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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 139
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al hombre que cabalgaba a la cabeza. Alto, de nariz aguileña, hundidos ojos oscuros, con su gran espada Justicia a su lado. Artur Hawkwing.

Mat los miró boquiabierto cuando se detuvieron ante ellos.

—¿Sois…? ¿Sois todos los héroes muertos?

Eran menos de un centenar, advirtió Rand, cayendo en la cuenta de que de algún modo ése era el número que él esperaba. Hurin tenía la mandíbula desencajada y los ojos a punto de saltarle de las cuencas.

—El arrojo no es el único requisito para vincular a un hombre al Cuerno. —La voz de Artur Hawkwing era profunda y sonora, acostumbrada a impartir órdenes.

—O a una mujer —puntualizó vivamente Birgitte.

—O a una mujer —convino Hawkwing—. Son pocos los que están ligados a la Rueda para ser despedidos por sus giros una y otra vez y cumplir la voluntad de la Rueda en el Entramado de las Eras. Vos podríais explicárselo, Lews Therin, si pudierais recordar el tiempo en que erais de carne y hueso. —Estaba mirando a Rand.

Rand sacudió la cabeza, pero no quería perder el tiempo con negativas.

—Han llegado unos invasores, gentes que se autodenominan seanchan, los cuales utilizan Aes Sedai encadenadas en los combates. Deben ser hostigados hacia el mar. Y… y hay una muchacha, Egwene al’Vere, una novicia de la Torre Blanca. Los seanchan la tienen prisionera. Debéis ayudarme a liberarla.

Para su sorpresa, varios de los componentes de la reducida hueste rieron entre dientes y Birgitte, comprobando la tensión de su arco, soltó una carcajada,

—Siempre elegís mujeres que os ocasionan problemas, Lews Therin. —Su tono era cariñoso, como si se dirigiera a un viejo amigo.

—Me llamo Rand al’Thor —precisó con brusquedad—. Debéis apresuraros. El tiempo apremia.

—¿El tiempo? —dijo Birgitte, sonriendo—. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Gaidal Cain soltó las riendas y, guiando el caballo con las rodillas, desenvainó una espada con cada mano. Los demás aprestaron espadas, arcos, lanzas y hachas.

Justicia relucía como un espejo en el puño revestido con guantelete de Artur Hawkwing.

—He luchado a vuestro lado en innumerables ocasiones, Lews Therin, y os he combatido otras tantas. La Rueda nos mueve según sus designios, no los nuestros, para modelar el Entramado. Yo os conozco, aun cuando vos no os reconozcáis. Expulsaremos a esos invasores de esta tierra. —Su caballo de batalla se encabritó y él miró en derredor con el entrecejo fruncido—. Algo no acaba de estar en su sitio. Algo me retiene aquí. —De repente clavó su aguda mirada en Rand—. Estáis aquí. ¿Tenéis el estandarte? —Un murmullo recorrió el grupo que aguardaba tras él.

—Sí. —Rand desabrochó apresuradamente las hebillas de sus alforjas y sacó el estandarte del Dragón. Éste rebosaba en sus manos y pendía casi hasta las rodillas de su semental. El murmullo emitido por los héroes se hizo más audible.

—El Entramado teje sus hilos en torno a nuestros cuellos como si de cabestros se tratara —comentó Artur Hawkwing—. Estáis aquí. El estandarte está aquí. La tela de este momento está acabada. Hemos acudido al son del Cuerno, pero debemos seguir el estandarte. Y al Dragón. —Hurin exhaló un débil sonido como si tuviera la garganta atenazada.

—Diantre —musitó Mat—. Es verdad. ¡Diantre!

Perrin vaciló sólo un instante antes de bajar del caballo y adentrarse en la niebla. Se oyeron unos hachazos y, cuando regresó, llevaba un enhiesto tronco de un árbol joven desprovisto de ramas.

—Déjamelo a mí, Rand —dijo gravemente—. Si lo necesitan… Deja que yo me ocupe de él.

Precipitadamente, Rand lo ayudó a atar el pendón a la vara. Cuando Perrin volvió a montar con ella en la mano, un viento hizo ondear la pálida tela del estandarte, insuflando movimiento al serpentino Dragón, el cual pareció cobrar vida. El viento, sin embargo, no afectó en nada a la espesa bruma; únicamente al estandarte.

—Tú te quedas aquí —indicó Rand a Hurin—. Cuando haya terminado… Estarás a salvo aquí.

Hurin desenfundó su corta espada, empuñándola como si realmente pudiera servirle de alguna utilidad montado a caballo.

—Os pido que me disculpéis, lord Rand, pero creo que no me quedaré. No entiendo ni la décima parte de lo que he oído… ni de lo que estoy viendo… —Bajó la voz hasta convertirla en un murmullo antes de proseguir—… pero he llegado hasta aquí y creo que voy a seguir hasta el final.

Artur Hawkwing le dio una palmada en el hombro.

—A veces la Rueda agrega miembros a nuestras filas, amigo. Tal vez un día os halléis entre nosotros. —Hurin irguió la espalda como si le hubieran ofrecido una corona. Hawkwing inclinó ceremoniosamente la cabeza en dirección a Rand—. Con vuestro permiso…, lord Rand. Heraldo, ¿nos acompañaréis con la música del Cuerno? Es del todo indicado que el Cuerno de Valere nos lleve a la batalla con su canto. Portaestandarte, ¿queréis marchar al frente?

Mat dio un largo y agudo toque que resonó en la bruma y Perrin espoleó el caballo. Rand desenvainó la espada con la marca de la garza y cabalgó entre ellos.

Todavía no distinguía más que las etéreas olas blancas, pero, misteriosamente, aún veía las mismas escenas de antes. Falme, donde alguien esgrimía el Poder en las calles, el puerto, el ejército seanchan y los Capas Blancas agonizantes, todos bajo él y a un tiempo suspendidos encima de él, igual que anteriormente. Habría jurado que no habían transcurrido los minutos desde el primer toque del Cuerno, que el tiempo se había detenido mientras los héroes respondían a la llamada y que ahora reemprendía su curso.

Los delirantes gritos que Mat arrancaba del Cuerno resonaban en la niebla, en la que también hizo eco el repiqueteo de las herraduras cuando los caballos arreciaron el paso. Rand se precipitó en la niebla sin saber adónde se dirigía. Las nubes se tornaron más densas, ocultando los extremos de la hilera de héroes que galopaban a ambos lados de él, oscureciéndose más y más, hasta que únicamente pudo ver claramente a Mat, Perrin y Hurin. Hurin iba encorvado sobre la silla, con el estupor pintado en los ojos, espoleando a su caballo. Mat tocaba el Cuerno y reía a intervalos. Perrin, con los amarillentos ojos brillantes, sostenía el estandarte que ondeaba tras él. Después ellos se esfumaron también, y Rand cabalgaba solo, al parecer.

En cierto modo, aún podía verlos, pero ahora los percibía de la misma manera que a Falme y los seanchan. Era incapaz de precisar dónde se encontraban ellos o dónde estaba él. Cerró el puño alrededor de la espada, atisbando entre la bruma que se extendía ante él. Se abalanzó solo entre la niebla, sabiendo de alguna manera que así había de ser.

De improviso Ba’alzemon apareció frente a él, con los brazos extendidos.

Rojo se engrifó con tal brusquedad que desarzonó a Rand. Éste apretó desesperadamente la espada al caer, y tomó tierra casi con suavidad. De hecho, pensó con extrañeza, era muy parecido a haber aterrizado en… la nada. Durante un instante había surcado la niebla y al siguiente estaba parado.

Cuando se hubo levantado, su caballo había desaparecido, pero Ba’alzemon estaba todavía allí, caminando hacia él con un largo bastón negro como un tizón en las manos. Se hallaban solos, con la ondulante bruma por única compañía. Tras Ba’alzemon había sombra. La oscuridad que reinaba a sus espaldas era de naturaleza distinta de la blanca niebla, la cual no podía expandirse en ella.

Rand tenía conciencia a un tiempo de otros sucesos: Artur Hawkwing y los otros héroes que se enfrentaban a los seanchan envueltos en densa niebla; Perrin, que asía el estandarte y blandía el hacha más para ahuyentar a quienes trataban de atacarlo que para embestir; Mat, que seguía arrancando extrañas notas del Cuerno de Valere; Hurin, que luchaba a pie con espada corta y maza a la manera que él conocía. Parecía que el ingente número de seanchan los desbordaría en cuestión de minutos y, sin embargo, era la hueste de oscuras armaduras la que iba perdiendo posiciones.

Rand fue al encuentro de Ba’alzemon. Con renuencia, apeló al vacío, se abrió a la Fuente Verdadera, se hinchó de Poder Único. No cabía otra alternativa. Tal vez no tuviera posibilidad alguna de vencer al Oscuro, pero su única esperanza residía en el Poder. Éste empapaba su cuerpo, bañaba su ropa, su espada, y él tenía la impresión de que debía de despedir un resplandor comparable al del sol. Sentía náuseas y se estremecía con el oleaje de luz que lo invadía.

—Apartaos de mi camino —dijo con voz chirriante—. ¡No he venido en vuestra busca!

—¿En busca de la chica? —se mofó Ba’alzemon, exhalando llamaradas por la boca. De las quemaduras de su rostro sólo quedaban unas cicatrices rosadas casi completamente cerradas. Tenía el aspecto de un gallardo hombre de mediana edad, al que únicamente desmerecían sus ojos y su boca—. ¿Cuál de ellas, Lews Therin? No habrá ninguna que te ayude esta vez. Serás mío o morirás. Y en cualquiera de los casos vas a pertenecerme.

—¡Embustero! —gruñó Rand. Atacó a Ba’alzemon, pero su hoja chocó centelleando con la vara de madera carbonizada—. ¡Padre de las Mentiras!

—¡Necio! ¿Acaso no te han dicho quién eres esos otros necios que has convocado? —Las llamas de la cara de Ba’alzemon crepitaban entre las risotadas.

Aun flotando en el vacío, Rand sintió un escalofrío. «¿Le habrían mentido ellos? Yo no quiero ser el Dragón Renacido.» Sujetando con firmeza la espada, arremetió de nuevo. Partir la seda. Pero Ba’alzemon detuvo cada uno de sus mandobles; las centellas saltaban como en el percutir de un martillo sobre el yunque.

—Me aguardan asuntos que resolver en Falme que nada tienen que ver con vos. Con vos nunca haré tratos —aseveró Rand. «He de mantenerlo distraído hasta que hayan liberado a Egwene.» Con igual extrañeza que antes, veía la furiosa batalla que se libraba entre los patios de carruajes y caballerías envueltos en niebla.

—Pobre desgraciado. Has hecho sonar el Cuerno de Valere y ahora estás vinculado a él. ¿Crees que los gusanos de la Torre Blanca estarán dispuestos a soltarte el lazo ahora? Te pondrán cadenas tan pesadas en el cuello que jamás podrás cortarlas.

La sorpresa de Rand fue tal que penetró el vacío. «No lo sabe todo. ¡No lo sabe!» Seguro de que su rostro traicionaría su estupor, se abalanzó hacia Ba’alzemon para encubrirlo. El colibrí besa la madreselva. La golondrina surca el cielo. Un arco luminoso unía vara y espada, derramando una fulgurante lluvia de centellas en la niebla. Ba’alzemon retrocedía, despidiendo furiosas llamaradas de las ardientes cavernas de sus ojos.

En el umbral de la conciencia, Rand vio cómo los seanchan se retiraban en las calles de Falme, luchando desesperadamente. Las damane abrían las entrañas de la tierra con el Poder, pero ello no producía efecto alguno en Artur Hawkwing ni en ninguno de los otros héroes del Cuerno.

—¿Vas a seguir siendo una babosa que se esconde bajo las piedras? —se burló Ba’alzemon, cuya silueta se recortaba sobre una oscura masa que se agitaba sin cesar—. Estás caminando hacia tu propia muerte mientras permaneces aquí de pie. El Poder se ensaña contigo, te consume. ¡Está matándote! Yo soy el único que puede enseñarte a controlarlo. Sírveme y vivirás. ¡Sírveme o morirás!

—¡Jamás!

«Ya se lo he repetido suficientes veces. Deprisa, Hawkwing. ¡Deprisa!» Volvió a arremeter contra Ba’alzemon. La paloma alzando el vuelo. La hoja en la brisa.

En aquella ocasión fue él quien hubo de retroceder. Vagamente, vio que los seanchan contraatacaban entre los establos y redobló sus esfuerzos. El martín pescador apresa un pez plateado. Los seanchan cedieron terreno ante la carga de los héroes, a la vanguardia de la cual avanzaba Perrin al lado

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