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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 136
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tomaban por una sul’dam—. Me extraña que no te hayas escapado todavía. Sola aquí, aunque no pudieras acertar a quitarte eso, habrías podido cogerlo con las manos y echar a correr.

Mientras Min y Elayne la ayudaban con premura a ponerse el viejo vestido de Nynaeve, Egwene explicó lo que ocurría al mover el brazalete del sitio donde lo había dejado una sul’dam, y el mareo que sentía al encauzar cuando la pulsera no estaba en la muñeca de una sul’dam. Aquella misma mañana había descubierto la manera de abrir el collar sin el Poder… y había comprobado que al tocarlo con la intención de abrirlo la mano se le agarrotaba y quedaba inservible. Podía tocarlo tanto como quisiera mientras no pensara en abrir el cierre; el más mínimo indicio de ello, sin embargo, y…

Nynaeve sentía náuseas. El brazalete que le rodeaba la muñeca la ponía enferma. Era demasiado horrible. Quería sacárselo antes de acumular más datos sobre los a’dam, antes de enterarse de algo que la hiciera sentirse mancillada para siempre por el hecho de haberlo llevado.

Desabrochando el cierre de plata, lo abrió, lo cerró y luego lo colgó en uno de los ganchos.

—No creas que eso significa que puedes gritar para pedir ayuda. —Blandió el puño bajo la nariz de Seta—. Todavía puedo hacer que lamentes el día en que naciste si abres la boca, y no necesito esa condenada… cosa.

—No…, no pretenderéis dejarme aquí con él —se inquietó Seta, susurrando—. No podéis. Atadme. Amordazadme para que no pueda dar la alarma. ¡Por favor!

Egwene exhaló una carcajada carente de humor.

—Dejádselo puesto. No gritará aunque no esté amordazada. Será mejor que confíes en que quienquiera que te encuentre te quite el a’dam y guarde tu pequeño secreto, Seta. Tu sucio secreto, ¿no es cierto?

—¿De qué estás hablando? —inquirió Elayne.

—He tenido tiempo de reflexionar mucho sobre ello —explicó Egwene—. Pensar era lo único que podía hacer cuando me dejaban sola aquí arriba. Las sul’dam arguyen que desarrollan una afinidad al cabo de unos años. La mayoría de ellas son capaces de saber cuándo una mujer está encauzando tanto si están unidas a ella con la correa como si no. No estaba segura, pero Seta me lo ha demostrado.

—¿Demostrado qué? —preguntó Elayne, y entonces abrió los ojos al comprender de improviso, pero Egwene continuó exponiendo su teoría.

—Nynaeve, el a’dam sólo funciona con mujeres capaces de encauzar. ¿No lo ves? Las sul’dam pueden encauzar al igual que las damane. —Seta gruñó entre dientes, sacudiendo la cabeza en violenta negación—. Una sul’dam se dejaría matar antes que admitir que puede encauzar, incluso si lo supiera, y jamás perfeccionan su habilidad, de manera que no le dan ninguna aplicación, pero tienen la capacidad de encauzar.

—Como he dicho antes —apuntó Min—, ese collar no tenía que funcionar con ella. —Estaba acabando de abrochar los últimos botones del vestido de Egwene—. Cualquier mujer que no fuera capaz de encauzar te daría una paliza mientras tratabas de controlarla con él.

—¿Cómo es posible? —se asombró Nynaeve—. Creía que los seanchan ponían correas a todas las mujeres que pueden encauzar.

—A todas las que encuentran —confirmó Egwene—. Pero ésas son como tú, yo o Elayne, que nacimos con esa capacidad, preparadas para encauzar tanto si alguien nos adiestraba como si no. Pero ¿qué sucede con las muchachas seanchan sin la habilidad innata, pero capaces de incorporarla recibiendo una enseñanza? No todas las mujeres pueden convertirse en…, en Asidoras de Correa. Renna creía darme una muestra de amistad al contarme todo eso. Por lo visto es una jornada festiva en los pueblos seanchan el día en que las sul’dam acuden para probar a las muchachas. Su principal objetivo es encontrar a las que son como tú o yo y atarlas, pero dejan que el resto se ponga un brazalete para ver si sienten lo que experimenta la pobre mujer que lleva el collar. A las que lo sienten se las llevan para entrenarlas como sul’dam. Ellas son las mujeres capaces de aprender mediante adiestramiento.

—No. No. No —murmuraba para sus adentros Seta una y otra vez.

—Sé que es detestable —dijo Elayne—, pero siento que debería socorrerla de alguna manera. Podría ser una de nuestras hermanas, si los seanchan no lo hubieran tergiversado todo.

Cuando Nynaeve se disponía a aconsejar la conveniencia de preocuparse por ellas mismas se abrió la puerta.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Renna, entrando en la habitación—. ¿Hay una audiencia? —Miró a Nynaeve con los brazos en jarras—. No he dado permiso a nadie para que atara a mi Tuli. Ni siquiera sé quién…

Posó la mirada en Egwene…, y vio que llevaba el vestido de Nynaeve en lugar del gris propio de las damane y que ya no tenía el collar en torno al cuello. Sus ojos se abrieron como platos, pero no tuvo oportunidad de chillar.

Con la velocidad de un rayo, Egwene agarró la jofaina del palanganero y la estrelló contra el diafragma de Renna. El recipiente se hizo añicos y la sul’dam se quedó sin resuello, con el cuerpo doblado. Egwene saltó entonces sobre ella con un desdeñoso rictus en los labios y, asiendo el collar que ella había llevado y que aún se encontraba en el suelo, lo cerró bruscamente alrededor de la garganta de la otra mujer. Dando un tirón a la correa de plata, Egwene descolgó el brazalete y se lo puso en la muñeca. Sus labios separados mostraban los dientes, pero sus ojos se centraban en el rostro de Renna con una terrible concentración. Arrodillándose sobre los hombros de la sul’dam, le apretó la boca con ambas manos. Renna, con los ojos desencajados, tuvo una tremenda convulsión; de su garganta llegaban unos sonidos roncos, gritos reprimidos por las manos de Egwene; sus talones aporreaban el suelo.

—¡Basta, Egwene! —Nynaeve la tomó por los hombros, apartándola de la mujer—. ¡Egwene, para! ¡Eso no es lo que tú deseas!

Renna yacía con la tez blanca, jadeante, contemplando el techo con la mirada perdida.

De improviso Egwene se arrojó en brazos de Nynaeve y comenzó a sollozar entrecortadamente sobre su pecho.

—Me hirió, Nynaeve. Me hirió. Todas lo hicieron. Me hirieron una y otra vez hasta conseguir lo que querían de mí. Las odio. Las odio por hacerme daño y porque no podía impedir que me obligaran a cumplir sus deseos.

—Lo sé —la apaciguó Nynaeve, alisándole el cabello—. No hay nada malo en odiarlas, Egwene. Lo tienen merecido. Pero no está bien que permitas que te conviertan en una de ellas.

Seta tenía las manos pegadas al rostro. Renna tocaba el collar con mano trémula y expresión de incredulidad.

Egwene se enderezó, enjugándose las lágrimas con gesto rápido.

—No lo soy. No soy como ellas. —Se arrancó la pulsera de la muñeca y la tiró al suelo—. No lo soy. Pero me gustaría poder matarlas.

—Se lo merecen. —Min observaba ferozmente a las dos sul’dam.

—Rand daría muerte a quien hiciera algo semejante —afirmó Elayne, quien parecía haberse endurecido—. Estoy convencida de que lo haría.

—Tal vez ellas lo merecen —señaló Nynaeve— y tal vez él reaccionaría así. Los hombres, sin embargo, suelen confundir la venganza y el asesinato con la justicia. No suelen tener arrestos para hacer justicia.

A menudo había actuado como juez con el Círculo de Mujeres. Los hombres comparecían en ocasiones ante ellas, con la esperanza de que las mujeres serían más clementes que los varones del Consejo del Pueblo, pero siempre creían poder persuadirlas con elocuencia o invocando la piedad. El Círculo de Mujeres se compadecía de quien lo merecía, pero siempre se atenía a lo justo, y era la Zahorí quien pronunciaba la sentencia. Recogió el brazalete que había abandonado Egwene y lo cerró.

—Liberaría a todas las mujeres que tienen cautivas aquí, si pudiera —continuó Nynaeve—, y destruiría a todas y cada una de éstas. Pero dado que ello no está en mis manos… —Deslizó la pulsera por el mismo gancho del que pendía la otra y después dirigió la palabra a las sul’dam. «Ya no son Asidoras de la Correa», se dijo—. Tal vez, si no hacéis ningún ruido, permaneceréis solas aquí durante el tiempo suficiente para lograr quitaros los collares. La Rueda gira según sus propios designios y puede que para entonces vuestras buenas obras equilibren el daño causado al prójimo, lo bastante como para que os permitan libraros de ellos. De lo contrario, acabarán encontrándoos. Y me parece que quienquiera que os descubra formulará un buen número de preguntas antes de quitaros esos collares. Creo que quizás os enteréis por propia experiencia de la miserable vida que habéis obligado a llevar a otras mujeres. Eso es justicia —añadió, dirigiéndose a las demás.

Renna tenía la mirada paralizada por el terror, y los hombros de Seta se agitaban con los sollozos. «Eso es justicia —repitió Nynaeve para sí—. Lo es.» Sin apiadarse de ellas, abandonó la habitación acompañada de sus amigas.

Nadie les prestó más atención al salir que al entrar, lo cual atribuyó Nynaeve al vestido de sul’dam, pese a lo cual estaba impaciente por cambiarse y ponerse cualquier otro atavío. Hasta con las ropas más harapientas se sentiría más limpia que con aquello.

Las muchachas caminaron en silencio tras ella hasta hallarse de nuevo en la calle. Ignoraba si ello se debía a lo que ella había hecho o al temor de que alguien pudiera detenerlas. «¿Se habrían sentido mejor si les hubiera permitido ensañarse con las mujeres hasta el punto de cortarles la garganta?» cavilaba, frunciendo el entrecejo.

—Caballos —dijo Egwene—. Necesitaremos caballos. Sé a qué establo se llevaron a Bela, pero no creo que podamos llegar hasta ella.

—Debemos dejar a Bela aquí —la disuadió Nynaeve—. Nos iremos en barco.

—¿Dónde está la gente? —preguntó Min. Nynaeve cayó de improviso en la cuenta de que la calle estaba desierta.

Las multitudes se habían esfumado como por ensalmo; todas las tiendas y ventanas tenían los postigos cerrados. En dirección a ellas, procedentes del puerto, marchaba una cuadrilla de soldados seanchan, un centenar como mínimo distribuidos en filas, encabezados por un oficial con armadura pintada. Todavía los separaba un buen trecho de ellas, pero marchaban con paso inflexible e implacable, y a Nynaeve se le antojaba que todos fijaban la mirada en ella. «Eso es ridículo. No puedo verles los ojos con esos yelmos que llevan y, si alguien hubiera dado la alarma, estarían persiguiéndonos.» Detuvo la marcha a pesar de todo.

—Hay más a nuestras espaldas —murmuró Min. Nynaeve ya oía sus botas ahora—. No sé cuáles nos alcanzarán primero.

Nynaeve hizo acopio de aire.

—No tienen nada que ver con nosotras. —Tendió la vista más allá de los soldados, hacia el puerto, repleto de altos y cuadrados barcos seanchan. No distinguía el Spray; rogó por que aún estuviera allí, dispuesto a levar anclas—. Nos cruzaremos tranquilamente con ellos. —«Luz, espero que no sea imposible.»

—¿Que pasará si quieren que te sumes a ellos, Nynaeve? —preguntó Elayne—. Tú llevas un vestido de los suyos. Si comienzan a hacer preguntas…

—No voy a volver allí —advirtió lúgubremente Egwene—. Antes prefiero morir. Voy a demostraros lo que me han enseñado. —Nynaeve creyó advertir una aureola que se formó de improviso en torno a ella.

—¡No! —gritó, pero ya era demasiado tarde.

Con fragor comparable al de un trueno, la calle se levantó bajo las primeras hileras de seanchan, escupiendo adoquines y hombres con armadura como el surtidor de una fuente. Todavía rodeada del halo, Egwene se volvió hacia la parte superior de la calle y el estruendoso bramido se repitió. La tierra cayó en forma de lluvia sobre ellas. Gritando, los soldados seanchan se dispersaron en

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