechas acerca de otras, incluyendo algunas que no existían, las cuales la habían sorprendido al llegar a sus oídos. Los efectos que obtenía de la piedra eran sencillos y poco espectaculares, y raras veces tenían una utilidad práctica; eran el tipo de cosas que imaginaría un niño. Aun así, si habían venido con la Sede Amyrlin mujeres con las que no compartía tendencias similares, el cristal podría servirle para amedrentarlas, debido a los rumores.
En la puerta de la habitación sonó un rápido e insistente repiqueteo. Ningún shienariano llamaría de ese modo, a ninguna puerta, pero aún menos a la suya. Continuó contemplando el espejo hasta apartar una mirada serena, en cuyas oscuras profundidades se ocultaba cualquier rastro de pensamiento. «Sean cuales sean los problemas que la han impulsado a salir de Tar Valon, los olvidará cuando yo le plantee éste.» Oyó una segunda llamada, incluso más apremiante que la primera, antes de cruzar la habitación y abrir la puerta y dirigir una relajada sonrisa a las dos mujeres que habían venido a buscarla.
Reconoció a ambas. Anaiya, de pelo oscuro y con un chal de flecos azules, y Liandrin, de cabello rubio y con una prenda de flecos rojos. Liandrin, que no sólo aparentaba lozanía, sino que era en verdad joven y hermosa, con un rostro de muñeca y una pequeña y petulante boca, había levantado la mano para volver a llamar. Sus morenas cejas y aún más oscuros ojos formaban un marcado contraste con la multitud de pálidas trenzas que le rozaban los hombros, pero aquella combinación no era rara en Tarabon. Las dos mujeres eran más altas que Moraine, si bien Liandrin superaba su estatura por pocos centímetros.
La achatada cara de Anaiya dibujó una sonrisa tan pronto como Moraine hubo aparecido en el umbral. Aquella sonrisa le confería la única belleza que podía lucir, pero era suficiente; casi todo el mundo se sentía cómodo, protegido y mimado cuando Anaiya le sonreía.
—Que la Luz te ilumine, Moraine. Me alegra volver a verte. ¿Estás bien? Ha transcurrido mucho tiempo.
—Mi corazón se encuentra más liviano por tu presencia, Anaiya. —Aquello era, en efecto, cierto; era un alivio comprobar que disponía al menos de una amiga entre las Aes Sedai que habían llegado a Fal Dara—. Que la Luz te ilumine.
Liandrin frunció los labios, dando un tirón a su chal.
—La Sede Amyrlin solicita tu presencia, hermana. —Su voz era también petulante y fría, y no sólo cuando se dirigía a Moraine; Liandrin siempre parecía insatisfecha por algún motivo desconocido. Con el entrecejo arrugado, trató de lanzar una mirada a la estancia por encima del hombro de Moraine—. Esta habitación tiene salvaguardas. No podemos entrar. ¿Por qué te proteges contra tus hermanas?
—Me protejo contra todo —repuso Moraine sin inmutarse—. Muchas de las criadas sienten curiosidad por las Aes Sedai y no quiero que me registren la habitación cuando no estoy aquí. No había necesidad de establecer distinciones hasta ahora. —Cerró la puerta y ambas se hallaron en el corredor—. ¿Vamos? No debemos hacer esperar a la Sede Amyrlin.
Comenzó a caminar por el pasillo conversando con Anaiya. Liandrin permaneció un momento parada, mirando la puerta, como si se preguntara qué escondía Moraine, y luego se apresuró a reunirse con ellas. Se colocó al otro lado de Moraine, caminando más rígidamente que un guardia. Anaiya se limitaba a andar, haciendo compañía a Moraine. Los pasos de sus pies calzados con escarpines de tela sonaban quedamente sobre tupidas alfombras adornadas con simples diseños.
Las mujeres vestidas con librea que se cruzaban con ellas les dedicaban profundas reverencias que, en ocasiones, demostraban más respeto que las realizadas ante el señor de Fal Dara. Tres Aes Sedai juntas, y la Sede Amyrlin en la fortaleza; aquél era un honor que no se había encontrado entre las expectativas de aquellas mujeres. También había algunas aristócratas en los corredores, las cuales hacían reverencias que sin duda no hubieran realizado por lord Agelmar. Moraine y Anaiya sonreían y respondían con una inclinación de cabeza a tales gestos, ya procedieran de sirvientes o de nobles. Liandrin hacía caso omiso de todos.
Encontraban únicamente mujeres, por supuesto. Ningún varón shienariano de más de diez años entraría en los aposentos de las mujeres sin permiso o invitación, a pesar de que algunos niños corrieran y jugaran por los pasadizos. Éstos hincaban una rodilla en el suelo, torpemente, cuando sus hermanas hacían profundas reverencias. De vez en cuando Anaiya sonreía y acariciaba una cabecita al pasar.
—En esta ocasión, Moraine —le reprochó Anaiya— has estado demasiado tiempo fuera de Tar Valon. Demasiado. Tus hermanas te echan de menos y la Torre Blanca te necesita.
—Algunas de nosotras hemos de trabajar en el mundo —repuso Moraine con suavidad—. Dejo los asuntos de la Antecámara de la Torre a tu cargo, Anaiya. No obstante, en Tar Valon estáis más al corriente de los acontecimientos que yo. Con excesiva frecuencia, dejo de enterarme de lo que sucedió en el lugar en que me encontraba el día antes. ¿Qué noticias traéis?
—Tres falsos Dragones más. —Liandrin pronunció las palabras a regañadientes—. En Saldaea, Murandy y Tear los falsos Dragones asolan la tierra. Mientras tanto, las del Ajah Azul os limitáis a sonreír y hablar de trivialidades y tratáis de aferraros al pasado. —Anaiya enarcó una ceja y Liandrin cerró bruscamente la boca con un respingo.
—Tres —musitó Moraine. Por un instante le brillaron los ojos, pero pronto volvió a enmascarar su semblante—. Tres en los últimos dos años y ahora tres más simultáneamente.
—Nos ocuparemos de éstos al igual que lo hicimos con los demás. De esas sabandijas de varones y de la chusma que siga a sus estandartes.
Moraine sentía cierta diversión al escuchar las aseveraciones de Liandrin. Ésta, sin embargo, era leve, pues era demasiado consciente de la realidad, excesivamente consciente de las posibilidades.
—¿Han bastado unos meses para que lo olvidaras, hermana? El último falso Dragón casi llegó a destruir Ghealdan antes de que su ejército fuera abatido. Sí, Logain está en Tar Valon en estos momentos, amansado e inofensivo, supongo, pero algunas de nuestras hermanas murieron para contrarrestar su poder. La muerte de una sola de nuestras hermanas es más de lo que podemos permitirnos, pero las pérdidas de Ghealdan fueron mucho más terribles. Los dos anteriores a Logain no eran capaces de encauzar el Poder, a pesar de lo cual las gentes de Kandor y Arad Doman guardan un recuerdo demasiado vivo de ellos. Pueblos quemados y hombres perecidos en combate. ¿Será tan sencillo que el mundo se enfrente con tres de ellos a un tiempo? ¿Cuántos se sumarán en torno a sus estandartes? Nunca ha habido escasez de seguidores para cualquier hombre que se autoproclame el Dragón Renacido. ¿Cuán espantosas serán las guerras esta vez?
—La situación no es tan desesperada —objetó Anaiya—. Por lo que sabemos, sólo el de Saldaea es capaz de encauzar el Poder. No ha tenido tiempo para atraer muchos partidarios y, según nuestros cálculos, ya debe de haber hermanas en la ciudad para enfrentarse con él. Los tearianos están haciendo retroceder a su falso Dragón y a sus secuaces en Haddon Mirk, mientras que el de Murandy ya está encadenado. —Exhaló una risita admirativa—. ¿Quién iba a pensar que los murandianos, de entre todos los pueblos, iban a derrotar tan deprisa al suyo? Si les preguntan, nunca se autodenominan murandianos, sino lugardeños o inishlinni, o vasallos de tal