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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 135
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loco, pero ellos ya lo estaban.»

Estaba poniéndose en pie con miembros temblorosos cuando Ingtar y los otros regresaron corriendo. Todos tenían rasguños y cortes; la piel de la chaqueta de Ingtar estaba manchada en más de un lugar. Mat aún llevaba el Cuerno y la daga, la hoja de la cual aparecía más oscura que el rubí de la empuñadura. El hacha de Perrin también estaba roja y él tenía aspecto de querer marearse de un momento a otro.

—¿Has dado cuenta de ellos? —preguntó Ingtar, mirando los cadáveres—. Entonces ya hemos acabado, si nadie ha dado la alarma. Esos insensatos no reclamaron ayuda en ninguna ocasión.

—Voy a ver si los guardias han oído algo —anunció Hurin antes de precipitarse en dirección a la ventana.

—Rand, esta gente está loca —aseveró Mat, sacudiendo la cabeza—. Ya sé que lo he dicho antes, pero es que de veras lo están. Esos criados… —Rand contuvo el aliento, preguntándose si todos se habían suicidado—. En cuanto nos veían luchar, se ponían de rodillas, con la cara pegada al suelo y se rodeaban la cabeza con las manos. Ni se han movido ni han gritado; en ningún momento han intentado ayudar a los soldados ni ir a alertar a los otros. Todavía están allí, por lo que yo sé.

—Yo no confiaría en que se queden de rodillas —advirtió secamente Ingtar—. Vamos a irnos ahora, corriendo a la mayor velocidad posible.

—Idos vosotros —dijo Rand—. Egwene…

—¡Necio! —espetó Ingtar—. Tenemos lo que hemos venido a buscar aquí. El Cuerno de Valere. La esperanza de salvación. ¿Qué importancia tiene una muchacha, incluso si la amas, al lado del Cuerno, y para qué sirve?

—¡Que el Oscuro se quede con el Cuerno por lo que a mí respecta! ¿Qué me importa encontrar el Cuerno si abandono a Egwene a su suerte? Si hiciera eso, el Cuerno no podría salvarme. El Creador no podría salvarme. Me condenaría yo mismo.

Ingtar lo observó con expresión inescrutable.

—Lo dices sinceramente, ¿verdad?

—Algo pasa allá afuera —anunció con urgencia Hurin—. Acaba de llegar un hombre corriendo y todos están rebullendo como peces en un cubo. ¡El oficial está entrando!

—¡Salid! —indicó Ingtar. Intentó coger el Cuerno, pero Mat ya estaba corriendo. Rand titubeó, pero Ingtar lo agarró del brazo y tiró de él hacia el corredor. Los otros se apresuraron a seguir a Mat; Perrin únicamente dedicó una pesarosa mirada a Rand antes de irse—. ¡No puedes salvar a la chica quedándote aquí para que te maten!

Corrió con ellos. Una parte de sí mismo se detestaba por correr, pero otra susurraba: «Volveré. La liberaré de algún modo».

Llegados al fondo de las estrechas escaleras de caracol, oyó una profunda voz de hombre alzada en la parte delantera de la casa, exigiendo airadamente que alguien diera la cara y hablase. Una criada ataviada con túnica casi transparente estaba arrodillada en el rellano inferior, y en igual postura permanecía junto a la puerta de la cocina una mujer de pelo cano vestida con lana blanca y un largo delantal manchado de harina. Estaban en la posición exacta que Mat había descrito, con las caras pegadas al suelo y los brazos doblados en torno a la cabeza, y no se movieron en lo más mínimo mientras Rand y sus compañeros pasaban presurosamente a su lado. Descubrió con alivio que su pecho se movía acompasadamente para respirar.

Cruzaron el jardín en desenfrenada carrera y saltaron la pared. Ingtar profirió una maldición cuando Mat arrojó el Cuerno de Valere ante él y trató de recogerlo al hallarse al otro lado, pero Mat se apresuró a agarrarlo.

—Ni siquiera tiene un arañazo —murmuró. Dicho lo cual se precipitó por el callejón.

De la casa que acababan de abandonar llegaban nuevos gritos; una mujer lloraba y alguien comenzó a hacer sonar un gong.

«Volveré en su busca. De alguna manera.» Rand se apresuró tras los otros a la mayor velocidad de que fue capaz.

CAPÍTULO 46

El rescate de la Sombra

Nynaeve y sus amigas oyeron gritos distantes mientras se aproximaban a los edificios que albergaban a las damane. Los transeúntes, ya más numerosos en la calle, daban muestras de nerviosismo, imprimiendo una rapidez más marcada a su paso y mirando con un recelo aún más acusado a Nynaeve, ataviada con su vestido con paños de relámpagos, y a la mujer que sujetaba por medio de una correa de plata.

Moviendo con nerviosismo el bulto que acarreaba, Elayne miró en dirección al lugar de donde provenían los gritos, una calle más allá, donde el halcón dorado que agarraba un haz de rayos ondeaba al compás del viento.

—¿Qué sucede?

—Nada que tenga que ver con nosotras —aseguró con firmeza Nynaeve.

—Eso es lo que tú esperas —observó Min—. Y yo también. —Aligeró la marcha y, adelantándose a las otras, subió los escalones y desapareció en el interior de la alta casa de piedra.

Nynaeve acortó la distancia de la correa.

—Recuerda, Seta, tú tienes tanto interés como nosotras en que esto termine bien.

—Lo sé —reconoció fervientemente la mujer seanchan, que mantenía la barbilla clavada en el pecho para ocultar el rostro—. No os ocasionaré problemas, lo juro.

Cuando se volvían hacia los escalones de piedra gris, en el umbral aparecieron una sul’dam y una damane, con las cuales se cruzaron al subir. Tras lanzar una ojeada para cerciorarse de que la mujer encollarada no era Egwene, Nynaeve no volvió a mirarlas. Por medio del a’dam mantuvo a Seta a su lado, de modo que, si la damane detectaba la capacidad de encauzar en una de ellas, la atribuyera a Seta. No obstante, sintió cómo el sudor le corría por la espalda, hasta que cayó en la cuenta de que ellas no le prestaban más atención de la que ella les dedicaba. Todo cuanto vieron fue un vestido con paños de relámpagos y un vestido gris, cuyas portadoras estaban unidas por la correa plateada de un a’dam. Simplemente otra Asidora de la Correa con una Atada con Correa, y una muchacha nativa que acarreaba tras ellas un fardo perteneciente a la sul’dam.

Nynaeve empujó la puerta y entraron.

Fuera cual fuese la naturaleza del alboroto acaecido bajo el estandarte de Turak, éste todavía no había hallado eco aquí. Sólo había mujeres circulando por la entrada, fácilmente identificables por su atuendo. Tres damane vestidas de gris con sul’dam que llevaban los brazaletes. Dos mujeres con vestidos adornados con relámpagos bifurcados charlaban de pie y tres cruzaban el zaguán. Cuatro uniformadas como Min, con sencillas prendas de lana oscura, pasaban presurosas con bandejas en la mano.

Min, que las esperaba al fondo cuando entraron, les dedicó una breve mirada y luego se encaminó al interior de la casa. Nynaeve guió a Seta en pos de Min, con Elayne a la zaga. Nynaeve tenía la impresión de que nadie había reparado en ellas, pese a lo cual temía que el hilillo de sudor que recorría su espalda fuera a convertirse pronto en un auténtico río. Conducía a Seta con paso rápido para que nadie tuviera ocasión de observarlas… ni, lo cual era aún más peligroso, de hacer preguntas. Con la mirada fija en los pies, Seta no necesitaba que nadie la urgiera, hasta el punto de que Nynaeve pensó que hubiera echado a correr a no ser por el impedimento de la correa.

Cerca de la parte posterior del edificio, Min tomó unas estrechas escaleras que ascendían en espiral. Nynaeve empujó a Seta para que subiera delante de ella. En el cuarto piso los techos eran bajos y en los pasillos, desiertos y silenciosos, sólo se escuchaban quedos indicios de llanto, el cual parecía compenetrarse con la inhóspita atmósfera que se intuía allí.

—Este lugar… —comenzó a decir Elayne, antes de sacudir la cabeza—. Da la sensación…

—Sí —acordó con tristeza Nynaeve.

Después asestó una dura mirada a Seta, que se mantuvo cabizbaja. El miedo infundía a la tez de la mujer seanchan una palidez más intensa de lo habitual.

Sin pronunciar palabra alguna, Min abrió una puerta cuyo umbral traspuso seguida de ellas. La estancia en la que desembocaba había sido dividida en habitaciones más reducidas por medio de toscos tabiques de madera, con un angosto pasadizo con una ventana al fondo. Nynaeve se mantuvo pegada a Min mientras ésta se dirigía apresuradamente a la última puerta de la derecha y la empujaba.

Una esbelta muchacha de pelo oscuro vestida de gris permanecía sentada junto a una pequeña mesa en la que apoyaba la cabeza sobre los brazos, pero, incluso antes de que alzara la vista, Nynaeve supo que era Egwene. Una cinta de reluciente metal unía el collar de plata que le rodeaba el cuello con la pulsera colgada de un gancho de la pared. Abrió mucho los ojos al verlas, moviendo la boca en silencio. Cuando Elayne cerró la puerta, Egwene soltó una súbita risa que reprimió prontamente tapándose la boca con la mano. La diminuta habitación se hallaba completamente abarrotada con todas ellas.

—Sé que no estoy soñando —dijo con voz temblorosa— porque, si esto fuera un sueño, seríais Rand y Galad montados en imponentes corceles. He estado soñando. Creía que Rand estaba aquí. No he podido verlo, pero me ha parecido…

—Si prefieres esperarlos a ellos… —observó con ironía Min.

—Oh, no. No, sois todas hermosas, la cosa más hermosa que he visto jamás. ¿De dónde salís? ¿Cómo lo habéis logrado? Ese vestido, Nynaeve, y el a’dam y quién es… —Exhaló un súbito chillido—. Ésa es Seta. ¿Cómo…? —Su voz se endureció tanto que Nynaeve apenas la reconoció—. Me gustaría ponerla a ella en una olla de agua hirviendo. —Seta había cerrado los ojos y apretaba con fuerza las manos en las faldas; estaba temblando.

—¿Qué te han hecho? —exclamó Elayne—. ¿Qué han podido hacerte para que sientas deseos de algo semejante?

—Me gustaría que ella lo experimentase —explicó Egwene sin apartar la vista de la mujer seanchan—. Eso es lo que ella me hizo: me hizo sentir como si estuviera sumergida hasta el cuello en… —Se estremeció—. No sabes lo que es llevar una cosa de ésas, Elayne. No sabes lo que pueden hacerte. No he acabado de decidir si Seta es peor que Renna, pero ambas son odiosas.

—Creo que yo sí lo sé —señaló pausadamente Nynaeve.

Ella sentía el sudor que empapaba la piel de Seta, los escalofríos que la agitaban. La seanchan de cabello rubio estaba aterrorizada. Reprimió su impulso de hacer realidad los temores de Seta.

—¿Podéis quitarme esto? —preguntó Egwene, tocando el collar—. Debéis ser capaces de hacerlo si habéis colocado ése en…

Nynaeve encauzó una insignificante cantidad de Poder. El collar que rodeaba la garganta de Egwene bastaba para despertar su furia y, por si ello no bastara, el miedo de Seta, la conciencia de ésta de merecer tal tratamiento y su propio deseo de causarle daño, hubieran sido un acicate para lograr el contacto con la Fuente Verdadera. El collar se abrió de golpe y cayó de la garganta de Egwene. Ésta se tocó el cuello con expresión de incredulidad.

—Ponte mi vestido y mi chaqueta —indicó Nynaeve. Elayne ya estaba deshaciendo el hatillo encima de la cama—. Saldremos caminando de aquí y nadie reparará en ti. —Consideró la conveniencia de conservar el contacto con el Saidar, que con la furia que sentía le producía una maravillosa sensación, pero, aunque de mala gana, se desprendió de él. Ése era el único lugar de Falme donde no había peligro de que una sul’dam y una damane decidieran investigar la autoría de un encauzamiento detectado, pero lo harían si una damane viera rodeada de la aureola que emanaba del Poder a una mujer que

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