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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 133
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en línea recta hasta el puerto. Rand vio barcos anclados allá abajo, altas embarcaciones de forma cuadrada con elevados mástiles achicados por la distancia.

—Ha estado mucho por aquí. —Hurin se frotó la nariz con el dorso de la mano—. La calle hiede de tantas capas como ha dejado. Creo que debió de estar aquí ayer, lord Ingtar. Quizás anoche.

Mat se atenazó de pronto la chaqueta con ambas manos.

—Está ahí adentro —susurró. Se volvió y caminó hacia atrás, mirando con ojos entornados la casa con el estandarte—. La daga está ahí adentro. Ni siquiera lo he notado antes, debido a esos…, esos bichos, pero ahora lo siento claramente.

Perrin le hincó un dedo en las costillas.

—Bueno, para antes de que comiencen a preguntarse por qué los miras con ojos desorbitados como un alelado.

Rand espió por encima del hombro. El oficial estaba mirándolos.

—¿Vamos a continuar caminando sin más? —Mat se había girado con tristeza—. Os digo que está allí adentro.

—Es el Cuerno lo que buscamos —gruñó Ingtar—. Tengo el propósito de encontrar a Fain y obligarlo a confesar dónde está. —No aminoró el paso.

Aunque no dijo nada, la cara de Mat era una viva súplica.

«Yo también he de encontrar a Fain —pensó Rand—. Debo hacerlo.»

—Ingtar —señaló, sin embargo, al ver la expresión de Mat—, si la daga está en esa casa, es probable que Fain se encuentre en ella. No lo imagino dejando la daga o el Cuerno, ninguno de los dos, lejos de donde pueda verlos.

Ingtar se detuvo.

—Podría ser —reconoció al cabo de un momento—, pero desde aquí afuera no hay modo de comprobarlo.

—Podríamos apostarnos aquí para ver si sale —propuso Rand—. Si sale a esta hora de la mañana, es que ha pasado la noche aquí. Y apuesto que el Cuerno se halla en el mismo lugar donde duerme. Si no sale, podemos volver a reunirnos con Verin hacia mediodía e idear un plan antes de que oscurezca.

—No pienso esperar a Verin —afirmó Ingtar—, ni tampoco a que llegue la noche. Ya he aguardado durante demasiado tiempo. Quiero tener el Cuerno en mi poder antes de que el sol vuelva a ponerse.

—Pero no sabemos si ello es posible, Ingtar.

—Yo sé que la daga está allí adentro —insistió Mat.

—Y Hurin dice que Fain estuvo aquí anoche. —Ingtar hizo caso omiso de los intentos de Hurin para comentar tal afirmación—. Es la primera vez que ha precisado un período inferior a uno o dos días. Vamos a recobrar el Cuerno ahora. ¡Ahora mismo!

—¿Cómo? —inquirió Rand.

El oficial ya no les prestaba atención, pero aún había una veintena de soldados delante del edificio. Y un par de grolms. «Esto es una locura. No puede haber grolms aquí.» Sus cavilaciones no tuvieron, no obstante, el efecto de hacer desaparecer a las bestias.

—Parece que hay jardines detrás de todas esas casas —apuntó Ingtar, mirando pensativamente en derredor—. Si uno de esos callejones da al muro de un jardín… En ocasiones los hombres están tan absortos protegiendo la fachada que descuidan la parte posterior. Venid conmigo. —Entró en el estrecho callejón que discurría entre dos de las altas casas. Hurin y Mat trotaron sin dilación tras él.

Rand intercambió una mirada con Perrin —su amigo de pelo rizado se encogió resignadamente de hombros— y ambos lo siguieron también.

El pasaje apenas era más ancho que sus espaldas, pero estaba flanqueado por paredes de jardines hasta cruzarse con otro callejón que era lo bastante amplio para que pudiera transitar por él una carretilla de manos o un carro pequeño. Aunque aquél también estaba pavimentado con adoquines, únicamente daban a él las partes traseras de los edificios, compuestas de desvencijadas ventanas y muros de piedra, y los altos muros posteriores de jardines por los que asomaban ramas casi desnudas de follaje.

Ingtar los condujo por ese callejón hasta que se hallaron justo al otro lado del ondeante estandarte. Quitándose los guanteletes reforzados con acero de la chaqueta, se los calzó, dio un salto para encaramarse al remate del muro y luego se alzó para asomar la cabeza. Les informó de lo que veía con voz baja y monótona.

—Árboles, macizos de flores, paseos. No hay ni un alma… ¡Esperad! Un guardia, un hombre. Ni siquiera lleva el yelmo puesto. Contad hasta cincuenta y después seguidme. —Apoyó una bota en la pared y desapareció antes de que Rand pudiera objetar algo.

—… cincuenta.

Hurin trepó por la pared y saltó al otro lado antes de que Mat hubiera acabado de pronunciar el último número. Perrin lo secundó casi a un tiempo.

Rand consideraba que tal vez Mat, con el semblante tan pálido y fatigado, necesitara ayuda, pero él no dio muestras de ello al escalar el muro. Las piedras superpuestas presentaban un buen número de asideros, y momentos después Rand se encontraba acurrucado en el interior con Mat, Perrin y Hurin.

El jardín se hallaba en las fauces del riguroso otoño, con los macizos ocupados tan sólo por arbustos de hoja perenne y el ramaje de los árboles casi pelado, El viento que ondulaba el estandarte levantaba remolinos de tierra entre los paseos de losas. Por un momento, Rand no avistó a Ingtar. Luego vio al shienariano que, pegado contra la fachada trasera de la casa y espada en mano, les hacía señas para que avanzaran.

Rand corrió encorvado, más preocupado por las ventanas de mirada vacía que daban al jardín que por sus amigos que corrían a su lado. Se apoyó con alivio en la casa junto a Ingtar.

—Está ahí adentro —seguía murmurando para sí Mat—. Lo siento.

—¿Dónde está el guardia? —susurró Rand.

—Muerto —respondió Ingtar—. Estaba demasiado confiado. Ni siquiera ha intentado dar la alarma. He ocultado su cadáver bajo uno de esos arbustos.

Rand lo miró fijamente. «¿El seanchan estaba demasiado confiado?» Lo único que contuvo su impulso de retroceder de inmediato fueron los angustiados murmullos de Mat.

—Ya casi estamos allí. —Ingtar parecía también hablar para sus adentros—. Casi allí. Venid.

Rand desenvainó la espada mientras subían las escaleras traseras. Advirtió cómo Hurin aprestaba su espada corta y la maza y Perrin descolgaba con renuencia el hacha del cinturón.

El vestíbulo era estrecho. Una puerta entornada a su derecha despedía olores propios de una cocina. Había varias personas trajinando en su interior, a juzgar por los inconfundibles sonidos de voces y el ruido de tapaderas de ollas.

Ingtar hizo una señal a Mat para que caminara delante y luego se deslizaron junto a la puerta. Rand no apartó la mirada de la rendija que ésta dejaba abierta hasta que hubieron doblado un recodo.

Una esbelta joven de pelo oscuro salió por una puerta situada frente a ellos, llevando una taza en una bandeja. Todos se quedaron petrificados. La mujer giró en dirección opuesta sin dedicarles siquiera una mirada. Rand se quedó estupefacto. Su larga túnica blanca era casi transparente. Entonces desapareció por una esquina.

—¿Habéis visto eso? —inquirió Mat con voz ronca—. Se veía totalmente…

Ingtar le tapó la boca con la mano y susurró:

—No olvides qué te ha traído aquí. Ahora búscalo. Búscame el Cuerno.

Mat señaló una angosta escalera de caracol. Después de subir un tramo los condujo hacia la parte delantera de la casa. El escaso mobiliario de los corredores parecía componerse exclusivamente de líneas curvas. De vez en cuando la pared aparecía cubierta con un tapiz o un biombo, decorados con unos cuantos pájaros posados en ramas o con un par de flores. En una de las pantallas discurría un río, pero, aparte de las rizadas aguas y las estrechas franjas de la orilla, el resto de la tela carecía de adornos.

Durante todo el recorrido, Rand oía zapatillas arrastrándose en el suelo, quedos murmullos, indicios de conversación. Aunque no vio a nadie, podía imaginarse perfectamente a alguien irrumpiendo en un pasillo para encontrarse con cinco hombres que se escabullían con armas en las manos, alguien que sin duda daría la alarma…

—Allí adentro —susurró Mat, apuntando a una gran puerta corredera de doble hoja, que tenía únicamente unas oquedades labradas a modo de tirador por todo ornamento—. Al menos la daga está allí.

Ingtar dirigió una mirada a Hurin; el husmeador abrió la puerta e Ingtar entró de un salto con la espada en alto. No había nadie allí. Rand y sus amigos se apresuraron a seguirlo y Hurin cerró velozmente la puerta tras ellos.

Unos biombos pintados tapaban todas las paredes y las posibles puertas, velando a un tiempo la luz procedente de las ventanas que daban a la calle. Al fondo de la espaciosa estancia había un alto armario circular y, en el otro extremo, una pequeña mesa y una silla sobre una alfombra encarada a ella. Rand oyó un jadeo de Ingtar, pero él sólo sentía deseos de emitir un suspiro de alivio. El curvado Cuerno de Valere estaba apoyado en un pedestal encima de la mesa y, bajo él, el rubí de la empuñadura de la ornamentada daga reflejaba la luz.

Mat se precipitó hacia la mesa y agarró el Cuerno y la daga.

—Los tenemos —gritó con entusiasmo, agitando la mano con que asía la daga—. Ya son nuestros.

—No grites tanto —advirtió Perrin, pestañeando—. Todavía no los hemos sacado de aquí. —Sus manos, ocupadas con el mango del hacha, parecían ansiosas por aferrar otra cosa.

—El Cuerno de Valere. —La voz de Ingtar expresaba fervor. Tocó el Cuerno con vacilación, recorriendo con un dedo la inscripción de plata engastada en torno a él y musitando la traducción, y luego retiró la mano con un escalofrío de excitación—. Lo es. ¡Lo es, por la Luz! Estoy salvado.

Hurin, que había estado apartando las pantallas que tapaban las ventanas, corrió la última y se asomó a la calle.

—Esos soldados todavía están allí, con aspecto de haber echado raíces. —Se estremeció—. Y esas… bestias también.

Rand se reunió con él. Las dos bestias eran grolms, no había duda de ello.

—¿Cómo es posible…?

Al alzar la vista de la calle, las palabras murieron en su boca. Estaba mirando el jardín de la gran casa de enfrente, en el que aún se advertían las huellas de los muros derribados para ampliarlo. Había mujeres allí, sentadas en bancos o paseando por las avenidas, en parejas. Mujeres atadas de cuello a muñeca con correas plateadas. Una de las que iban sujetas con collar levantó la mirada. Se hallaba demasiado lejos para distinguir claramente su rostro, pero por un instante pareció que sus miradas se encontraron, y adquirió una súbita certeza.

—Egwene —musitó con semblante demudado.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Mat—. Egwene está a buen recaudo en Tar Valon. Ojalá yo también estuviera allí.

—Está aquí —anunció Rand. Las dos mujeres estaban girando, caminando hacia uno de los edificios del lado opuesto de los jardines unidos—. Está aquí, justo al otro lado de la calle. ¡Oh, Luz, lleva uno de esos collares!

—¿Estás seguro? —inquirió Perrin, que se acercó a mirar por la ventana—. No la veo, Rand. Y… la reconocería de verla, incluso a esta distancia.

—Estoy seguro —afirmó Rand. Las dos mujeres desaparecieron en una de las casas que daban a la otra calle. Tenía el estómago en un puño. «Se supone que está a salvo. Se supone que está en la Torre Blanca»—. Tengo que sacarla de allí. Los demás…

—¡Vaya! —La voz que articulaba con extraña imprecisión las palabras era tan queda como el sonido de las puertas que se deslizaron tras ellos—. No sois los que esperaba.

Por espacio de un breve momento, Rand observó al alto individuo con la cabeza rapada que había entrado en la habitación. Llevaba una larga túnica azul que arrastraba por el suelo y tenía unas uñas tan largas que

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