del mapa y olvidados.
—Lo sé, Ingtar. —Rand aspiró profundamente—. Que la Luz brille sobre vos, lord Ingtar de la casa Shinowa, y que el Creador os dé cobijo en la palma de su mano. —Tocó el hombro de Ingtar—. Que el último abrazo de la madre os dé la bienvenida al hogar. —Hurin emitió una exclamación de asombro.
—Gracias —respondió quedamente Ingtar, liberado, al parecer, de una tensión.
Por vez primera desde la noche en que los trollocs habían atacado Fal Dara, mostró el mismo ademán que tenía cuando Rand lo conoció: confiado y relajado. Contento.
—Es hora de que nos vayamos.
—Pero lord Ingtar…
—Obra según debe —lo atajó Rand—. Pero nosotros nos vamos.
Hurin asintió y Rand partió al trote tras él. Rand oía ahora el martilleo acompasado de las botas de los seanchan. No volvió la mirada atrás.
CAPÍTULO 47
La tumba no constituye una frontera a mi llamada
Mat y Perrin ya habían montado cuando Rand y Hurin les dieron alcance. Rand oyó cómo Ingtar alzaba la voz atrás, a lo lejos.
—¡La Luz y Shinowa! —El choque del acero se sumó al fragor de otras voces.
—¿Dónde está Ingtar? —gritó Mat—. ¿Qué está pasando?
Tenía el Cuerno de Valere atado a la alta perilla de su silla como si se tratara de un cuerno cualquiera, pero la daga la llevaba al cinto y recubría con ademán protector su empuñadura con una pálida mano que no parecía formada más que de huesos y tendones.
—Está muriendo —repuso Rand con voz ronca mientras saltaba a lomos de Rojo.
—Entonces hemos de socorrerlo —dijo Perrin—. Mat puede llevar el Cuerno y la daga para…
—Se expone para que todos nosotros podamos escapar —explicó Rand. «Para eso también»—. Entregaremos el Cuerno a Verin y después podréis ayudarla a llevarlo donde ella considere que debe estar.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Perrin.
Rand hincó los talones en los flancos del caballo alazán y éste se precipitó hacia las colinas que rodeaban la ciudad.
—¡La Luz y Shinowa!
El grito de Ingtar se elevó tras él con sones triunfales y un relámpago retumbó en el cielo a modo de respuesta.
Rand azotó a Rojo con las riendas y luego se pegó al cuello del semental cuando éste emprendió un galope tendido con la crin y la cola flotando en el viento. Quería desprenderse de la sensación de que huía del grito de Ingtar, de que huía de lo que se suponía que había de hacer. «Ingtar, un Amigo Siniestro. No me importa. De todas maneras era mi amigo. —La carrera del alazán no podía alejarlo de sus propios pensamientos—. La muerte es más liviana que una pluma, el deber más pesado que una montaña. Tantas obligaciones… Egwene, el Cuerno, Fain, Mat y la daga… ¿Por qué no podrán presentarse de una en una? He de ocuparme de todas ellas. ¡Oh, Luz, Egwene!»
Tiró tan repentinamente de las riendas que Rojo se encabritó. Se encontraba en un reducido bosquecillo de árboles de desnudo ramaje en la cumbre de una de las colinas que dominaban Falme. Los demás llegaron al galope tras él.
—¿Qué querías decir? —insistió Perrin—. ¿Qué nosotros podemos ayudar a Verin a llevar el Cuerno a donde debe estar? ¿Adónde vas a ir tú?
—Quizá ya esté perdiendo el juicio —aventuró Mat—. No querría quedarse con nosotros si estuviera enloqueciendo. ¿Verdad, Rand?
—Vosotros tres, llevad el Cuerno a Verin —indicó Rand. «Egwene. Tantos hilos, tantos en peligro… Tantas obligaciones…»—. No me necesitáis a mí.
Mat acarició la empuñadura de la daga.
—Eso está muy bien, pero ¿qué hay de ti? Diantre, no es posible que ya estés enloqueciendo. ¡No es posible! —Hurin los miraba boquiabierto, sin comprender la mitad de lo que oía.
—Voy a volver a Falme —anunció Rand—. No he debido salir de ella. —Por alguna razón, aquello no sonaba exactamente adecuado a sus oídos, entraba en contradicción con algo en su mente—. Debo regresar, ahora mismo. —Eso sonaba mejor—. Egwene aún está allí, no lo olvidéis. Atada por el cuello con uno de esos collares.
—¿Estás seguro? —preguntó Mat—. Yo no la he visto. ¡Aaaah! Si tú dices que está allí, es que está allí. Llevaremos juntos el Cuerno a Verin y volveremos para rescatarla. No creerás que voy a dejarla allí, ¿no es cierto?
Rand sacudió la cabeza. «Hilos. Deberes. —Sentía como si fuera a estallar como un proyectil de fuegos artificiales—. Luz, ¿qué me ocurre?»
—Mat, Verin ha de llevar el Cuerno y la daga a Tar Valon y tú debes ir con ella para librarte finalmente de esa arma. No tienes tiempo que perder.
—Salvar a Egwene no es perder el tiempo. —La mano de Mat, sin embargo, se había cerrado con tal fuerza en el puño de la daga que temblaba.
—Ninguno de nosotros va a regresar a Falme —señaló Perrin—. No por el momento. Mirad. —Apuntó con la mano en dirección a la ciudad.
Los patios de carruajes y las caballerizas eran un hormigueo de millares de soldados seanchan dispuestos en hileras, con tropas de caballería a lomos de bestias con escamas así como hombres vestidos con armaduras sobre caballos, salpicados con pendones de vivos colores que indicaban la ubicación de los oficiales. Entre las filas había grolms y otras extrañas criaturas que guardaban un remoto parecido con monstruosos pájaros y lagartos y seres descomunales que no acertaba a describir, de grisácea piel arrugada y enormes colmillos. De trecho en trecho marchaban grupos de una veintena de sul’dam y damane. Rand se preguntó si Egwene sería una de ellas. En la ciudad, detrás del ejército, un nuevo rayo cayó sobre un tejado. Dos bestias voladoras, con alas membranosas con una envergadura de quince metros, remontaron el vuelo y se mantuvieron apartadas de las áreas donde danzaban las rutilantes descargas.
—¿Todo eso por nosotros? —exclamó Mat, incrédulo—. ¿Quiénes creen que somos?
A Rand se le ocurrió una respuesta, que desechó antes de que tomara forma en su cerebro.
—Tampoco podemos seguir por el otro lado, lord Rand —advirtió Hurin—. Vienen Capas Blancas, cientos de ellos.
Rand volvió grupas para mirar en dirección adonde apuntaba el husmeador. Una larga hilera blanca avanzaba lentamente hacia ellos entre las colinas.
—Lord Rand —murmuró Hurin—, si esa gente pone el ojo en el Cuerno, jamás conseguiremos llevarlo hasta una Aes Sedai. Ni tampoco podremos acercarnos a ella nosotros.
—Quizá sea ése el motivo de que estén concentrándose los seanchan —aventuró Mat, esperanzado—. A causa de los Capas Blancas. Tal vez no guarde ninguna clase de relación con nosotros.
—Tanto si la guarda como si no —señaló secamente Perrin— aquí va a librarse una batalla dentro de pocos minutos.
—Tanto unos como otros podrían matarnos —observó Hurin— aun cuando no vean el Cuerno. Y si lo ven…
Rand no acertaba a centrar el pensamiento en los Capas Blancas ni en los seanchan. «He de regresar. Debo hacerlo.» Cayó en la cuenta de que estaba contemplando el Cuerno de Valere. Los demás también lo observaban. El curvado Cuerno de oro colgado en la perilla de la silla de Mat era el blanco de todas las miradas.
—Ha de ser en la Última Batalla —reflexionó Mat, humedeciéndose los labios—. No hay ninguna referencia a que no pueda utilizarse antes. —Descolgó el Cuerno y los miró ansiosamente—. No hay nada que lo prohíba.
Nadie expresó comentario alguno. Rand se sentía incapaz de hablar; sus pensamientos eran demasiado urgentes para dar cabida al habla. «He de volver. He de volver a Falme.» Cuanto más miraba el Cuerno, más conminatorias eran sus reflexiones. «He de hacerlo. He de hacerlo.»
La mano de Mat temblaba al acercarse el Cuerno de Valere a los labios.
Sonó una clara nota, dorada como el Cuerno. Los árboles que los rodeaban parecieron conferirle resonancia, al igual que la tierra que hollaban y el cielo bajo el que se encontraban. Aquel prolongado sonido lo envolvía todo.
Comenzó a formarse una niebla, primero con finas volutas que flotaban en el aire, después lenguas que fueron incrementando su grosor, hasta oscurecer la tierra cual nubarrones de tormenta.
Geofram Bornhald se irguió sobre la silla cuando un sonido llenó el aire, una nota tan dulce que sentía deseos de reír, tan triste que le venían ganas de llorar. Pareció provenir de todas direcciones a un tiempo. Mientras miraba, una neblina empezó a tomar cuerpo.
«Los seanchan. Están tratando de valerse de una artimaña. Saben que estamos aquí.»
Con un gesto prematuro, pues la ciudad se encontraba aún lejos, desenvainó la espada —un eco de hojas desenfundadas recorrió la mitad de su legión— y gritó:
—Que la legión avance al trote.
Aun cuando la niebla lo cubriera todo ahora, sabía que Falme seguía allí, más adelante. Los caballos aligeraron el paso; no podía verlos, pero los oía.
De improviso el suelo se abrió ante ellos con un estruendoso revuelo de tierra y guijarros. Procedente de la blanca pantalla cegadora de su derecha oyó una nueva detonación, seguida de los relinchos y gritos de sus hombres y luego sonó otra más. Y otra. Truenos y gritos, ocultos tras la niebla.
—¡A la carga!
Su caballo saltó de estampida al clavarle las espuelas y a sus espaldas sonó un fragor cuando los componentes todavía ilesos de la legión lo secundaron arreciando el paso.
Truenos y gritos, envueltos en opacidad blanca.
Sus últimos pensamientos fueron un lamento por que Byar no pudiera explicar a su hijo Dain de qué modo había muerto.
Rand ya no distinguía los árboles que los rodeaban. Aun cuando Mat hubiera bajado la mano con que sostenía el Cuerno, con los ojos muy abiertos por el asombro, su toque aún resonaba en los oídos de Rand. La niebla lo tapaba todo en ondulantes olas tan blancas como la más fina lana blanqueada y, no obstante, Rand podía ver. Podía ver, pero lo que percibía era una locura. Falme flotaba en algún punto allá abajo, con sus límites terrestres abarrotados de filas de seanchan, mientras los rayos hendían sus calles. Falme estaba suspendida sobre su cabeza. Acá los Capas Blancas pasaban a la carga y perecían a un tiempo que la tierra abría pozos de fuego bajo los cascos de sus caballos. Acullá los hombres corrían por las cubiertas de altos barcos cuadrados amarrados en el puerto, y en una embarcación, una embarcación que le resultaba conocida, unos marineros temerosos aguardaban. Incluso pudo reconocer el rostro del capitán Bayle Domon. Se llevó las manos a la cabeza. Los árboles estaban ocultos, pero aún veía claramente a sus compañeros. Hurin ansioso; Mat murmurando amedrentado; Perrin con cara de constatar algo previsto. La niebla subía en espiral en torno a ellos.
—¡Lord Rand! —exclamó Hurin.
No fue preciso que señalara con la mano.
Descendiendo por la ondulante neblina, como si ésta fuera la ladera de una montaña, se aproximaban unas formas a caballo, al principio apenas perceptibles entre la densa bruma. Cuando se hallaron cerca, Rand se sumió en la perplejidad. Los conocía. Hombres, no todos revestidos de armaduras, y mujeres. Sus atuendos y armas provenían de todas las eras, pero él los conocía a todos.
Rogosh Ojo de Águila, un hombre de aspecto paternal con el pelo blanco y mirada tan intensa que su nombre apenas si rendía idea de ella. Gaidal Cain, un individuo de tez morena en cuyos anchos hombros asomaban las empuñaduras de sus dos espadas. Birgitte, la de cabellos dorados, con su resplandeciente arco de plata y el carcaj rebosante de argentinas flechas. Había más. Conocía sus rostros, conocía sus nombres. Al mirar cada una de las caras, no obstante, oyó cientos de nombres, algunos tan diferentes que no los reconocía como tales, pese a saber que lo eran. Michael en lugar de Mikel. Patrick en vez de Paedrig. Oscar por Otarin.
También conocía