el estómago al advertir de pronto que ésta había interpretado sus palabras al pie de la letra. «Si cree que puedo hacerlo, es porque lo sabe. Para esto sirven los collares.» Se contuvo para no arrancarse el brazalete de la muñeca y en su lugar endureció la expresión—. ¿Estás dispuesta a responder? ¿O necesitas que te convenza con más argumentos?
La frenética sacudida de cabeza fue una respuesta suficientemente satisfactoria. Cuando Nynaeve le sacó el embozo, la mujer sólo hizo una breve pausa antes de balbucir:
—No os denunciaré. Lo juro. Solamente quitadme esto del cuello. Tengo oro. Tomadlo. Lo prometo, jamás se lo diré a nadie.
—Cállate —espetó Nynaeve y la mujer cerró la boca de inmediato—. ¿Cómo te llamas?
—Seta. Por favor, os responderé, pero por piedad… ¡quitádmelo! Si alguien me ve con él… —Los ojos de Seta giraron para contemplar la correa y luego se cerraron con fuerza—. ¡Por favor! —susurró.
Nynaeve cayó entonces en la cuenta de que jamás podría hacer que Elayne llevara ese collar.
—Será mejor que nos demos prisa —observó con firmeza Elayne, ahora en ropa interior también—. Dame un momento para ponerme ese vestido y entonces…
—Vuelve a ponerte tu ropa —indicó Nynaeve.
—Alguien ha de hacer las veces de damane —señaló Elayne—, si no no podremos acercarnos a Egwene. Ese vestido es de tu talla, y Min es demasiado conocida, de modo que debo ser yo.
—He dicho que vuelvas a ponerte tu ropa. Ya tenemos a alguien para hacer de Atada con Correa. —Nynaeve tiró de la correa que aprisionaba a Seta y ésta jadeó.
—¡No! ¡No, por favor! Si alguien me ve… —guardó silencio al advertir la fría mirada de Nynaeve.
—Por lo que a mí respecta, eres peor que un asesino, más cruel que un Amigo Siniestro. No puedo pensar en alguien más despiadado que tú. El hecho de tener que llevar esto en la muñeca, de cumplir la misma función que tú tan sólo durante una hora, me repugna. Si crees que hay algún sufrimiento que por escrúpulos no sea capaz de infligirte, recapacita. ¿Que no quieres que te vean? Bien. Nosotras tampoco. Sin embargo, nadie mira a las damane. Mientras mantengas la cabeza gacha como se espera de las Atadas con Correa, nadie se fijará en ti. Pero será mejor que hagas lo posible para que nadie repare en nosotras. De lo contrario, te verán también a ti, y, si ello no basta para refrenarte, te prometo que haré que maldigas el primer beso que intercambiaron tu padre y tu madre. ¿Me has comprendido?
—Sí —repuso débilmente Seta—. Lo juro.
Nynaeve hubo de quitarse la pulsera para deslizar el vestido teñido de gris por la correa y sobre la cabeza de Seta. Éste no le ajustaba bien; le quedaba demasiado holgado en el pecho y ceñido en las caderas, pero a Nynaeve le hubiera quedado igual de mal, y corto además. Nynaeve hizo votos por que la gente no mirara realmente a las damane, y volvió a colocarse de mala gana el brazalete.
Elayne recogió las ropas de Nynaeve, que envolvió con el otro vestido teñido, formando un hatillo, un bulto que transportaría una mujer vestida de campesina, caminando detrás de una sul’dam y una damane.
—Gawyn se consumirá de envidia cuando se entere de esto —dijo, riendo, con una alegría visiblemente forzada.
Nynaeve las miró fijamente a ella y a Min. Había llegado la hora de interpretar la parte más difícil.
—¿Estáis listas?
—Estoy lista —respondió Elayne, con cara seria.
—Sí —repuso lacónicamente Min.
—¿Adónde vais…, vamos… a ir? —inquirió Seta que se apresuró añadir—: ¿Si me permitís preguntarlo?
—A la guarida del león —le contestó Elayne.
—A bailar con el Oscuro —agregó Min.
Nynaeve suspiró, sacudiendo la cabeza.
—Lo que intentan decir es que vamos a ir al sitio donde guardan a las damane y que pretendemos liberar a una de ellas.
Seta todavía tenía la boca abierta a causa del asombro cuando la empujaron afuera del cobertizo.
Bayle Domon contemplaba el sol naciente desde la cubierta de su barco. Los muelles comenzaban a cobrar vida, a pesar de que las calles que desembocaban en el puerto estaban aún casi desiertas. Una gaviota posada en un pilotaje lo observó; las gaviotas tenían ojos despiadados.
—¿Estáis seguro de esto, capitán? —preguntó Yarin—. Si los seanchan investigan por qué estamos todos a bordo…
—Tú limítate a cerciorarte de que haya un hacha al lado de cada cuerda de amarre —contestó secamente Domon—. Y, Yarin, si uno de los hombres intentar cortar una soga antes de que esas mujeres hayan embarcado, le partiré la cabeza.
—¿Qué haremos si no vienen, capitán? ¿Qué ocurrirá si son los soldados seanchan los que nos visitan?
—¡Conserva los arrestos, hombre! Si vienen los soldados, me dirigiré a toda velocidad hacia la boca del puerto, y que la Luz se apiade de todos nosotros. Pero hasta que vengan los soldados, pienso esperar a esas mujeres. Ahora ve a comprobarlo todo, con aire de no hacer nada.
Domon le volvió la espalda para escrutar en dirección a la ciudad, hacia la zona donde encerraban a las damanes. Sus dedos repiqueteaban nerviosamente en la barandilla.
La brisa del mar, que llegaba a la nariz de Rand cargada del olor a los desayunos que se preparaban en el fuego, trataba de zarandear su apolillada capa, pero él la mantenía cerrada con una mano mientras Rojo se acercaba a la ciudad. No había ninguna chaqueta a su medida entre las ropas que habían encontrado y consideraba aconsejable mantener ocultos los bordados en plata de las mangas y las garzas que adornaban su cuello. Tal vez la actitud de los seanchan para con quienes llevaban armas no fuera extensible a aquellos que poseían espadas con la marca de la garza.
Las primeras sombras de la mañana se alargaban ante él. Únicamente podía ver a Hurin cabalgando entre los carromatos y caballerizas. Sólo había dos hombres deambulando entre las hileras de carruajes de mercaderes, vestidos con los largos delantales de los carreteros y herreros. Ingtar, que iba a la cabeza, se había perdido ya de vista. Perrin y Mat iban detrás de Rand, separados un trecho de él y entre sí. No volvió la vista atrás para comprobar que lo seguían, pues se suponía que no mantenían relación alguna entre sí; eran cinco hombres que llegaban de mañana a Falme, pero no juntos.
Se halló rodeado de patios en cuyas vallas se agolpaban los caballos, aguardando a recibir la comida. Hurin asomó la cabeza entre dos establos, todavía con las puertas cerradas, vio a Rand y le hizo señas antes de retirarse. Rand volvió su semental alazán hacia el lado indicado.
Hurin permaneció parado sosteniendo las riendas del caballo. Llevaba un chaleco en lugar de su chaqueta y, a pesar de la pesada capa que ocultaba su espada corta y la maza, se estremecía a causa del frío.
—Lord Ingtar está allá —anunció, señalando un angosto pasaje—. Dice que dejemos los caballos aquí y continuemos a pie. —Mientras Rand desmontaba, el husmeador añadió—: Fain pasó por esa calle, lord Rand. Casi lo huelo desde aquí.
Rand condujo a Rojo hacia la parte trasera de un establo donde Ingtar había atado ya su montura. El shienariano no tenía aspecto de ser un señor, con una sucia chaqueta de piel de oveja agujereada en varios puntos, la cual ofrecía un curioso contraste con la espada cuyo cinto la rodeaba. Tenía una mirada enfebrecida.
Mientras ataba a Rojo junto al semental de Ingtar, Rand miró dubitativamente las alforjas. No había tenido ocasión de deshacerse del estandarte. No creía que ninguno de los soldados fuera a revolver las alforjas, pero no podía decir lo mismo de Verin, ni predecir lo que ésta haría en caso de encontrar el pendón. Con todo, le producía desasosiego llevarlo con él. Decidió dejar las alforjas amarradas tras la silla.
Mat se reunió con ellos y al cabo de unos momentos Hurin regresó con Perrin. Mat llevaba unos pantalones abombachados metidos en las botas y Perrin una capa excesivamente corta. A juicio de Rand, todos parecían unos espantosos mendigos, pero en los pueblos habían pasado completamente inadvertidos.
—Ahora —dijo Ingtar— veamos lo que nos depara la suerte.
Recorrieron paseando las calles sin pavimentar como si carecieran de objetivo determinado, charlando entre sí, y abandonaron los terrenos ocupados por los carromatos para recorrer, aparentando deambular, las vías adoquinadas. Rand apenas si prestaba atención a lo que él decía y menos aún a los demás. El plan de Ingtar era que tuvieran la apariencia de cualquier otro grupo de hombres caminando juntos, pero la calle estaba casi desierta, y cinco hombres componían una multitud a esa hora tan temprana.
Aun cuando caminaran apiñados, era Hurin quien los guiaba, husmeando el aire y girando hacia una calle de subida y desviándose luego a otra de bajada. Los otros doblaban los mismos recodos a un tiempo, como si ya antes hubieran tenido intención de hacerlo.
—Ha recorrido incontables veces esta ciudad —murmuró Hurin, torciendo el gesto—. Su olor está por todas partes y apesta tanto que es difícil distinguir el nuevo rastro del antiguo. Al menos sé que todavía está aquí. Estoy convencido de que algunos olores los dejó hace sólo un día o dos.
Las calles iban cobrando vida paulatinamente. Aquí un vendedor de frutas distribuía las mercancías sobre mesas, allá un individuo avanzaba presuroso con un gran rollo de pergaminos bajo el brazo y una pizarra colgada a la espalda, más allá un afilador de cuchillos engrasaba el eje de su muela acoplada a una carretilla. Dos mujeres pasaron junto a ellos, una con la vista baja y un collar de plata en torno al cuello y la otra, con un vestido estampado con relámpagos, asiendo una correa de plata enroscada.
Rand retuvo el aliento; hubo de esforzarse para no volverse a mirarlas.
—¿Era eso…? —Mat tenía los ojos muy abiertos en sus hundidas cuencas—. ¿Era eso una damane?
—Así es como nos las han descrito —respondió Ingtar—. Hurin, ¿vamos a recorrer todas y cada una de las calles de esta condenada ciudad?
—Ha estado por todas partes, lord Ingtar —se excusó Hurin—. Su hedor se encuentra por doquier. —Habían llegado a una zona cuyas casas de piedra eran de tres o cuatro pisos, tan altas como posadas.
Tras doblar una esquina, Rand se quedó estupefacto al ver el gran número de soldados seanchan que montaban guardia delante de una gran mansión… y las dos mujeres con vestidos estampados con relámpagos que conversaban en las escaleras de otro edificio situado en frente. Un estandarte ondeaba al viento sobre la casa protegida por los soldados: un halcón dorado agarrando un haz de rayos. La casa donde charlaban las mujeres no tenía nada de particular salvo ellas. La armadura del oficial resplandecía con tonalidades rojas, negras y doradas, y su yelmo, dorado y pintado, confería a su cabeza el aspecto de la de una araña. Entonces Rand advirtió las dos grandes formas de piel curtida agazapadas entre los soldados y perdió pie.
Grolm. Esas cabezas en forma de cuña con tres ojos eran inconfundibles. «No es posible —se dijo. Tal vez estaba realmente dormido y aquello no era más que una pesadilla—. Quizá no hemos partido todavía hacia Falme.»
Los demás miraron fijamente a las bestias mientras pasaban delante de la mansión custodiada.
—¿Qué son esos seres, en nombre de la Luz? —preguntó Mat.
—Lord Rand, son… —Los ojos de Hurin parecían tan grandes como su rostro—. Son…
—No importa —resolvió Rand. Hurin asintió tras un momento.
—Estamos aquí para recuperar el Cuerno —señaló Ingtar—, no para observar monstruos seanchan. Concéntrate en el rastro de Fain, Hurin.
Los soldados apenas les echaron un vistazo. La calle discurría