Rand dudó si sería capaz de asir algo. Los dos hombres que permanecían obsequiosamente tras él sólo llevaban afeitada la mitad de su oscuro cabello, el resto del cual pendía trenzado sobre la mejilla derecha. Uno de ellos llevaba una espada envainada en los brazos.
Apenas dispuso de un momento para mirar, pues entonces los biombos cayeron, dejando a la vista, a ambos lados de la estancia, un umbral donde se agolpaban cuatro o cinco soldados seanchan, con la cabeza descubierta pero vestidos con armaduras y empuñando espadas.
—Os halláis en presencia del Augusto Señor Turak —comenzó a anunciar el hombre que llevaba la espada, mirando con enfado a Rand y sus compañeros, pero un breve gesto de un dedo con una uña lacada de azul lo atajó. El otro criado avanzó con una reverencia y se dispuso a desabrochar la túnica de Turak.
—Cuando han encontrado muerto a uno de mis guardias —dijo con calma el individuo de cabeza rapada— he sospechado del hombre que se hace llamar Fain. He desconfiado de él desde que Huon murió de forma tan misteriosa, y además siempre ha querido la daga. —Extendió los brazos para que el criado le sacara la túnica. A pesar de su suave voz casi cantarina, unos potentes músculos revestían sus brazos y pecho, el cual estaba desnudo hasta un fajín azul que sujetaba unos pantalones blancos que parecían componerse de multitud de pliegues. Su voz denunciaba la falta de interés y la indiferencia que le producían las espadas que empuñaban—. Y ahora me encuentro con unos desconocidos que no sólo pretenden llevarse la daga, sino también el Cuerno. Será un placer para mí acabar con uno o dos de vosotros por haber enturbiado la placidez de esta mañana. Los que sobrevivan me dirán quiénes sois y por qué habéis venido. —Alargó una mano sin mirar, en la que el criado le puso el puño de la espada envainada, y desenfundó una pesada hoja curvada—. No querría que el Cuerno sufriera ningún daño.
Aun cuando Turak no hiciera ninguna otra señal, uno de los soldados entró en la habitación y tendió la mano hacia el Cuerno. Rand no sabía si reír o no. El hombre llevaba armadura, pero la arrogancia de su rostro demostraba igual desprecio hacia sus armas que el propio Turak.
Mat puso fin a la pantomima. Cuando el seanchan alargó la mano, Mat la acuchilló con la daga. Profiriendo una maldición, el soldado se echó atrás, sorprendido, y luego emitió un grito que recorrió la habitación donde todos permanecían paralizados a causa del estupor. La temblorosa mano que levantó hacia su rostro estaba tornándose oscura, con una negrura que ganaba terreno a partir del sangriento corte que le cruzaba la palma. Con la boca desencajada, soltó un alarido, clavándose las uñas en el brazo y luego en el hombro. Presa de espasmos, se desplomó sobre la alfombra de seda, chillando al tiempo que su cara se teñía de negro y sus oscuros ojos sobresalían de sus cuencas como ciruelas maduras en exceso, hasta que una oscura e hinchada lengua lo amordazó. Se movió resollando entrecortadamente, golpeando el suelo con los tobillos y después quedó inmóvil. Cada centímetro de su piel visible estaba negro como la brea putrefacta y parecía dispuesto a reventarse con el menor contacto.
Mat se humedeció los labios y tragó saliva; su mano aferraba inciertamente la daga. Incluso Turak miraba fijamente, boquiabierto.
—Como veis —advirtió Ingtar en voz baja—, no somos presa fácil. —De improviso saltó por encima del cadáver y se abalanzó contra los soldados, que aún observaban con ojos desorbitados los despojos del hombre que había permanecido junto a ellos tan sólo momentos antes—. ¡Shinowa! —gritó—. ¡Seguidme!
Hurin se precipitó tras él y los soldados retrocedieron ante ellos entre el sonido del entrechocar del acero.
Los seanchan situados al otro extremo de la estancia, que habían comenzado a avanzar al moverse Ingtar, se echaron atrás también, más amedrentados por la daga esgrimida por Mat que por el hacha que Perrin hacía girar en silencio.
En un abrir y cerrar de ojos, Rand se encontró solo frente a Turak, que mantenía la hoja perpendicular a su cuerpo. El momento de aturdimiento había pasado. Sus ojos miraban con dureza la cara de Rand; el negro e hinchado cadáver de uno de sus soldados podría muy bien no haber existido. Éste tampoco parecía existir para los dos criados, no más que Rand y su espada o que el fragor de la lucha, que se alejaba ahora de los aposentos hacia ambos lados de la casa. Los criados habían empezado a doblar parsimoniosamente la túnica de Turak tan pronto como el Augusto Señor había empuñado la espada y no habían levantado la mirada ni con ocasión de los alaridos del soldado muerto; ahora estaban arrodillados junto a la puerta y observaban con miradas impasibles.
—Presentía que acabaríamos peleando tú y yo. —Turak hacía girar la hoja con desenvoltura, trazando un círculo completo en un sentido y luego en el opuesto, moviendo con delicadeza sobre la empuñadura sus dedos de largas uñas, que no parecían suponerle traba alguna—. Eres joven. Veamos los requisitos que se exigen para ganar la garza a este lado del océano.
De improviso Rand vio la garza grabada en la hoja de Turak. Con la escasa experiencia con que contaba, se hallaba frente a un verdadero maestro espadachín. Arrojó rápidamente la capa de piel de cordero a un lado, deshaciéndose del peso y el obstáculo que representaba. Turak aguardaba.
Rand sentía apremiantes deseos de invocar el vacío. Era evidente que necesitaría toda la habilidad de que pudiera hacer acopio, e incluso entonces las posibilidades de salir con vida de esa habitación serían escasas. Debía salir con vida. Egwene se hallaba casi tan cerca como para oír su voz y tenía que liberarla de algún modo. Pero el Saidin esperaba en el vacío. Ante aquella noción el corazón le dio un vuelco de ansiedad y el estómago se le encogió. Sin embargo, a igual distancia que Egwene se encontraban todas esas otras mujeres: las damane. Si entraba en contacto con el Saidin y no podía evitar encauzar el Poder, ellas lo detectarían, según había afirmado Verin. Lo detectarían y se alertarían. Tantas, tan cerca… Tal vez sobreviviera al combate con Turak únicamente para perecer ante las damane, y no podía morir antes de haber liberado a Egwene. Rand levantó la espada.
Turak se deslizó hacia él con pies silenciosos. Las hojas chocaron entre sí como el martillo que golpeara un yunque.
Rand comprendió desde un principio que su contrincante estaba probándolo, presionándolo sólo lo bastante para ver de qué era capaz para después ir incrementando paulatinamente la presión. La agilidad de sus muñecas y sus pies lo mantenían con vida tanto como su pericia. Sin el vacío, era Turak quien llevaba el peso de la iniciativa. La punta de la pesada espada del seanchan le dejó un rasguño justo debajo del ojo izquierdo. Un trozo de tela de la manga de la chaqueta quedó colgando de su hombro, con el color negro oscurecido por la sangre. Tras una precisa estocada, tan certera como el corte de un sastre, recibida en la cara interior del brazo izquierdo, sentía la tibia humedad que se extendía hacia sus costillas.
El semblante del Augusto Señor Turak expresaba decepción. Dio un paso atrás con un gesto de disgusto.
—¿Dónde encontraste esa arma, muchacho? ¿O realmente recompensan aquí con la garza a hombres tan inexpertos como tú? Busca la paz de tu alma. Ha llegado el momento de morir. —Volvió a la carga.
El vacío envolvió a Rand. El Saidin fluyó hacia él, resplandeciendo con la promesa del Poder Único, al que no abrió las puertas. Ello era tarea más ardua que hacer caso omiso de un espino que se moviera dentro de sus propias carnes. Se negó a colmarse de Poder, rehusó formar una unidad con la mitad masculina de la Fuente Verdadera. Se había fundido con la espada que empuñaban sus manos, con el suelo que hollaban sus pies, con las paredes. Con Turak.
Reconoció las posturas que utilizaba el Augusto Señor, apenas diferentes de las que le habían enseñado; a La golondrina alza el vuelo respondió con Partir la seda; a La luna en el agua con La danza del urogallo; a La cinta en el aire con Las rocas cayendo del acantilado. Evolucionaban por la habitación como si ejecutaran una danza cuyo ritmo marcaba el entrechocar del acero.
En los oscuros ojos de Turak, la decepción y la indignación dieron paso al asombro y luego a la concentración. El sudor hizo aparición en la frente del Augusto Señor mientras éste arremetía con mayor apremio. El rayo de tres púas tuvo como contraataque la hoja en la brisa.
Los pensamientos de Rand flotaban fuera del vacío, distanciados de sí, apenas perceptibles. Ello no era suficiente. Se enfrentaba con un maestro espadachín y, a pesar de recurrir al vacío y a toda su pericia, sólo lograba contenerlo. Precariamente. Había de ser él quien pusiera fin al combate antes de que lo hiciera Turak. «¿El Saidin? ¡No! A veces es necesario Envainar la espada en tu propio cuerpo.» Pero eso tampoco serviría de ayuda a Egwene. Había de concluir la pelea ahora mismo, sin tardanza.
Turak abrió los ojos cuando Rand se deslizó adelante. Hasta entonces se había limitado a defenderse; ahora atacaba con todo su arrojo. El jabalí baja corriendo la montaña. Cada movimiento de su espada era un intento para alcanzar a Turak, y todo cuanto éste podía hacer era retirarse y parar; ya había recorrido la habitación, hasta casi llegar a la puerta.
En un instante, mientras Turak aún trataba de hacer frente al Jabalí, Rand adoptó El río socava la orilla. Hincó una rodilla en el suelo, dando una estocada de través. No necesitó oír la exhalación de Turak ni sentir la resistencia de su cuerpo ante el filo para saberlo. Oyó dos golpes y volvió la cabeza, con la certidumbre de lo que iba a ver. Bajó la vista por su hoja, mojada y roja, hasta donde yacía el Augusto Señor, con la mano entumecida que ya no aferraba la espada, sobre la alfombra cuyos pájaros hilados manchaba la sangre. Turak todavía tenía los ojos abiertos, pero éstos ya estaban velados por la muerte.
El vacío tembló. Había peleado con trollocs antes, con engendros de la Sombra. Nunca hasta entonces se había enfrentado a un ser humano con la espada salvo para practicar o fanfarronear. «Acabo de matar a un hombre.» El vacío se estremeció, y el Saidin trató de filtrarse en él.
Se zafó desesperadamente de sus garras y miró sin resuello en derredor. Se sobresaltó al ver a los dos criados todavía arrodillados junto a la puerta. Se había olvidado de ellos y ahora no sabía qué actitud tomar. Ninguno de los dos parecía armado y, sin embargo, no tenían más que gritar…
En ningún momento dirigieron la vista a él o entre sí. En su lugar, contemplaban silenciosamente el cadáver del Augusto Señor. Al verlos sacar dagas de debajo de sus túnicas, Rand apretó con fuerza la espada, pero cada uno de ellos situó la punta del arma frente a su propio pecho.
—De la cuna a la muerte —entonaron al unísono— sirvo a la Sangre.
Y se clavaron las dagas en sus propios corazones. Se plegaron hacia adelante casi pacíficamente y apoyaron las cabezas en el suelo como si dedicaran una profunda reverencia a su señor.
Rand los observó con incredulidad. «Locos —pensó—. Quizá yo me vuelva